El resbaladizo camino a una república bananera

BRASILIA - Hubo un momento en medio de la impresionante crisis del impeachment en Brasil que todo  se redujo a un pequeño y ridículo detalle: ¿qué hacer con los retratos de Dilma Rousseff?

La presidenta izquierdista había dejado el palacio presidencial luego de que la suspendieran por seis meses. Su poco amado vicepresidente conservador, némesis política y reemplazo estaba a punto de asumir el poder.  

Pero estaba el problema de sus retratos, colgados en el palacio. De pronto, el nuevo gobierno de Brasil, que tan despiadada y eficientemente había sacado a Rousseff del poder en su segundo mandato —provocando acusaciones de golpe de estado—, parecía dudoso y confundido.

Retrato oficial de Dilma Rousseff (AFP / Presidencia / Roberto Stuckert Filho)

Y con razón. El problema era que, oficialmente, Rousseff solo estaba temporalmente suspendida. Hasta tanto un juicio en el Senado no la sacara definitivamente del poder, Temer era solo un presidente en funciones. ¿Qué hacer entonces? ¿Celebrar la victoria deshaciéndose de los retratos o dejarlos por si acaso, por improbable que pareciera, la presidenta volvía al poder? 

En principio, los retratos empezaron a ser descolgados. En una escena del cambio de régimen de película, un empleado  de mantenimiento fue visto intentando sacar un retrato particularmente grande de Rousseff luciendo la banda presidencial.

Pero el propio Temer intervino: ordenó dejar los retratos donde estaban.  

Para mí, la controversia resumió muy bien la naturaleza surreal de la transformación de Brasil, que pasó de ser un país estrella política y económicamente hace apenas unos años a ser una comedia circense, al estilo de una república bananera.   

Aunque lo de los retratos quizá fue un detalle, nada parece banal en la lucha de poder en este país.  

Está en juego el liderazgo de la nación más grande de América Latina, una de las grandes economías del mundo, hogar de la selva tropical más grande del planeta y de muchas materias primas, y, claro, sede de los Juegos Olímpicos en menos de tres meses.

Y algunos podrían ir más lejos y decir que incluso la propia democracia latinoamericana, inestable a lo largo de los años, está en peligro.

Para entender exactamente lo que estaba pasando con los retratos, fui a la oficina de prensa del palacio presidencial, un magnífico edificio de ángulos agudos, coquetas curvas, vidrio y madera surgido de un impresionante diseño de Oscar Niemeyer en los años 50.

Pero una vez allí, recibí las evasivas de una experta jefa de prensa de hablar suave –lo que podría entenderse como portavoz— que indicó erróneamente que no había ninguna trama contra los retratos.

Michel Temer asume el cargo de presidente interino, el 12 de mayo (AFP / Brazilian Vice Presidency / Marcos Correa)

Entonces volví al edificio administrativo, donde los empleados trabajan en laberintos llenos de pequeñas oficinas. Allí el ambiente era notablemente menos refinado y, por el contrario, bastante tenso: el país para el que trabajaban se hallaba al borde del abismo, exactamente como esas fotografías.

“Lo que escuchamos es que alguien podría venir a recogerlas, y que las pondrán en un lugar seguro hasta que se sepa si vuelve”, me dijo una funcionaria, que a continuación me dijo con voz tranquila que estaba de acuerdo con que Rousseff había sido víctima de un golpe de estado.

Manifestación contra Temer en Río de Janeiro, el 13 de mayo (AFP / Yasuyoshi Chiba)

“Para mí el retrato debe quedarse aquí hasta 2018, hasta que termine su mandato”, dijo otra empleada, refiriéndose al segundo periodo de Rousseff.

“No pongas nuestros nombres”, bromeó. “Nos mandarán a la guillotina”.

Para mí, este asunto de los cuadros simboliza la rapidez alucinante con la cual el gigante económico y político que es Brasil se hundió en la tragicomedia digna de una república bananera.

Vi muchas en los años que pasé cubriendo la ex Unión Soviética.  

Recuerdo aquellas elecciones mágicamente predecibles de Nursultan Nazarbayev en Kazajistán, en las que los votos del padre de la patria habían ascendido ininterrumpidamente con las décadas, hasta alcanzar el 90%. No era de extrañar que fuera capaz de construir una torre en su honor, coronada en su cima con una huella de su mano en oro macizo.  

La torre Bayterek de Astana, la capital de Kazajastán, de 97 metros de altura. En la parte superior se encuentra una moldedura en oro macizo de la mano del presidente Nursultan Nazarbayev (AFP / Stanislav Filippov)

Y Ucrania, que a pesar de la extraordinaria valentía de los manifestantes por la democracia, sigue dominado por la corrupción gubernamental, la incompetencia y oligarcas ladrones. Más aún, el medio portavoz en inglés del Kremlin, Russia Today, resumió brevemente Ucrania en su sitio web como “una república Bananera sin bananas”.

Pero desde luego, los medios oficiales rusos deberían saber que Vladimir Putin ha utilizado su aparentemente ilimitada ley para perfeccionar el cóctel de elecciones fraudulentas, capitalismo de compinches, brutalidad policial y culto a la personalidad que va mucho más allá de la definición de república bananera.

La Catedral de Brasilia, en junio de 2014 (AFP / Odd Andersen)

Brasil, sin embargo, era un país más esperanzador. O eso había pensado yo.

Pero me encontraba observando una sesión del Senado que llevaba toda la noche en Brasilia, y que estaba a punto de desatar en Brasil una tormenta.

Hay que decir que la capital es un lugar muy raro. Construida de la nada en una región estéril a finales de los 50, estaba llamada a ser la ciudad brasileña del futuro.

El edificio del Congreso en Brasilia (AFP / Vanderlei Almeida)

 Curiosamente, los edificios de Niemeyer —por ejemplo, un museo o una catedral que parecen naves espaciales— aún lucen futuristas hoy. Pero el resto del centro, un lugar deprimente, descuidado e impersonal sin tiendas, cafés u otras señales de vida, no está a la altura de las ambiciones originales.

El resultado es una ciudad que luce no tanto como el futuro, sino como un misterioso y ahora inútil objeto del pasado.

El Congreso, que consiste en dos delgadas torres  y dos tazones (uno al revés y el otro al derecho), es una de sus vistas más desconcertantes.

Lo que pasa adentro es todavía más loco.  

Trifulca en el Parlamento brasileño el 17 de abril (AFP / Evaristo Sa)

Esa noche, vi senadores que votaron para suspender a Rousseff y enjuiciarla por haber tomado, sin autorización, préstamos para llenar huecos en el presupuesto estatal. Ella no lo niega pero dice que es una práctica que siempre ha sido común y que no equivale a un delito juzgable políticamente.  

En apariencia, la sesión del Senado se desarrollaba según las reglas. Hubo decoro. Las referencias a la historia de Brasil adornaban las paredes de la sala, y su bandera y su lema de “Orden y progreso” fueron puestos en lugares de honor. Los periodistas y otros visitantes debían vestir de traje y corbata para entrar.

El Senado brasileño durante el debate sobre el impeachment, el 11 de mayo (AFP / Evaristo Sa)

Nada que ver con lo que había sido la sesión en la Cámara baja del Congreso unas  semanas antes. Allí, los diputados se golpearon, cantaron, agitaron banderas, abuchearon y sonrieron para selfies con sus esposas mientras hacían histriónicos discursos condenando a Rousseff.  

El Senado se portó mejor. Pero por debajo de esos aparentes buenos modales, se escondía otro escándalo: seis de cada diez de esos senadores bien vestidos, cuidadosamente peinados, han tenido o tienen asuntos pendientes con la justicia, en algunos casos con serios expedientes de haber aceptado cuantiosos sobornos y por desfalco.

De todas formas, no faltaron momentos estrafalarios. Según los medios locales, Michel Temer, que se aprestaba  a tomar el mando del país, se durmió antes de la votación y se despertó abruptamente con el ruido de los petardos que lanzaron los activistas anti Rousseff cuando se alcanzaron los votos necesarios para suspenderla y enjuiciarla.

Manifestación contra Rousseff en Río de Janeiro, el 17 de abril (AFP / Tasso Marcelo)

Allí estaba también el presidente Renan Calheiros, un hombre de impecable apariencia pero que también engrosa la lista de sospechosos de corrupción. Respondía preguntas a un canal de televisión durante el maratón nocturno del voto del Senado cuando algo blanco salió disparado de su boca. Siguió hablando como si nada. ¿Goma de mascar? ¿Un diente? El video se volvió viral pero la verdad sigue sin saberse.

La verdad sobre el juicio a Dilma Rousseff no está muy clara.

Aun si los manejos del presupuesto fueron irregulares, probablemente esa no sea la razón real por la que tuvo que salir de la silla presidencial.

Dilma Rousseff, poco antes de salir del palacio presidencial, el 13 de mayo (AFP / Vanderlei Almeida)

Para muchos  brasileños, la suspensión responde a razones puramente políticas, no jurídicas. Piensan que la sacan por incompetente, porque no supo contener el declive económico y no supo negociar con el Congreso. Y para una mayoría de brasileños eso es suficiente. Pero en una democracia seria, ¿se puede juzgar a un presidente básicamente porque no te gusta?

Cuando finalmente terminó la sesión de votación en el Senado, con una abrumadora mayoría a favor del juicio a Rousseff, fui a la plaza delante del Congreso a buscar reacciones de gente común. Sin embargo, el lugar, rodeado de los edificios sede del Legislativo, el Ejecutivo y Judicial, estaba completamente desierto, tomado por la policía y como si toda forma de vida hubiera sido execrada de la política brasileña.

Poco después hacía tanto calor en la inhóspita Brasilia que el pavimento empezó a brillar, acentuando la soledad del lugar. Fui a sentarme en una parada de bus no porque esperara uno —el servicio estaba interrumpido— sino porque había sombra.

Pasó un grupo de policías. Estaban discutiendo acaloradamente y empecé a escuchar.

— Dime algo que ella haya hecho, dímelo— dijo un oficial.

—Hizo lo de las cuentas— replicó un colega.

— Pero ¿cuáles eran? ¿Puedes explicármelo? — volvió a preguntar el primero.

Sentí alivio al comprobar que no era yo el único que no entendía demasiado.

Esa mañana Rousseff salió del palacio presidencial. Oficialmente  para iniciar sus seis meses de suspensión, pero en realidad lo más probable es que no vuelva.

(AFP / Andressa Anholete)

Y así como Temer tendría que hacer frente al lío de los retratos un poco más tarde, ella tenía su propio dilema simbólico: ¿por cuál puerta salir?

La puerta de atrás prometía un mínimo de drama pero lucía engañosa. La entrada principal, que se abre a una larga rampa, exacerbaría al máximo el lado teatral, pero podría parecer un final demasiado “definitivo”. Así que optó por una puerta normal de adelante, por la que salió como si fuera a tomar un paseo.

Su equipo y sus seguidores lloraron mientras hizo esa larga caminata hasta la caravana que la esperaba.

Una partidaria de Dilma Roussef despide a la presidenta destituida, el 13 de mayo (AFP / Andressa Anholete)

Rousseff, la primera presidenta mujer del país, había sido torturada por los militares de Brasil en los años 70, no derramó una lágrima. Pero parecía reticente a meterse en el vehículo negro que la esperaba.

Antes de que lo hiciera, se giró e hizo volar un beso hacia la multitud. Su último gesto.

Ahora era el momento de Temer.

Y luego de una noche sin dormir ni comer, era tiempo para este reportero de hacer una pausa en la cafetería del palacio presidencial. Con una comida completa a precio subsidiado, la cafetería era un oasis en el desierto culinario del centro de la capital. Tenía que aprovechar, pues ya circulaba la broma de que Temer, un centrista orientado hacia los mercados, eliminaría pronto una medida tan poco rentable de la izquierdista Rousseff.

Los brasileños ya tenían lo que querían esa noche. Sacaron a su impopular presidenta del poder. Pero, extrañamente, quedaban a merced de un hombre que detestaban casi tanto. Los sondeos muestran que apenas 2 porciento votaría por Temer, que solo fue vicepresidente porque su partido de centroderecha y el Partido de los Trabajadores de Rousseff estaban en una coalición.

Michel Temer (AFP / Evaristo Sa)

Aquí estaba, sin embargo, dando zancadas hacia al palacio presidencial, este oscuro político de 75 años impulsado a lo más alto de su carrera sin que la menor elección hubiera tenido lugar.

El primer acto de gobierno de Temer fue anunciar cambios radicales en las políticas de izquierda que llevaron a Rousseff a ser elegida en 2014 con 54 millones de votos. Para demostrar su determinación, inmediatamente formó un gabinete conformado exclusivamente de hombres blancos.

Parecía que el tiempo hubiera retrocedido de golpe cincuenta años. En un país que acababa de tener una mujer presidenta y del que más de la mitad de la población es negra o mestiza, el gesto generó indignación. Para tratar de retractarse, prometió nombrar más adelante “miembros del mundo femenino”, lo que no hizo más que empeorar las cosas.

Cubrir la llegada al poder de Temer y de sus ministros, todos tan mayores, ricos y blancos como él, en esas horas iniciales me hizo tener la impresión de que había sido transportado a una realidad paralela. Y había una pregunta que no me dejaba en paz sobre Temer, cuando lo veía con su amplia grande, sus mejillas huecas y su sonrisa delgada: ¿a quién se parece?

Un opositor había descrito en días pasados a Temer como “un mayordomo de una película de terror”. Pero otro parecido cinematográfico que tenía más sentido circulaba en las redes sociales: el Conde Drácula, sobre todo la versión interpretada por Bela Lugosi en 1931. Como quiera que sea, cualquiera que conozca este maravilloso país y su gente cálida y divertida habría deseado que el juicio político no terminara como una película de terror.

Puede que Temer se revele como el arquitecto de la “salvación nacional” que promete ser. Puede que Rousseff sobreviva al juicio del Senado y vuelva al poder. Un happy end todavía es posible.

Pero después de lo que vi, pocos brasileños se atreverían a predecir el futuro de su país.

No hay nada más resbaladizo que la pendiente que conduce a una república bananera.

En el carnaval de Río, en marzo de 2014 (AFP / Yasuyoshi Chiba)
Sebastian Smith