"Bueno, ¡es un niño! "
(Durante una semana, en mayo de 2016, la periodista de la AFP en Roma Fanny Carrier estuvo a bordo del Aquarius, un barco que participa en las operaciones de rescate de migrantes en el Mediterráneo. Esta es la segunda entrega de una serie de tres relatos. Lee aquí las anteriores: “Si no vamos, ¿cuántos van a morir?” y “Aquí está la vida, ahí ya no éramos humanos”).
EN EL MAR MEDIRERRÁNEO – Una vez más, me despierto casi junto con el sol. Angelina, la comadrona, ya está en pie: una mujer embarazada de ocho meses empezó a sentir las contracciones del parto en la noche.
Sobre la cubierta, el estado de ánimo cambió. Luego de algunas horas de sueño, los migrantes tienen más energía. Muchos conversan alegremente, los niños pasean y algunas parejas se hacen mimos. La mayoría se puso el delgado mameluco blanco sobre su ropa. Otros tiraron su vestimenta sucia, a menudo cubierta de vómito, y se pusieron la toalla sobre su cabeza y la manta en la cintura. Casi un uniforme…
Algunos observan el mar durante largas horas, fascinados. Cada tanto, aparece una isla. Vista de aquí, da la impresión de que es pequeña, como una gran roca. Muchos migrantes me preguntan: “¿Ya está? ¿Llegamos a Italia?”. Mis conocimientos de geografías son nulos, no sé muy bien donde estamos. Esa isla me da la impresión de no ser más que una piedra.
Un poco más tarde, el capitán me dirá su nombre, que todos ya conocen: Lampedusa. Esta isla italiana, la más cercana a las costas africanas, fue por mucho tiempo la puerta de entrada de migrantes a Europa, antes de que una serie de dramáticos naufragios obligaran a los equipos de rescate a ir a buscarlos más al sur.
Para nosotros los periodistas, este largo trayecto hacia Cerdeña es una oportunidad, tenemos tiempo de hablar con los migrantes. Y muchos tienen ganas de hablar, de contar. Sus historias son duras. Hablan de violencia y de miseria, de periplos fatales para escapar y de meses o años de esfuerzo para intentar ganarse la vida en Libia.
No siempre es fácil saber la verdad. Victoria, de 35 años y embarazada de seis meses, explica que su marido tuvo que huir de Camerún luego de matar “accidentalmente” a su vecino que acababa de violar a su hija mayor, de 13 años. Asegura haber elegido partir con él para “enfrentar juntos las pruebas”. Mientras hablo con ella, su marido se acerca a abrazarla con ternura.
¿Se trata realmente de una pareja tan unida, o este hombre obligó a su mujer embarazada a seguirlo, dejando a sus cuatro hijos, incluyendo a la adolescente violada, porque el padre de un hijo nacido en Europa tiene más chances de obtener un permiso de residencia que un hombre solo?
Afortunadamente, no lo decido yo. Pero su testimonio no figurará en el despacho de AFP.
Pero hay un punto en el que todos los testimonios concuerdan: el infierno libio. “Allí ya no éramos humanos”. “Libia era secuestros, prisiones, secuestros”. “Nos golpeaban todos los días, golpeaban a nuestras mujeres delante nuestro”. “Violan a las mujeres, sodomizan a los hombres, matan sin razón”. “Hasta los niños portan armas y disparan a los negros”.
La letanía no termina. “Señora, señora, tú escribes, ¿verdad? ¿Cuentas de Libia? Si yo hubiera sabido, no hubiera partido jamás”, dice una mujer. “Libia es un viaje sin retorno. Cuando se entra a Libia, ya no se sale normal. No podemos hacer otra cosa más que terminar en el mar: ¡es Europa o la muerte!”, dice otra.
Frente a mí, todos aseguran haber sido solo testigos de la violencia. Pero con el equipo del MSF son más locuaces. Erna, la médica holandesa, me comenta: “Es uno de esos días en que alguien a quien auscultas por una tos se quita la camiseta y ves todas las cicatrices de las torturas, incluyendo fracturas no tratadas”.
Pero más allá de las historias pasadas, hay incertidumbre por el futuro. “¿Tiene alguna idea de lo que va a ocurrirnos ahora?”, me pregunta una mujer joven. Sí, tengo una idea bastante precisa, pero no voy a decírsela. Quienes vienen de países como Eritrea, Sudán del Sur o Somalia deberían fácilmente obtener asilo en Italia, y eso que, en general, no es el país al que se dirigen. Pero los otros corren un riesgo aún mayor.
Desde que llegan, muchos en Italia reciben una orden de dejar el territorio. Otros esperan pacientemente entre dieciocho meses y dos años para un hipotético asilo, antes de engrosar la lista de inmigrantes clandestinos que reciben una paga miserable por recoger tomates o naranjas. Durante varios reportajes en Sicilia y en Roma, hablé con migrantes que se encontraban en todas las etapas del viacrucis, y da escalofríos.
Al final de la tarde, estoy escribiendo mi nota del día cuando de pronto el capitán llega corriendo. “¡Bueno, es un niño!”. El parto estuvo bien, la madre y el niño se encuentran bien. Emocionado, Captain Alex dice que tiene la impresión de ser un poco el padre.
Un poco más tarde, una vez que la madre descansa un poco, somos invitados a tomar una foto de los padres y del pequeño Destino Alex, nombre elegido en honor al capitán, al que se le cae la baba de alegría.
Luego el padre sale a anunciar la noticia sobre la cubierta. Es cálidamente aplaudido por todos, hasta por eritreos, somalíes y sudaneses que, apartados y sin hablar francés ni inglés, necesitan que les expliquen tranquilamente el motivo de este alboroto.
Como una buena noticia nunca llega sola, Erna aparece de pronto, corriendo: acaba de recibir un correo electrónico que anuncia que el pequeño Zega, el niño evacuado el día anterior en helicóptero, fue transferido a un hospital de Catán y parece estar fuera de peligro. Jens transmite por radio la noticia a todos los equipos, y el barco es envuelto por una ola colectiva de alivio.
Durante la noche, el capitán me llama para que traduzca algo a los padres del pequeño Alex. Le quiere obsequiar 100 euros de parte de Kempelet de SOS Mediterráneo y el certificado de nacimiento del niño, con las coordenadas geográficas específicas. Como el Aquarius tiene bandera de Gibraltar, el pequeño Alex nació oficialmente en territorio británico. Pero eso no le concede la nacionalidad. Habría hecho falta que al menos uno de sus padres fuera residente.
En el comedor de la tripulación, el ambiente no es tan feliz. Varios socorristas de SOS Mediterráneo están mirando las imágenes transmitidas esta mañana por la marina italiana de la zozobra de un barco cargado de cientos migrantes. En algunos días, podrían estar ellos frente a una situación similar y saben que no están preparados para algo así. “La prioridad será distribuir chalecos salvavidas y esperar apoyo antes de emprender lo que sea”, explica uno de ellos.
Un poco más tarde, otro baja, cansado. Sobre la cubierta, la perspectiva de una segunda noche afuera caldea un poco los ánimos y tuvo dificultades para impedir peleas.
“Es siempre así, la primera noche se pasa bien pero a partir de la segunda, es duro”, explica.
A la mañana siguiente, ya se ven las costas de Cerdeña. Todos tienes los ojos puestos sobre esta tierra de la que no habían oído hablar jamás y de la que ya desconfían un poco.
“Discúlpeme pero, ¿podría decirme cómo hacemos para salir de ahí?”, me pregunta Turbine, prima de la madre del pequeño Zega, señalando la isla sobre el croquis que le dibujé para explicarle dónde estaba el hospital de Catane.
Región generosa con los migrantes pero pobre, Cerdeña les parece a menudo una prisión. Contrariamente a Sicilia, no es posible partir sin autorización.
En la entrada del puerto, sin embargo, la sala de mujeres es una fiesta. Risas, cantos y bailes. Cada una espera su turno para pasar al medio del círculo y hacer algunos pasos. Yo también lo hago, y eso las hace reír. Dudo un poco y luego posteo en Twitter algunos segundos de un video de este momento feliz. Como había previsto, se desata una lluvia de reacciones sobre el tema: “Festejan las asignaciones familiares”. Es inútil precisar que ninguna mencionó nunca el tema… ni tampoco la idea de ir a vivir a Francia.
Sobre el muelle, la protección civil, la Cruz Roja y la prefectura establecieron el clásico procedimiento de cuando desembarcan los migrantes: una fotografía con un número al descender de la pasarela, un examen médico para identificar esencialmente quienes tienen piojos o sarna para que sean derivados hacia un centro de tratamiento, una primera entrevista de identificación y luego, un autobús que los lleva a un centro de acogida. Todo eso tomará largas horas, pero la Cruz Roja lo previó y hay bebidas, comida, baños y colocó bancos a la sombra para la espera.
El protocolo sanitario obliga a las personas con contacto directo con los migrantes a vestir un traje de protección, guantes y mascarilla. A los propios migrantes se les exige usar mascarilla. Lo mismo sucede en los barcos militares, donde los migrantes no ven nunca el rostro de sus rescatistas. A bordo del Aquarius, el MSF puso por todas partes botellas con productos para desinfectarse las manos y se encargó de aislar en una carpa a dos somalíes que presentaban síntomas de tuberculosis.
Ellos son lo que descienden primero. Luego la familia del pequeño Alex, acogida con un ramo de globos multicolores, las hurras de una mediadora cultura y aplausos de los voluntarios.
Luego las mujeres y los niños. Algunos tuvieron el tiempo de hacerse amigos a bordo. Raúl y su camiseta rosada, Patricia y sus ojos grandes… Ambos se quedaron con mis bolígrafos. Daniel, con la mejilla atravesada por una gran cicatriz, salta en brazos de todo el mundo, incluyendo los de Gabriel y Giovanni, y los míos cuando me acerco a tomar una foto. Parado sobre la pasarela para tocar por fin tierra firme, tira besos a toda la tripulación.
En estos días, la misma escena se repite en la mayoría de los puertos de Sicilia y del sur de Italia. Durante esta loca en las costas de Libia, más de 13.000 migrantes fueron rescatados. Un record, aunque el total desde el principio del año sigue siendo igual que el del año pasado en la misma época.
Pero la elección de los contrabandistas libios de enviar barcos de madera tan cargados que no pueden mantenerlos controlados costó la vida a 880 personas, según una estimación del Alto Comisionado de la ONU para los refugiados. Es decir, más del doble del total de hombres, mujeres y niños rescatados sobre el Aquarius.
Al día siguiente, los alemanes de la ONG alemana Sea-Watch son los encargados de buscar sobrevivientes luego de uno de estos naufragios. La foto que tomaron de un bebé ahogado en los brazos de un angustiado rescatista da la vuelta al mundo.
¡ATENCIÓN! IMAGEN CHOCANTE QUE MUESTRA UN NIÑO MUERTO¿ESTÁ USTED SEGURO DE QUERER VERLA?
El año pasado, el Mediterráneo también se había tragado cientos de personas en la primavera. Pero en ese momento, la armada de rescate no estaba aún trabajando ahí. Esta semana estaba lista, organizada, y no logró impedir las muertes. Lo cual da más vértigo.
Sobre la cubierta, Ebenezer, el piloto ghanés, observa el desembarco sonriendo.
“Los embarcamos, los desembarcados, es la rutina”, asegura con una falsa indiferencia. El día anterior, me hablaba con emoción de un hombre rescatado con la mirada perdida, en estado de shock, y de otro paralizado por la hipotermia y de su alivio al verlos unas horas más tarde un poco más vivaces.
Ed, un rubio gigante de MSF, trabajó como loco durante 48 horas subiendo uno a uno a los migrantes al barco y luego organizando la estadía a bordo, la distribución de las comidas y vaciando los retretes. Pero él sabe que Europa no va a desplegarles ninguna alfombra roja. Se enoja sobre todo por el cuestionario que deben responder los migrantes en las próximas horas o los próximos días, que comienza por la tramposa pregunta “¿Quiere trabajar en Italia?” y que no menciona en ningún momento la posibilidad de pedir asilo.
Mary Jo, la enfermera californiana, es más optimista: “Esta gente ya pasó muchas pruebas… Ya llegaron hasta aquí, Italia será como un pastel para ellos”.
Una vez más, no hay tiempo para hacerse muchas preguntas. Una vez que el último pasajero descendió, los equipos de SOS Mediterráneo y MSF hacen la limpieza y vacían las papeleras. Una hora más tarde, la tripulación vuelve a subir la pasarela y el Aquarius vuelve a partir a una nueva cita.
FIN