“Aquí está la vida, ahí ya no éramos más humanos”
(Durante una semana, en mayo de 2016, la periodista de la AFP en Roma Fanny Carrier estuvo a bordo del Aquarius, embarcación que participa en las operaciones de rescate de migrantes en la costa Libia. Esta es la segunda entrega de una serie de tres relatos. Lea la primera entrega: "Si no vamos, ¿cuántos van a morir?")
EN EL MAR MEDITERRÁNEO - A la mañana siguiente me levanté justo con el amanecer. El barco había llegado a la zona, a unas 20 millas náuticas de Libia. Ahora estamos casi en punto muerto, a la espera.
Hace buen tiempo, con una suave brisa del sur y un mar muy tranquilo. Todo se presta para que comience el ciclo de nuevo. Un poco después de las 7:30, estoy en la cubierta con el capitán. A babor, distingo el relieve de la costa de Libia. Pero todo está absolutamente calmo. Nada de llamadas de auxilio, nada de sonido de radio. Normalmente a esta hora ya se lanzan las alertas. ¿Hay que rezar para que los migrantes de ayer hayan sido los últimos? ¿O simplemente hay que esperar que los contrabandistas hayan recompuesto su stock de embarcaciones?
La duda se despeja a las 7:53: los guardacostas reciben señales de un barco, pero la ubicación no es muy precisa. A las 8:13, los alemanes de Sea Watch anuncian que lo han visto. Distribuirán chalecos salvavidas hasta que el Aquarius llegue en busca de los migrantes. A las 8:18, el centro de guardacostas en Roma lanza una alerta generalizada para advertir de muchos barcos en peligro.
“Hoy vamos a tener un día completo”, dice el capitán Alex.
A las 8:23, la sala de máquinas anuncia que los motores están listos y Aquarius retoma su velocidad de crucero. El capitán establece la frecuencia de radio utilizada por Sea Watch, y oímos las conversaciones entre su barco y el bote inflable al que le reparte chalecos. “Necesitamos más chalecos salvavidas para niños”, dicen. Captain Alex toma su radio interna: “Mensaje para MSF, hay niños a bordo”.
Unos tramos de escaleras más abajo, Angelina, una comadrona italiana, y Mary Jo, una enfermera de California, terminan de arreglar la reserva de ropa de niños, leche para bebés, pañales...
En la cubierta Ebenezer Tandot, de 45 años, y Francis Mensah, de 41 años, se visten con su traje anti-frío. Estos dos marineros de Ghana van a pilotar los botes que irán a encontrar a los migrantes. Han trabajado mucho juntos para un servicio de rescate en los alrededores de plataformas petroleras en el Mar del Norte, donde la hipotermia puede acabar con los mejores nadadores en ocho minutos.
Poco después de las 10:00, una minúscula línea blanca aparece sobre la inmensidad azul: el barco de los migrantes. Rápidamente, el primer bote del Aquarius sale a su encuentro. Pero ya el barco de SeaWatch tiene a un niño camerunés de dos años que sufre de deshidratación y neumonía. Observo los preparativos para bajar al agua el segundo bote, veo a Giovanni acomodarse con su cámara, así que voy a tener noticias del niño.
Pero en la enfermería, Angelina ha perdido la sonrisa. Necesita refuerzos, me pide a gritos que vaya a buscar a Mary Jo en la cubierta. Cuando subo, presencio la crisis: el bote volcó, lanzando a sus cuatro pasajeros al agua. Todos están sanos y salvos. Fabrice, uno de los rescatistas, sube de nuevo a bordo lanzando toda clase de improperios.
Después veo reaparecer a Giovanni, también enfadado: la cámara se hundió. Terminará el reportaje con el iPhone 6 que había tenido la previsión de meter en mi bolsillo antes de subir al bote.
No hay tiempo para hacer demasiadas preguntas: el primer bote del Aquarius está de vuelta con unos quince niños menores de cinco años, algunos de tan sólo unos pocos meses, la mayoría llorando.
Sus madres llegan en el siguiente bote. Fabrice y Antoine, otro socorrista empapado, las ayudan a sacarse sus chalecos salvavidas y las llevan a la sala preparada para atenderlas. Están toda descalzas, heladas, exhaustas. Uno de ellas saluda a todos, feliz y relajada. A su lado, otra llora en silencio.
Luego, los botes traen a los hombres, también exhaustos y helados, que deben por su parte instalarse en la cubierta. Los miembros de MSF distribuyen kits de emergencia: una manta, ropa blanca, una toalla y una botella de agua.
En la cubierta, Franck Kameni, un camerunés de 29 años, acaricia a Josué, su hijo de once meses. Rápidamente cuenta los pocos meses de la familia en Libia entre secuestros, palizas y extorsiones. “Aquí está la vida. Ahí ya no éramos más humanos”, susurra.
La conversación es interrumpida por un helicóptero de la Marina italiana, que viene a buscar al pequeño, que ahora se encuentra en estado crítico. Logro junto a algunos miembros de SOS Mediterráneo presenciar la operación desde el techo de la cubierta, casi frente a donde el helicóptero acaba de depositar a tres personas, entre ellas un médico, y una camilla. Es emocionante ver dispuestos tantos medios humanos y materiales para salvar la vida de un niño considerado menos que nada cuando estaba en Libia hace algunas horas.
El helicóptero regresa unos minutos más tarde a buscar al doctor y la camilla en la que el pequeño, intubado y en estado de coma, fue atado y envuelto en una manta de emergencia. Colgando de una cuerda, la camilla se tambalea peligrosamente y el niño se desliza de golpe hacia abajo, pero no cae. Los italianos logran subirlo a bordo para llevarlo al portaaviones Cavour, nave principal de la operación Sophia, antes de regresar a buscar a los otros dos miembros de su equipo y la madre del niño. Por primera vez desde que partimos, estoy mareada.
El Aquarius se encuentra ahora en camino de ir a buscar a cerca de 250 migrantes rescatados por un remolcador. Aplastados por el cansancio extremo, los sobrevivientes se ubican en la cubierta como pueden. Tenemos dos horas de navegación por delante, así que vuelvo a mi camarote a empezar a escribir mi nota del día. Mala idea: inmediatamente las náuseas se vuelven insoportables. Así que decido reubicar mi “oficina” en cubierta, en calma y al aire libre.
Alrededor de las 16:00, llega el remolcador con su cubierta desbordada de migrantes. Mucho más pequeño que el Aquarius, se tambalea sobre las olas de un metro y medio.
Captain Alex maniobra el Aquarius para acercarnos mejor y quedo en pleno sol, sentada con mi computadora sobre las rodillas, paralizada por el mareo y por la imagen de la cubierta llena y sacudida por las olas. No me puedo imaginar la angustia de los rescatistas cuando se encuentran frente a un barco de pesca aún más pequeño que este, repleto de cientos de inmigrantes y que puede volcar en cualquier momento.
Se balancea mucho. El barco tiene problemas para acercarse al remolcador y el traspaso de los migrantes lleva horas. En la cubierta hay un desfile incesante de siluetas exhaustas. Por allá se oye la voz de Mary Jo tratando de poner orden en la sala de mujeres y niños, mientras se esparce el olor de las lasañas preparadas por los equipos por Rabbi, el cocinero. Paso gran parte del tiempo observando las operaciones y escribiendo mi nota en la cubierta.
Captain Alex está muy nervioso. Las maniobras de transferencia lo agotan y aún no se recupera del todo del incidente del volcamiento del bote neumático. Uno de sus mejores amigos murió de esta manera: el accidente tuvo lugar en un mar frío, varios marineros cayeron, su amigo fue el último en ser rescatado, ya muerto por la hipotermia.
Cerca de las 19:30 termina finalmente el traspaso de migrantes de un barco a otro. “Adiós y gracias, espero que tengamos la oportunidad de cruzarnos en otras circunstancias”, dice Captain Alex al capitán del remolcador, encargado de llevar suministros a las plataformas petroleras cuyas luces se ven a lo lejos. “Espero que no”, replica él secamente, mientras su equipo se afana en tirar por la borda todo lo que los migrantes dejaron y limpiar la cubierta con abundante agua.
Los balances de Captain Alex y de Jens, el jefe de la misión de MSF, coinciden: el Aquarius tiene 385 nuevos pasajeros, entre ellos 26 niños menores de cinco y 105 mujeres. Casi toda África está ahí: 123 cameruneses, 61 marfileños, 44 gambianos, 40 guineanos, 23 eritreos, 13 somalíes, 13 senegaleses, 11 sursudaneses, 9 malienses, 8 nigerianos, 7 sudaneses y algunas personas de Ghana, Guinea Bissau, Sierra Leona, Bangladesh...
Todos ellos subieron en la noche a bordo de tres botes inflables. Y no estaban solos: en total, más de 3.000 personas a bordo de 23 embarcaciones improvisadas fueron rescatados en el día. Fue imposible subirlas a todas a los barcos de rescate para llevarlas a Italia porque el tiempo se anuncia idéntico para mañana, y la guardia costera quiere mantener un dispositivo fuerte en el lugar. Captain Alex debe insistir para convencer de que el Aquarius, pensado para recibir a 250 pasajeros, no puede llevar a nadie más.
Y especialmente porque cambiaron las instrucciones del Ministerio del Interior italiano: el Aquarius debe dirigirse a Cagliari, en Cerdeña. Todos los puertos más cercanos ya están saturados. Para los migrantes, esto significa casi dos días de navegación.
La consigna es no decir nada a la gente que se amontona en la cubierta para no desmoralizarlos. Por ahora, sólo están agotados. Después de un censo rápido y la distribución de barras energéticas de emergencia en lugar de cena, cada uno busca un lugar pequeño y se envuelve en su manta. Un hombre, sin embargo, sigue yendo de aquí para allá: su esposa salió al mismo tiempo que él, pero en otro bote. Probablemente fue rescatada por otro barco y está siendo llevada a Sicilia o Calabria... Necesitará tiempo para encontrarla.
Para mí, sin embargo, es imposible conciliar el sueño. Me quedo mucho tiempo mirando el mar desde la ventana abierta de mi camarote. Me parece casi indecente tener derecho a la lasaña de Rabbi y sobre todo tener esta pequeña pieza para mí, incluso con una cama vacía y un mini-camarote de baño privado, mientras 385 hombres, mujeres y niños están amontonados en el suelo y tienen que compartir cuatro baños. Pero en realidad mis privilegios van mucho más allá. Tengo en mi bolsillo un teléfono capaz de comunicarme con mi familia cuando yo quiero. Y bien guardado en la oficina de Captain Alex, un pasaporte europeo que me permite ir y venir a mi antojo prácticamente por cualquier lugar del planeta.
(A continuación: "Bueno, ¡es un niño! ")