La interminable espera en la frontera
IDOMENI (frontera grecomacedonia), 20 de marzo de 2016 - La espera. La falta de información. Las pésimas condiciones. Esto es lo que más me marcó más durante este reportaje.
Durante doce días, fotografié a los refugiados acampados en la frontera entre Grecia y Macedonia con la esperanza de continuar su camino a Europa occidental a través de la llamada "ruta de los Balcanes".
La frontera se abre solo unas horas por día, y una marea humana se amontona detrás de la barrera de alambre de púas. Durante el tiempo que estuve aquí, llegaron a este punto entre diez mil y catorce mil personas. Y para no perder su lugar en la cola en el puesto fronterizo, la gente está día y noche cerca de la barrera, sin interrupción. Lo cual es una locura, especialmente cuando empieza a llover: el barro, el frío, los bebés que lloran.
La gente se instala con sus hijos en tiendas de campaña. El campamento está a rebosar. Desde el punto de vista sanitario, de hecho desde todo punto de vista, es una situación completamente inhumana.
Instinto de supervivencia
Es el instinto de supervivencia en su más pura expresión. Los refugiados se concentran en las cosas absolutamente esenciales y olvidan todo lo demás. Las tiendas están cerca de los baños. El olor es insoportable. Algunos tienen tanto miedo de alejarse, porque no saben cuándo se abrirá la frontera ni por cuánto tiempo ni a cuántos dejarán pasar, que no se mueven nunca de allí. Ni siquiera a buscar comida.
No hacen otra cosa que estar ahí, sentados, a la espera. Y mantener la esperanza de que la frontera se abrirá y que los dejarán cruzarla para continuar su camino a un lugar que tal vez los quiera recibir. No tienen otra cosa en mente. Renunciaron a todo lo demás.
Y como hay tanta gente, carecen de todo. No hay suficientes trabajadores humanitarios. Ni suficientes tiendas de campaña.
Sin información
El otro punto realmente duro es la falta de información. La gente no tiene idea de lo que está sucediendo. No saben cuándo se abrirá la frontera, si es que se abre en algún momento del día. Como no saben nada y los trabajadores humanitarios no se dan abasto para atender las necesidades, se dirigen a nosotros, los periodistas.
La gente se me acerca, me cuenta sus problemas, ansiosa de que yo pueda ayudarla. La mayoría no habla inglés. Y yo no hablo árabe. Pero tratamos de entender de todos modos. Hablo con ellos y trato de ayudarlos lo más que puedo, aunque sea mostrándoles que alguien se preocupa por ellos y los escucha.
Cuando llegamos aquí, nos encontramos con una familia afgana. Habían caminado trece horas. La madre había cargado a su hijo de un año y medio durante todo el trayecto. Estaban quemados por el sol. Se dirigieron a la frontera pero fueron rechazados. Hablamos con ellos justo después de eso, cuando retomaban el camino por la carretera. No sabían qué hacer ni adónde ir. Y no había nada que pudiéramos hacer por ellos. Absolutamente nada. Estaban simple y llanamente perdidos.
Un día, vi una mujer joven en una tienda de campaña escribiendo. Me llamó la atención. No es algo que se vea a menudo en estas circunstancias. La mayoría de la gente que vemos está ocupada tratando de satisfacer sus necesidades vitales básicas, no escribiendo. Comienzo a hablar con ella. Viene de Alepo y habla un inglés perfecto. Le pregunto por qué escribe. “¿Qué otra cosa podría hacer?”, me responde.
Luego me dice: "Por favor, si tienes noticias, dinos la verdad, dinos que crees que sería mejor hacer si estuvieras en nuestro lugar".
¿Qué podía decirle? No puedo hacer mucho por ella, pero al final tomo nota de su número de teléfono y decidimos quedar en contacto. En el momento de nuestro encuentro, hacía sólo cinco días que estaba allí. Otros acampaban en la frontera desde hacía casi tres semanas.
Otro momento que me impactó fue cuando vi a esta niña abrazando un zapato enorme y viejo como si fuera un muñeco de peluche...
Desde el punto de vista profesional, cuando salimos a hacer este tipo de reportajes nos emocionados con la idea de sacar buenas fotos. Y luego, poco a poco, la historia nos llega al corazón. Te encuentras con la gente, los ves todos los días. Empiezas a identificarte con ellos y tratas de darles una mano como puedas. Les pasas pequeñas informaciones útiles: en tal lugar, a tal hora del día, distribuyen pan, en tal otro lugar se distribuyen mantas... Los refugiados aprecian siempre este tipo de gestos. En resumen, nos guste o no, uno se termina involucrando hasta formar completamente parte de la historia que estás cubriendo.
Los refugiados hacen cola para inscribirse en la entrada del campamento de Idomeni, el 5 de marzo de 2016 (AFP / Louisa Gouliamaki)
Y al cabo de un tiempo, uno se tiene que ir. Desapegarse y despejar la mente se vuelve una necesidad.
El día que dejamos la frontera llueve, de nuevo. Las condiciones para tomar fotos son buenas, pero ya nos quedamos demasiado tiempo, tenemos que volver.
Algunos refugiados creen que Angela Merkel, la canciller alemana, los espera con los brazos abiertos y que todos los demás países están tratando de evitar que se junten. Otros, por el contrario, piensan que es Alemania el que paga a Macedonia para que mantenga su frontera cerrada. Mucha gente dice: “Lo mejor sería dar la vuelta, pero no hay ningún sitio adonde ir, nadie sabe qué va a pasar con nosotros. Así que nos quedamos aquí esperando lo que sea”.
Louisa Gouliamaki es una fotógrafa de la AFP que trabaja en la oficina de Atenas. Síguela en Twitter (@lgouliam). Este artículo fue escrito con Yana Dlugy en París (leer la versión original).
Niños y mujeres refugiados bloquean la vía férrea que conecta Macedonia con Grecia para solicitar la apertura de la frontera, el 3 de marzo de 2016 (AFP / Louisa Gouliamaki)
Campamento de Idomeni, 7 de marzo de 2016 (AFP / Louisa Gouliamaki)
Idomeni, 7 de marzo de 2016 (AFP / Louisa Gouliamaki)