La vida en sus ojos
KABUL, 28 de marzo de 2016 - En siete años en la AFP, he tenido oportunidad de ver de cerca la crueldad humana.
He visto como, durante la ejecución de un condenado negro en el estado estadounidense de Virginia, el sistema buscaba claramente más la revancha que la justicia, ilustrando claramente la versión estadounidense de la ley de talión.
En Bagdad, vi cuerpos destrozados por las bombas del “Estado Islámico de Irak”, el antecesor del grupo Estado Islámico. Pero nada, ni siquiera los fémures ensangrentados de los iraquíes sobre el asfalto, me habían preparado para la espantosa escena a la que el fotógrafo de AFP Wakil Kohsar y yo asistimos el sábado 12 de marzo.
En la mañana, supimos que una decena de cuerpos de migrantes afganos que se habían ahogado en el mar Egeo acababan de ser repatriados a Kabul. Su embarcación había naufragado entre Turquía y Grecia. Una familia entera, tres generaciones, se ahogó.
La crisis de los migrantes ocupa un lugar importante en nuestra cobertura de Afganistán. Los afganos, los sirios y los iraquíes son las tres nacionalidades más representadas entre los que buscan un mejor destino. Hasta ahora, habíamos hecho sobre todo el retrato de los afganos que partían, y de los que volvían a Kabul decepcionados por la acogida que les dieron en Europa. Pero nunca habíamos intentado dar un nombre, una historia, a las frías estadísticas de la Organización Internacional para las Migraciones sobre el número de muertos ahogados que vamos dando en nuestros despachos.
Baño fúnebre para una familia
Sin pensarlo dos veces Wakil y yo nos lanzamos hacia el aeropuerto. Demasiado tarde: los ataúdes acababan de salir de allí en dirección a las casas de familiares donde, de acuerdo con el rito musulmán, los cuerpos serían lavados antes de ser inhumados. Wakil es un hombre con múltiples recursos y una agenda telefónica muy poblada. Encontró sin problema la dirección donde iba a tener lugar ese ritual.
Yo había vivido en países musulmanes pero nunca había asistido a un baño fúnebre. Me puse un nada desdeñable desafío: contar en mi despacho la angustia de los allegados de los difuntos. Pero no sabía lo que me esperaba.
Una vez allí, caminamos unos cien metros hasta la casa de la familia Skanderi. En el camino de tierra, vi a unos hombres salir del patio de la casa. Hombres fuertes, que han visto y vivido de todo: la guerra, la traición, la muerte. Lloraban. Mis piernas comenzaron a flaquear.
Diez muertos en el mar Egeo
En la entrada, una media docena de parientes lavaron el cuerpo del patriarca. El Hajji, título conferido a aquellos que han hecho la peregrinación a la Meca, se ahogó con nueve miembros de su familia hace ocho días. Su barco se hundió. Su cuerpo demacrado, desnudo, fue lavado solo con agua hasta quedar impoluto. Un hombre devastado murmuraba una oración.
Vi a Wakil colándose a través de la multitud de hombres (sólo a los hombres se les permite lavar a los fallecidos hombres). Me hizo un gesto con la cabeza indicando que lo siguiera.
Cuatro ataúdes abiertos hechos de madera barata estaban alineados en la parte de atrás del patio. Cada cuerpo estaba envuelto en una deprimente "body bag" negra, abierta hasta la altura de la barbilla. El mayor de ellos debía tener 15 años. Difícil no detenerse en el más joven: su ataúd es minúsculo. Faiz tenía nueve meses.
Uno de sus tíos mordía su bufanda para reprimir sus sollozos. A Mohammed Ashraf, un amigo de la familia, le corrían gruesas lágrimas por su tez apergaminada de anciano. La cabeza del bebé estaba cubierta con una delgada capa de pelo castaño y, curiosamente, sus ojos estaban entreabiertos, como si tratara de ver algo a lo lejos.
El "durmiente del valle"
Más curioso aún es que tuve la impresión de que esbozaba una sonrisa tranquila. Tenía un aire vivaz. Aun así, me vino a la cabeza “Le dormeur du val” “(“El durmiente del valle”), el poema en el que Arthur Rimbaud describe a un soldado muerto que parece haberse quedado dormido.
Me quedé aletargado frente al pequeño cuerpo de Faiz, pensando que este niño no había pedido nada a nadie y mucho menos tentar la suerte tratando de cruzar el mar Egeo, donde cerca de 400 personas han muerto desde comienzos de año. Su padre sobrevivió al naufragio y consiguió llegar a Turquía.
Como miles de afganos, los Skanderi se fueron en busca de un futuro mejor para ellos y sus hijos. Por eso me quedé bastante sorprendido cuando Mohammed Ashraf me aseguró que la familia no tenía "enormes dificultades financieras. Fue el destino que los llevó a partir. Dios lo quiso así". En términos más mundanos, fueron para reunirse con un tío instalado en Austria desde hacía años y empezar de cero, lejos de la guerra.
Fue ese tío el que desembolsó miles de dólares para pagarles a los contrabandistas. Y fue él también quien pagó la repatriación de los cuerpos a Kabul con la ayuda del hijo del general Abdel Rachid Dostum, un antiguo señor de la guerra que ahora es el segundo vicepresidente del país.
A cambio, por esta suerte de acuerdo tácito que se produce entre quienes acaban de presenciar lo peor que la humanidad tiene para ofrecer, Wakil y yo no pronunciamos palabra. Al cabo de diez minutos, Wakil suspiró: "Los afganos son conscientes de esta tragedia, pero eso no evita que sigan marchándose. Están desesperados".
La guerra, los ataques de los talibanes y del grupo Estado Islámico, la corrupción, el desempleo, son los males que llevan a miles de afganos a tomar ese camino, a pesar de los riesgos que implican los coyotes, los caprichos del clima y, por supuesto, el cruce del mar Egeo.
Me persigue la cara de Faiz y los ruegos de todos esos hombres fuertes. En este país donde civiles y soldados mueren cada día en combate y en atentados, yo pensaba que me había acostumbrado a la presencia de la muerte. El cuerpo sin vida de un niño de nueve meses me demostró lo equivocado que estaba. Vivimos con ella, pero jamás nos acostumbramos.
Guillaume Decamme es un periodista de la AFP que trabaja en la oficina de Kabul. Síguelo en Twitter (@GDecamme).