Lo primero que recuerdo de mi relación masoquista con Venezuela son unas manchas de sangre en el suelo de una plaza en Caracas.
Con la imagen de una virgen, unas flores y unas velas, habían improvisado un pequeño altar justo en el lugar donde tres personas habían muerto a tiros el día anterior. Eran los días turbulentos del fallido golpe de Estado contra el presidente Hugo Chávez en 2002.
Desde entonces, nada entre ese país y yo fue normal.