El día más feliz en el país más feliz del mundo
SAN JOSÉ, 1 de julio de 2014 - El domingo me levanté menos optimista que días atrás. Pero toda Costa Rica, mi segunda patria, transpiraba confianza y no iba a ser yo quien pusiera vibra negativa al estado de levitación en que viven los costarricenses desde hace dos semanas. Así que, enfundada en mi camiseta roja, al mediodía tomé la banderita tricolor y salí a hinchar por "la Sele" a una sola voz: "¡Oé-oé-oé-oé, ticos, ticooos!".
La expectativa no era para menos: de la mano del colombiano Jorge Luis Pinto, la selección de Costa Rica pasó de "cenicienta" a "princesa", de la compasión a la admiración: el "pobrecito" al que la mala suerte dejó sembrado en el 'grupo de la muerte', con tres ex campeones mundiales, ahora era llamado el "matagigantes", la "revelación", la "sorpresa" del Mundial.
Nadie daba un peso por la selección tica cuando empezó la Copa, pero pasó a octavos de primero en su grupo, tras vencer a Uruguay (3-1) e Italia (1-0) y dejar eliminado a Inglaterra (0-0). Ahora buscaba ante Grecia un histórico pase a cuartos de final... y eso no había que verlo sola.
Todo el país paralizado en torno a un televisor. La céntrica Plaza de la Democracia, versión criolla del "fanfest" del Mundial, estaba repleta: jóvenes, niños, abuelos; amas de casa, empresarios, comerciantes, oficinistas, maestros, obreros, estudiantes... de todo había ahí, incluso las reinas travestis que más temprano encabezaron la marcha de la diversidad sexual por San José. Vestidos de blanco, azul y rojo, pasmados frente a una enorme pantalla. Pero lo que era yo... no veía un carajo.
Entre el olor a carne asada, sudor, guaro -licor de caña- y marihuana, intento seguir las jugadas encaramada con otros en una banca de cemento, esquivando un enjambre de cabezas y las ramas de los árboles, adonde algunos listos subieron para estar en palco.
A mi lado, un niño con la bandera pintada en su rostro sonaba una corneta en mi oído, un hombre se empinaba una cerveza, una jovencita mordía sus uñas de esmalte tricolor y una septuagenaria susurraba con las manos juntas: "¡Qué caiga el gol, qué caiga el gol!".
En el descanso brotan como hongos los vendedores de copos (hielo saborizado), bebidas gaseosas, papas fritas, banderitas, sombreros y pulseras alusivas a la selección. El encuentro avanza y no ha sido fácil. Pero al minuto 52 las gargantas rugen "¡¡goooooool!!". El capitán Bryan Ruíz pone a un país a brincar y todo tiembla bajo mis pies.
"Sí se puede, sí se puede", "¡oé-oé-oé-oé...", canta la multitud. Una señora que minutos antes había pedido espacio en una esquina de la banca para sentarse a mis pies, quejándose de la espalda, brincaba como activada por un resorte.
La alegría no duró mucho. Al minuto 66 llega la expulsión de Oscar Duarte, el defensor nacido en Nicaragua que ha hecho olvidar las diferencias entre ambos países. Con el equipo diezmado, todo se complicó.
Tras un penal no pitado cuando un griego jugó el balón con la mano y la tercera tarjeta amarilla, nada menos que contra Ruiz, la Plaza escupió fuegos: "¡Árbitro malparido!", "¡Hijueputa, vendido!". "10 contra 12" también ardía en las redes sociales.
Pero "ya casi, ya casi"... minutos que parecían horas. En el 90, ante la estupefacción de 4,5 millones de habitantes, todo volvía a empezar. Un gol del central Sokratis enmudeció a la Plaza. Ojos y bocas se abrían como platos, las caras se alargaban, algunos llevaban sus manos a la cabeza, las miradas se volvían vidriosas.
Tuve el impulso de salir de la Plaza y no sufrir la tortura de los tiempos extra. Pero nadie se iba de allí. "Vamos, vamos, sí se puede", empezaron muchos a gritar, sacando ánimo no sé de dónde.
Keylor Navas, el héroe del partido, había hecho paradas de antología en el tiempo reglamentario y en el alargue. Como si hasta ahí la angustia no hubiera sido suficiente, íbamos a tiros de penal y la Plaza estaba al punto de infarto colectivo. "¡Esto es una agonía!", me dijo una mujer con las manos en el pecho.
Entre la gente se abre paso un joven que viste una bata blanca y carga un aparatito. De aficionado en aficionado, va ofreciendo, a cambio de un aporte voluntario, medir la presión arterial: la "ticocardia", se dio en llamar aquí.
Voluntarios en San José miden la "ticocardia" durante el intervalo del partido Grecia-Costa Rica (Foto: María Isabel Sánchez)
Unos rezaban, otros cruzaban los dedos o agitaban las manos simulando lanzar un maleficio: ¡Ciégalo, Santa Lucía, ciégalo!", "pifia, pifia", repetían, como queriendo desconcentrar al jugador griego.
Cuando sólo quedaba una tanda de tiros, Navas, ahora llamado "San Keylor" desvió el balón lanzado por Gekas y la multitud estalló en júbilo y en llanto: viejecitas saltaban, las chicas regalaban besos, muchachones fornidos se sacaban la camiseta roja para bañarse en cerveza. Todos se abrazaban y se desgañitaban con el -una vez más- "oé-oé-oé-oé...".
"Qué ‘maes’ más arrechos (tipos más buenos)", gritó uno, abrazándome. "Ganamos mi amorrrr, ganamos", me dijo otro con la "r" arrastrada que sólo saben pronunciar los nacidos en este país.
Costa Rica vivía el mayor logro futbolístico de su historia: la clasificación a cuartos de final. Atrás quedaba la hazaña de Italia 90, cuando el desconocido equipo centroamericano llegó hasta octavos de final. Nada hace más feliz al costarricense que los triunfos en fútbol. No lo hicieron ni el Nobel de la Paz en 1987 ni la medalla olímpica de oro en natación en 1996.
"Hoy hicimos historia", "Estamos entre los ocho mejores del mundo". "¡Que venga Holanda!", decían unos y otros.
Ese domingo Costa Rica se tiró a la calle. Las vías colapsaron con caravanas interminables de vehículos que ondeaban banderas y sonaban las bocinas. La fiesta ocupó parques y plazas de las siete provincias del país. Los bares estaban abarrotados, las tiendas de licores se vaciaban.
La Fuente de la Hispanidad, centro tradicional de protestas y celebraciones en el este de San José, se desbordó en una marea humana teñida de rojo. Las bandas de música competían en estruendo. "Yo hoy me monto en la carreta (emborracho) aunque mañana sea lunes", me dijo un hombre que movía su gordura frenéticamente al ritmo de swing, un popular baile costarricense, alegre por excelencia.
Sobre el viaducto que pasa sobre la fuente, un grupo agitaba un letrero ante las cámaras de televisoras internacionales: "Nuestro ejército está en Brasil".
Costa Rica, un pequeño país centroamericano que abolió su ejército hace 65 años y es una de las democracias más antiguas de América Latina, que alberga en su territorio el 5% de la biodiversidad del planeta y es conocido por su bellezas naturales, estaba ahora en el mapa del balompié mundial.
"¿Antes algunos no sabían ni dónde quedaba Costa Rica? ¡Somos chiquiticos, pero matones! Estamos en el ojo... en la cima del mundo", me dijo un joven envuelto en una enorme bandera. "¡Pura vida! ¡Viva Costa Rrrrica!", gritaba con el hilo de voz que le quedaba.
En el Índice Happy Planet, Costa Rica ha figurado un par de veces como el "país más feliz del mundo"; pero muchos ticos, conscientes de lo mucho que hay que hacer por su país, se burlan de esa clasificación.
Ese domingo, sin embargo, los ticos entonaron una y otra vez su himno nacional. Los 51.100 km2 no alcanzaban para albergar tanto orgullo. Volví a casa, avanzada la noche, inyectada de optimismo. No podía ser diferente.
El lunes, llevando a cuestas la resaca, todos –o casi todos- volverían al trajín de cada día. Pero el domingo, al menos ese día, Costa Rica había sido... el país más feliz del mundo.
María Isabel Sánchez es directora de la oficina de la AFP para América Central, con sede en San José.