Cuando el tiro de Ghiggia pegó en el palo
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El uruguayo Juan Alberto Schiaffino anota el primer gol de su equipo, en el mítico juego que le dio la victoria 2-1 a los celestes en la final del Mundial de Brasil el 16 de julio de 1950 (Foto Archivo AFP)
BELO HORIZONTE, Brasil, 1 de julio de 2014 - Supe del Maracanazo cuando tenía 9 años, antes de España-82, en unos fascículos sobre la historia de los mundiales que me compraba mi papá. Pasaron décadas pero ciertas cosas que leí aquella vez y nunca más releí quedaron grabadas a fuego en el disco duro de mi memoria: la multitud enfervorizada de 200.000 brasileños; el gran capitán uruguayo Obdulio Varela yendo a buscar la pelota al fondo del arco después del gol del brasileño Friaça y discutiendo con el árbitro para enfriar el partido; el empate del 'Pepe' Schiaffino; Ghiggia que le dice 'no me la tires larga, dámela corta para poder encararlo a Bigode"; el desborde del wing al pobre defensor y el remate que se le cuela abajo al arquero Barbosa que esperaba el centro; el asombro de Jules Rimet por el silencio y la acústica en las entrañas del estadio cuando iba del palco al campo de juego sin saber el resultado; un último centro de Brasil, el final del partido y el discurso en portugués en un papel del presidente de la FIFA que termina siendo un bollito con la copa en manos de Varela.
Alcides Ghiggia, hoy de 87 años, es reconocido como un héroe nacional. En la foto de abril de 2010, la ciudad de Montevideo le dedica una baldosa (AFP / Pablo Porciúncula)
Para cualquier amante del fútbol, el Maracanazo es la épica perfecta, el momento en el que un simple juego se eleva a otras alturas donde sobrevuelan la condición humana, la tragedia y la gloria, el mito y la leyenda. Hay cientos de relatos y hay un video en blanco y negro donde se ve el gol de Alcides Ghiggia. Está el propio delantero charrúa, único sobreviviente de aquella gesta, todavía vivo para contarlo.
Llegué el sábado al Mineirao para el partido de octavos de final del Mundial entre Brasil y Chile repasando todo eso en mi cabeza. A su manera, el partido tenía todos los ingredientes para convertirse en una réplica en escala menor, apenas menor, del Maracanazo.
Fans de Brasil en el encuentro de octavos ante Chile en Belo Horizonte, el 28 de junio de 2014 (AFP / Vanderlei Almeida)
Tenía el Mundial en Brasil, el primero desde el 50, y la locura de 55.000 brasileños en la caldera de Belo Horizonte ilusionados con la victoria y al mismo tiempo temerosos del desastre, como María, la voluntaria encargada de nuestro sector de prensa que casi no podía hablar de los nervios. Tenía una Seleçao discreta dependiente del genio de Neymar y obligada a ganar en casa contra un muy buen equipo chileno con todas las de perder y nada que perder, acompañado por unas 2.000 almas rojas que intentaban en vano hacerse oír.
El primer impacto emocional fue el canto a capella del himno brasileño, seguido del griterío ensordecedor que despierta ese miedo escénico del que habló alguna vez Jorge Valdano. ¿Cómo van a aguantar estos tipos?, pensé de los chilenos y el árbitro inglés Howard Webb cuando empezó el partido, asombrado de ese infierno amarillo en las tribunas que parecía desbordarse al césped. Era una locura. Cada pelota que tocaba Neymar era una locura. Cada falta cometida por los chilenos era una locura.
“El infierno amarillo en las tribunas parecía desbordarse al césped” (AFP / Fabrice Coffrini)
No aguantó Chile, claro. Antes de los 20 minutos ya perdía 1-0 con un gol de David Luiz. Los rostros se relajaron y los gritos cesaron y dieron paso a cantos de alegría. Era el carnaval brasileño, la fiesta de un pueblo ahora despreocupado. Los fantasmas estaban de vuelta bajo tierra, el pase a cuartos de final encaminado.
El sol cortaba la cancha en diagonal e iluminaba el área de Brasil en una tarde hermosa de cielo azul límpido. Digo esto porque creo que estábamos casi todos pensando en otra cosa cuando llegó el lateral de Marcelo, el robo de un jugador chileno, el pase rápido a Alexis Sánchez dentro del área y el derechazo cruzado y bajo del delantero para el 1-1. La multitud no calló de inmediato, como si tardase un rato en entender lo que acababa de pasar o no quisiese recordar una vieja pesadilla. En una de las tribunas al sol, los chilenos festejaron pero sus gritos me llegaron apenas como un murmullo. Había calma aún. De inmediato Neymar tuvo una ocasión. Y luego otra. Pero el primer tiempo se fue en empate.
El delantero Alexis Sánchez iguala el partido 1-1 (AFP / Martín Bernetti)
En el complemento la sombra se fue alargando sobre el césped como la tela del fantasma del 50. Me quedan dos o tres imágenes fuertes: la postura cada vez más segura del equipo chileno, como un "body language" de desaparición del temor; el gol anulado a Hulk que dejó en el limbo el estallido y agudizó la creciente inquietud; los torcedores sentados la mayor del tiempo, como si poco a poco un peso invisible sobre sus hombros se fuese volviendo insoportablemente opresivo; los ojos incrédulos cuando Julio César tapó de milagro un disparo de Aránguiz dentro del área.
María, la voluntaria, iba y venía por el pasillo con la mirada perdida. Al lado nuestro un hincha de unos 30 años seguía el partido con las manos unidas junto al rostro como si estuviera rezando. Otros intentaban arengar para empujar al anfitrión, pero la inyección anímica se desinflaba enseguida: Neymar había desaparecido, la Seleçao penaba para encontrar la pelota. Gary Medel y Arturo Vidal parecían una combinación del gran Obdulio Varela, Alexis estaba disfrazado de Pepe Schiaffino. Me sentí de repente como en una película, como en un túnel del tiempo. Fue así, me dije, el día del Maracanazo tuvo que haber sido así. Solo faltaba un Ghiggia.
El arquero chileno Claudio Bravo salva a su equipo de un ataque de Hulk (AFP/ Odd Andersen)
Brasil pudo haber ganado en los 90 minutos, pero Claudio Bravo salvó dos veces y el partido se fue a la prórroga. Ya no estaba Vidal y en su lugar había entrado Mauricio Pinilla. Al rato, tampoco estaba Medel, tendido en el piso tras un enésimo despeje y desgarrado al punto de no poder ponerse de pie. La Seleçao avanzaba pero no atacaba; iba pero no llegaba. Los chilenos tampoco tenían resto y dejaban pasar los minutos alargando cada saque de arco, cada lateral, cada tiro libre.
Hago cuentas y digo que deberían ser las tres y media pasadas. El césped estaba ahora completamente en sombras y caía un último rayo de sol arriba en las tribunas. De lejos se escuchaba el murmullo del canto de los visitantes, "¡Oh, vamos Chille, vamos, ponga huevo, que ganamos!". Del lado brasileño ya no se oía nada. Es sabido: la angustia en el corazón es muda. Faltaban un minuto para los 120, menos tal vez. Todos se preparaban para los penales, el martirio ése que coloca a diez hombres frente al arco con más para perder que para ganar con dos listos para ser héroes y arruinar carreras.
El delantero chileno Mauricio Pinilla pierde la oportunidad de anotar el gol de la victoria cuando la pelota pega en el palo a un minuto del final (AFP / Juan Mabromata)
Entonces, como si fuese una alucinación, el mundo retrocedió al 16 de julio de 1950.Vi a dos jugadores saltando a pelear un balón aéreo del lado de Brasil . El chileno, Mauricio "Ghiggia" Pinilla, se llevó la pelota y buscó a Alexis "Schiaffino" Sánchez. Con su último destello de lucidez, el 'Pepe' devolvió el pase al delantero en la puerta del área. Entre él y Julio "Barbosa" César se interponía Thiago "Bigode" Silva en un cierre apresurado. Pero "Ghiggia" lo pecheó, logró hacerse un hueco y lanzó un bombazo inesperado. "Bigode", alejado, no llegó a bloquearlo. "Barbosa", a medio camino, no pudo hacer más que mirar la trayectoria del misil. La pelota se perdió de vista por un momento en el silencio aterrador del Mineirao y reapareció reventando el travesaño y elevándose en el cielo para volver a la puerta del área grande . "Ghiggia" se tomó la cabeza, "Schiaffino" quedó atónito. Los jugadores brasileños, como los torcedores, tardaron uno o dos segundos en darse cuenta del horror y el milagro.
Me paré de mi asiento y miré alrededor atónito: por 10 centímetros no había sido testigo del Mineirazo, otra tarde de tragedia, gloria y leyenda de ese juego simple que se llama fútbol. Esta vez, la pelota de Ghiggia había pegado en el palo. Apenas un rato más tarde, Brasil ganaba en los penales y todo un país lloraba de alivio.
El arquero brasileño Julio César ataja el balón en el juego de octavos contra Chile, el 28 de junio de 2014 en Belo Horizonte (AFP / Gustavo Andrade)
* Mariano Andrade es corresponsal de AFP en Nueva York, actualmente enviado a Belo Horizonte.