Peor que la guerra
Managua - Cuando me propusieron ir a Nicaragua, no lo dudé ni un segundo. Ansiaba cubrir la crítica situación que vive desde abril y no leerla -o más bien sufrirla- desde la 'lejana cercanía' que es Venezuela.
En 25 años de trabajar en AFP he estado en situaciones extremas, de riesgo o complicadas en varios países de América Latina. Hace un año, con el equipo de Caracas, cubrí cuatro largos y desgastantes meses de protestas en Venezuela. Pero, esta vez, era diferente. Nicaragua es el país donde nací.
Apostados en las carreteras, en las rotondas, en los semáforos o recorriendo las calles sobre el cajón de modernas camionetas de doble cabina, hombres vestidos de civil, encapuchados y fuertemente armados, impactaron mi regreso a la capital nicaragüense.
Apenas me instalé en el hotel, viajé con mis colegas de foto y video a Masaya, la ciudad históricamente más rebelde del país. En un pequeño y humilde cementerio sepultaban a tres manifestantes que un día antes habían sido baleados por las fuerzas del gobierno de Daniel Ortega, mientras custodiaban barricadas.
Una bandera nicaragüense, azul y blanca, cubría uno de los féretros de madera que yacía en el fondo de un hoyo de dos metros. Dos hombres dejaban caer sobre él paladas de tierra. Miré alrededor y topé con rostros contraídos por el llanto, la impotencia y la rabia.
Cada día en Nicaragua era un desafío profesional y personal. La violencia fue creciendo hasta rebasar todos los límites en unas manifestaciones antigubernamentales: muertes y tiroteos a diario, casas incendiadas -una de ellas con una familia adentro-, niños y jovencitos alcanzados por las balas, desapariciones, persecución, asedio.
Las bombas lacrimógenas, usadas en Venezuela casi a diario durante las protestas, en Nicaragua fueron cosa de apenas un par de días. Luego todo fue a punta de bala.
Como si se tratara de una guerra, el gobierno lanzó una intensa operación con fuerzas combinadas de policías, antimotines y paramilitares para "liberar" y "recuperar" territorios, desmontando hasta la última de las cientos de barricadas de adoquines que habían levantado pobladores en señal de resistencia y muro de protección a la vez.
Todos con pasamontañas, los paramilitares iban a esos operativos un día vestidos con camiseta blanca, otras veces de verde, de gris o de azul, para no confundirse a la hora de enfrentar a los manifestantes que resguardaban las barricadas, muchos de los cuales se encapuchaban para no ser identificados por la policía y sobre todo por los vecinos seguidores de Ortega. Para el gobierno, se trata de terroristas.
Por seguridad, procurábamos ir a las zonas conflictivas cuando ya el enfrentamiento hubiera pasado, siempre en caravana con colegas de otros medios. Aunque a veces, como nos ocurrió un día en Masaya en el aguerrido barrio de Monimbó, quedamos atrapados en un cruce de disparos y morteros artesanales. Había un francotirador en una azotea, según los pobladores.
Allí, en esa aldea de indígenas artesanos, entrevisté a un profesor de física matemática, que era apenas un niño en la insurrección popular que derrocó en 1979 al dictador Anastasio Somoza. Ya de joven, a mediados de los años 1980, peleó para defender la revolución en las montañas de Nicaragua, donde perdió una pierna.
Nada podía consolarlo de la muerte de su hijo, en abril, en una trinchera. Hablamos largamente durante una tarde. Desde entonces, quedamos en contacto y me avisaba cuando los antimotines y paramilitares acechaban a Monimbó.
Con el chaleco y el casco antibalas dificultando la marcha, caminábamos kilómetros entre barricadas de adoquines de hasta dos metros, para adentrarnos en los pueblos en busca de testimonios sobre lo que había pasado.
A Sutiaba, un poblado indígena de la ciudad de León, 90 km al noroeste de Managua, llegamos una mañana muy temprano. Dejamos los vehículos en las afueras del pueblo y salimos a pie rumbo al centro, guiados por colegas locales que nos ayudarían a esquivar los accesos controlados por la policía y los paramilitares. Antes de partir, uno de nuestros guías cerró los ojos, bajó la cabeza y rezó.
Los pocos pobladores que hallábamos en las calles de ese pueblo que parecía desierto nos señalaban las casas donde, el día anterior, había pasado algo en medio de la violenta entrada de las fuerzas del gobierno. Tocamos a la puerta de una de ellas y una mujer abrió, dejándonos entrar. De frente, a metro y medio, había un cuerpo cubierto por una sábana blanca tendido sobre una cama. En un costado, una pequeña mancha de sangre apenas se notaba.
Siempre lo más difícil es el momento de la decisión. Arriesgarse o no a ir al lugar de conflicto. A Diriamba, 40 km al suroeste de Managua, llegamos de mañanita con otros periodistas de medios internacionales en tres vehículos -uno tras otro-, un día después de que entraron las fuerzas del gobierno. Según grupos de derechos humanos hubo más de una decena de muertes.
Girando en una esquina, caímos frente a la Basílica de Diriamba, en cuyas afueras estaba medio centenar de paramilitares. Adentro del templo, una decena de personas se refugiaban con el sacerdote, tras quedar atrapados en medio del tiroteo del día anterior. Dos banderas del gobernante Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) ondeaban desde lo alto de la torre del reloj, emblema del pueblo.
Sin poder dar marcha atrás, seguimos de frente aparentando calma, viendo por el retrovisor que nadie nos siguiera. Unas calles más abajo, nos detuvimos, hablamos y tomamos la decisión de regresar. Nos acercamos primero las dos mujeres del grupo, pensando que sería más fácil.
Cuando convencimos a los encapuchados de que solo queríamos conocer su versión de lo ocurrido, llamamos al resto de colegas. En sus entrevistas, los paramilitares decían no tener armas y ser pobladores que se organizaron contra los manifestantes para "liberar" al pueblo. Varios vecinos que los apoyaban se fueron acercando. A mitad de la mañana, ya había un centenar cuando llegó una comitiva de obispos a rescatar a los refugiados en la iglesia.
Gritándoles un rosario de insultos, los seguidores del gobierno rodearon a los religiosos y entraron al templo a la fuerza cuando las puertas se abrieron para dejar entrar a los obispos y a los periodistas. Adentro sobrevino el caos. De pronto, vimos entrar a los encapuchados, algunos de ellos armados, que fueron en busca de los que estaban refugiados, entre empujones y golpes.
Frente al altar, dos de los paramilitares me vieron tomando fotos con el celular y se fueron tras de mí. Discutimos y uno de ellos me quitó el aparato. Lo seguí y se lo arrebaté. Eso lo enfureció y me empujó con fuerza. Controlando los nervios, lo convencí de dejarme a mí misma borrar las fotografías. Hasta que lo hice me permitieron salir de la iglesia.
En la confusión, los colegas logramos reencontrarnos y contarnos lo que cada uno había pasado: a nuestro compañero fotógrafo Marvin Recinos, uno de los encapuchados lo golpeó en el brazo y le robó la cámara; a uno de los periodistas de un canal local le rompieron la nariz y también le quitaron su equipo; y encañonaron a un camarógrafo de una cadena internacional de noticias. Salimos de Diriamba rápidamente, asustados y conscientes de que pudo haber sido peor.
Varias veces caí en el desánimo frente a la sensación de que poco importa en el exterior lo que está pasando en este empobrecido país de Centroamérica que, con una historia marcada por invasiones militares, guerras civiles y desastres naturales, parece haber forjado su carácter a fuerza de sufrimiento.
Viniendo de Venezuela, un país que con frecuencia ocupa las primeras planas por alguno de los tantos avatares de su eterna crisis, me golpeó sentir que la situación de Nicaragua llama menos la atención mundial, pese a ser más sangrienta.
Para los periodistas es también mucho más peligrosa. Nunca salíamos de noche. En Managua y otras ciudades del país ha habido durante estos meses un toque de queda autoimpuesto. Caen las seis de la tarde y las calles de ciudades y pueblos van quedando desoladas. Muchos negocios cerraron y la vida nocturna murió.
Como en Venezuela, las fuentes oficiales son cerradas. Una solicitud de entrevista con el presidente Ortega fue amablemente declinada por su esposa Rosario Murillo. La prensa internacional es igualmente acusada por el gobierno de una campaña de desprestigio y de hacerle el juego a los “golpistas”, los que nos deja en riesgo cuando cubrimos manifestaciones oficialistas. Pero los enviados especiales no han tendido hasta ahora problemas para entrar al país.
Durante el mes que estuve en Nicaragua, muchas veces oí a la gente decir "esto es peor que la guerra". Lo decían por sentirse impotentes y no por el terror, con una admirable valentía que pude ver en carne viva en los barrios de Monimbó.
Terminé mi misión en Nicaragua un día después del ataque a los estudiantes de la UNAN y a la iglesia en la que, entre ráfagas de fusil, pasaron refugiados toda la noche y la madrugada. Ese domingo, cuando yo viajaba, empezó la operación del gobierno para "recuperar" al indómito Monimbó.
"No están atacando, tenemos heridos y no los podemos sacar. Nos tienen rodeados", me avisó el profesor por WhatsApp. Fue el último mensaje que recibí de él. Vi en las redes sociales una imagen en la que aparece junto a un pequeño altar con la foto de su hijo entre flores blancas y amarillas: “¡Urgente, urgente! el profesor fue secuestrado", decía en el encabezado. Desde entonces, no he sabido nada más de él.