Un mes de fútbol
SANTIAGO, 05 de julio de 2015 – “Todos los uruguayos nacemos gritando gol”, decía el escritor Eduardo Galeano al comenzar uno de sus homenajes a su deporte favorito “El fútbol a sol y sombra”. Tomando esa premisa como cierta, cubrir la Copa América: un mes solo de fútbol, sin juicios políticos, marchas estudiantiles ni desastres naturales, podría parecer más diversión que trabajo.
Sin embargo, aunque llevar el fútbol en las venas puede ayudar en una cobertura, no reduce los desafíos que exige un torneo como éste.
Cubrir una Copa dista de disfrutar un mes en el planeta fútbol: la mayoría del tiempo los periodistas estamos a contramano, siempre atrapados entre grabadores, audífonos, cargadores y otros accesorios, subiendo y bajando escaleras, abriéndonos paso entre enjambres de colegas, preguntando, analizando y escribiendo contrarreloj, y buscando ese enfoque que va a diferenciar nuestra cobertura.
Con la misión de seguir a Uruguay, mi Copa América comenzaba en Antofagasta: el árido norte de Chile -que ofreció el clima más agradable del torneo- donde nos esperaba el llamado “grupo de la muerte”.
Bajé del avión y Chilito se hizo sentir en toda su dimensión, un temblor de 6.0 movió el piso en Antofagasta, mi primer sismo considerable en cuatro meses en Chile y ni siquiera lo noté. Primera frustración en mi camino.
Entre las cristalinas aguas del Pacífico y los tonos ocres del cobre de los cerros, se imponía el estadio de la ciudad, listo para el pitazo inicial. Pero al llegar era claro que la verdadera fiesta de la Copa estaba lejos del lugar.
Con miles de colombianos, bolivianos y peruanos en una ciudad que late al ritmo de las grandes mineras de sus alrededores, ni Uruguay, el último campeón de la Copa, Jamaica o Paraguay tenían peso suficiente para despertar el ánimo de la ciudad.
Cuidados carteles en la avenida principal y algunas ventas callejeras de gorros y vuvuzelas para alentar a la distancia a un Chile que soñaba con su primer título internacional eran las tímidas señales de que estábamos en medio de una Copa América. Eso y las decenas de periodistas que deambulábamos en busca de ambiente y color que sacaran del gramado uniforme a nuestras notas futboleras.
“Se equivocaron, tenían que venir otros equipos. Si trajeran a Colombia con James (Rodríguez) hasta yo pagaría una entrada para verlos. Pero ¿Jamaica?, deben ser buenos pero no los conoce nadie”, lamentaba Isabel, una colombiana que, como miles de neogranadinos, llegó a la ‘Dubai del Sur’ a buscar una vida mejor. A falta de opción, ella y sus compatriotas se aprontaban por seguir por la televisión a los cafeteros.
Los locales no estaban más conformes: que “su Copa” se jugara bien al sur, con la Roja instalada en Santiago, no los dejaba entusiasmados.
La apatía en las calles contrastaba con lo que podría esperarse en este tipo de eventos y más en una edición con tantas estrellas internacionales presentes.
Ya en la cancha, el llamado “grupo de la muerte” dejaba que desear, y con el arranque tibio, los periodistas echamos mano de los elementos fuera del gramado: el desconocimiento geográfico del astro del Paris Saint-Germain, Edinson Cavani, al confundir Jamaica con un país africano; las picardías del técnico de Paraguay, el argentino Ramón Díaz; o la revelación discursiva del seleccionador de Jamaica, el alemán Winfried Schäfer, quien versaba sobre vencer a Argentina, criticaba al español Josep Guardiola e invitaba a Cavani a recorrer Jamaica en helicóptero.
La biblia y el calefón, así como reza el tango, es el deporte rey: mezcla de talento y pifias en dosis similares dentro y fuera de la cancha.
Uno de los obstáculos a sortear en el estadio es la concepción generalizada de que las mujeres que cubren fútbol son esculturales y figuras de televisión. Luego el desafío personal: a pesar de tener a tu camiseta en cancha, en estas ocasiones no ves los partidos con ojos de hincha y sí de analista que, en cuestión de segundos y en tiempo real, debe hacer gala de su poder de síntesis para transmitir la esencia de 90 minutos en 300 palabras.
El tiempo es crucial porque compites contra decenas de personas que luchan por enviar el cable primero. Así, cuando suena el pitazo del entretiempo, ya buena parte de la nota debe estar avanzada y tienes la vista puesta en la zona mixta. Apenas termina el complemento hay que enviar el cable y correr en busca de aquellos clásicos análisis de ganadores y perdedores, que también deben ser transmitidos en tiempo real.
Mi Copa siguió en La Serena, más cerca de Santiago. Luego de terminar la fase de grupos, ya con menos partidos para cubrir, era necesario invertir el tiempo en buscar distintos ángulos para unos cuartos de final de infarto que prometían las potencias del fútbol regional: Brasil, Argentina, Uruguay y Colombia, entre otros.
Uno de los ángulos dominantes fue la contaminación aérea de Santiago, que sumió a la capital en una preemergencia ambiental. Allí, en el corazón de Chile, me tocaba cubrir el duelo de los locales frente a Uruguay. El canto de batalla de los chilenos se hacía sentir fuerte en el estadio Nacional, que fue el primer centro de detención de la dictadura de los ’70 y ’80 y donde miles de personas estuvieron detenidas. Mi primera vez en un escenario que marcó la historia política de este país. No podía dejar de pensar en aquellos tiempos cuando los gritos que emanaban de esas paredes no eran de alegría.
La euforia de un hincha me devolvió a 2015, a un partido peleado, en el que Cavani se roba los flashes en medio de controversias dentro y fuera de la cancha. Al cabo de los 90 reglamentarios, los charrúas se despiden de la Copa.
Ver perder a tu camiseta no es fácil, pero el reto verdadero estaba en narrar uno de los juegos más controversiales de todo el torneo: la polémica Cavani-Jara marcó el partido y hasta cierto punto polarizó el ambiente, mucho más para una uruguaya residenciada en Chile.
Si antes, en el interior del país, extrañaba la falta de ambiente futbolístico, ahora en Santiago esperaba que mi acento rioplatense pasara desapercibido para evitar baños de nacionalismo.
De norte a sur, la penúltima escala de mi Copa fue Concepción con el partido que nadie quiere jugar y pocos cubrir: el del tercer puesto, que esta vez disputaron Perú y Paraguay. En una gélida noche –el frío estuvo en los huesos durante toda la cobertura–, un agónico gol del incaico Paolo Guerrero justificó las cinco notas previas que escribí sobre el delantero y sus posibilidades como artillero del torneo.
De vuelta a Santiago, a pocos minutos de la final, la adrenalina pesaba más que el cansancio: cualquiera que fuese el resultado del partido, haría historia: me preparé para escribir sobre un Messi que será campeón por primera vez en mayores con la albiceleste o cubriré los festejos del primer título internacional de Chile. Ambas son buenas historias que aterrizarán en centenas de medios en cuestión de minutos.
Extendida a penales, la Copa parecía no querer terminar. Cuando Chile marcó su último disparo, era momento de recoger las últimas declaraciones y describir el festejo nacional: con la marea roja adueñándose de Santiago, el torneo llegaba al fin en un país que vive el fútbol con intensidad, pero a su manera. Que es distinta a todas, o por lo menos a la uruguaya.
Giovanna Fleitas es corresponsal de AFP en Chile