Otro hombre más en un mundo de hombres

Una mujer y un bebé en Deh Saqui, un pueblo en la llanura de Shomali, al norte de Kabul, devastado por los talibanes a finales de 1990 (AFP/Shah Marai)

KABUL, 28 de agosto de 2014 – Una noche a altas horas en la oficina en Kabul, hojeaba mi destartalada libreta de notas y me lamentaba por uno de los mayores obstáculos a los que me enfrento aquí como corresponsal de guerra: el hecho de ser un hombre. 

Mis colegas afganos ya se habían ido a casa y yo estaba solo en AFP, desplomado en una silla giratoria frente a la ventana que deja ver un jardín de rosas rojas y rosadas. Llevaba más de la mitad de los diez días que duraba la misión en Afganistán y mi libreta estaba repleta de anécdotas, entrevistas y citas recogidas en el terreno. Releyendo todo caí en cuenta de una incómoda constante en todas mis notas: la evidente ausencia de mujeres.

Mujeres viajan en la parte de atrás de un taxi en Kandahar el 16 de septiembre de 2013 (AFP/Siddiqullah Alizai)

Por razones ajenas a mi voluntad, todas las personas a las que había entrevistado desde el comienzo de mi periplo eran hombres.

En esta selva de testosterona que es Afganistán, los hombres tienden a ser posesivos con sus mujeres. Salvo en los círculos de las élites de Kabul, una estricta segregación por sexos se impone en todo momento y lugar. La caída de los talibanes no cambió nada. No es de extrañar que un periodista hombre prácticamente no tenga acceso a interlocutoras femeninas. 

Fuera de la capital, no me había relacionado más que con hombres. Las mujeres, sobre todo en el campo, son invisibles. Como lo eran ya bajo el régimen talibán. Como debían serlo ya en la Edad Media. 

Estaba realizando la misión junto a un equipo formado totalmente por hombres: un fotógrafo, un camarógrafo y otro reportero de la oficina de Kabul. Nuestro objetivo era conseguir reacciones en el terreno tras un importante acuerdo sellado entre Estados Unidos y sus rivales talibanes: después de cinco años de cautiverio, el sargento del ejército estadounidense Bowe Bergdahl acababa de ser intercambiado por cinco altos dirigentes talibanes detenidos en Guantánamo. 

Una simpatizante del candidato presidencial afgano Abdula Abdula durante un mitin de la campaña en Chagcharan, en junio de 2014 (AFP/Wakil Kohsar)

En los pueblos de la llanura de Shomali, al norte de Kabul, este intercambio de prisioneros fue muy mal visto. El motivo: en la década de 1990, uno de los cinco talibanes liberados había arrasado la región, perpetrando masacres y ejecuciones sumarias, incendiando casas y viñas. 

Recorrí una de esas aldeas en compañía de uno de sus habitantes, un viejo barbudo rosario en mano. Me mostró las casas quemadas y otras huellas todavía presentes de las masacres. Su ira seguía intacta. Mi bolígrafo registró sus lamentos a medida que salían de su boca. 

Pero cada una de sus palabras estaba impregnada de masculinidad. Los hombres fueron ejecutados. Los hombres fueron torturados. Los hombres se vieron obligados a abandonar precipitadamente la aldea. 

¿Y las mujeres? ¿Qué sufrieron? ¿Es que ellas lograron huir con sus hijos de las bombas y las matanzas? 

Mujeres afganas en un mitin del candidato presidencial Abdula Abdula en Jalalabad el 18 de febrero de 2014 (AFP/Shah Marai)

Claro, me refiero al mismo tiempo a hombres y mujeres, había corregido el anciano. 

Pero no era lo que sus palabras dejaban ver... 

Me imagino a estas mujeres invisibles a las que yo nunca he podido llegar, confinadas en sus casas de barro, escondidas detrás de las cortinas, llevando vidas completamente dedicadas a los hombres. Para dar a mis reportajes de guerra una perspectiva femenina, yo tendría que entrar en sus casas y entrevistarlas. Pero en el campo afgano, rara vez se invita a los extranjeros a entrar a una casa, y mucho menos para hablar con las mujeres. La barrera cultural es abismal, infranqueable. 

Estudiantes afganos se manifiestan contra una ley contra la violencia hacia las mujeres, que consideran contraria a los dictámenes del Islam, en mayo de 2013 en Kabul (AFP/Shah Marai)

Paradójicamente, es mucho menos probable que una mujer periodista choque en Afganistán con las mismas dificultades respecto a interlocutores masculinos. No digo que su trabajo sea fácil, todo lo contrario: las reporteras se enfrentan a todo tipo de dificultades en los países en guerra. Pero no puedo evitar que me resulte extraño que un reportero de sexo masculino esté también en desventaja en su trabajo en un ambiente dominado tan abrumadoramente por hombres. 

No tener acceso a las mujeres es una gran pérdida para el periodista. Como en la vida en general, el reportaje de guerra está definitivamente incompleto sin la visión femenina. 

El año pasado, durante una misión en Siria, intenté hacer un tema sobre las olas de violaciones en zona de guerra, un tema hipersensible sobre el que muchas personas no están dispuestas a hablar ni siquiera en voz baja. La deshonra que conlleva la violación es tan fuerte que las posibilidades de encontrar y entrevistar a las víctimas son casi nulas para un periodista, sea hombre o mujer. 

Una colega canadiense que había logrado hacerlo me advirtió por correo electrónico: "Si buscas para entrevistar a las mujeres víctimas de violación, importa poco la sensibilidad con que abordes el tema. Como hombre, te será extremadamente difícil hacerlas hablar". 

Mujeres en una calle de Kabul en enero de 2014 (AFP/Johannes Eisele)

Tenía razón. Frustrado tras encontrarme en un callejón sin salida, finalmente tuve que abandonar mi proyecto. 

Incluso el simple intento de entrevistar a mujeres transeúntes al azar en la calle sobre temas mucho menos delicados suponía un gran problema. Cuando empujaba a mi intérprete sirio para que las abordara, me respondía de forma casi graciosa: "¡Vamos a ganarnos una paliza de sus hermanos y sus esposos!".

En mi país natal, India, la segregación entre hombres y mujeres no es tan marcada. Pero las relaciones de poder entre los sexos todavía están profundamente modeladas por la tradición machista. Cuando uno hace una pregunta a una mujer en presencia de un hombre, suele ser él quien responde. En la historia que escriben los hombres, las mujeres están de decoración. ¿Por qué deberían hablar si un hombre puede hacerlo por ellas? 

Integrantes del equipo nacional femenino de ciclismo entrenando en las afueras de Kabul, en junio de 2014 (AFP/Shah Marai)

En una época en que ser un hombre feminista ya no es un oxímoron, que un periodista sea capaz de tratar un tema concerniente a las mujeres de manera seria y profunda no debería sorprender a nadie. Eso es lo que me esforcé en hacer a continuación, cuando tuve que escribir sobre mujeres ciclistas afganas para una revista. Logré conocer en profundidad sus aspiraciones y problemas. Pero pude hacerlo porque fui acompañado por una mujer, la ciclista profesional estadounidense Shannon Galpin, que entrena al equipo. 

Su presencia configuró un caso de estudio en materia de tácticas periodísticas para romper la barrera de género. El hecho de que ella estuviera ahí hizo que las jóvenes deportistas se animaran a hablar conmigo, se sintieran cómodas, fueran ellas mismas y, en fin, abrieran las compuertas de sus emociones. 

Sólo espero que un día en Afganistán y en cualquier lugar, las barreras de género desaparezcan por sí solas sin que una acompañante femenina esté obligada a intervenir. 

Afganas esperan el momento de romper el ayuno durante el Ramadán el 30 de junio en la mezquita Bleue de Mazar-i-Sharif (AFP/Frashad Usyan)

Anuj Chopra es reportero de la AFP en la oficina de Hong Kong.

Anuj Chopra