Buscando el yagé en Colombia
El maestro de ceremonia, el indígena amazónico Juan Martín Jamioy, en La Calera en agosto de 2014 (AFP/Eitan Abramovich)
La Calera, agosto de 2014 - Cuando me encargaron escribir un reportaje sobre el yagé, un brebaje con propiedades alucinógenas utilizado desde hace miles de años por los indígenas en la Amazonia y en Los Andes, pensé que iba a ser fácil encontrar esta mezcla en algún lugar de Bogotá.
Sin embargo, no por nada la travesía del escritor estadounidense William Burroughs en Colombia en busca del yagé en la década de 1950, descrita en las cartas enviadas a su amigo Allen Ginsberg, dio para editar un libro con sus aventuras.
El yagé es un mejunje preparado a partir de dos plantas: la ayahuasca y la chacruna, por lo que decido comenzar la búsqueda en un mercado de hierbas en el centro de Bogotá.
Los asistentes en sus tiendas de campaña en La Calera (Foto AFP/Eitan Abramovich)
Esa plaza sólo abre por la noche porque las hierbas son delicadas y necesitan bajas temperaturas. Apenas entramos con mi compañero de video Juanes Restrepo, nos invade un olor delicioso.
Tenemos suerte: en el mercado están celebrando una fiesta llanera. Los Llanos son una región del norte de Sudamérica compartida en Colombia y Venezuela en la cuenca del Orinoco. Las canciones de esa zona dicen cosas como "cuando estoy pensando en ti, le pregunto a los luceros y me contesta la nostalgia".
Como buena fiesta llanera, una cultura esencialmente ganadera, hay asado y mucha hospitalidad. Alguien me ofrece un pedazo de carne que acepto sin preguntar qué es. Desde que estoy en Colombia, hace casi un año, tengo esa regla: primero pruebo y luego pregunto. Si no, nunca hubiera probado el afrodisíaco borojó, el jugo de naranja con huevo de codorniz crudo, ni la infusión hecha con "flor del cauto".
El viscoso líquido alucinógeno, con ayahuasca y chacruna (AFP/Eitan Abramovich)
Me provoca un poco de aprensión saber qué parte de qué animal estoy comiendo, así que me trago el pedazo de carne casi sin mascarlo mucho. Cuando pregunto qué era me contestan que chigüiro, una mezcla de rata y cerdo, que encima es una especie amenazada.
Ahora no sé si siento asco o cargo de conciencia, aunque quizás debería sentir culpa por no haber saboreado un animal que tiene serios problemas para sobrevivir en su hábitat natural.
Tras este aperitivo, sigo buscando el yagé, pero algunos comerciantes me explican que el local donde lo vendían cerró. Hace un par de meses un inglés murió intoxicado en la selva del Putumayo, en el sur de Colombia, tras consumir yagé.
Desde entonces, los controles se han endurecido. Aunque legalmente el yagé no está prohibido, el DMT, el principio activo que provoca las visiones oníricas, es considerado un psicotrópico por la ONU. Sin embargo, esta prohibición colide con los derechos de los indígenas a celebrar sus ritos. En realidad, el yagé está en un limbo legal.
Mientras busco otro local que venda yagé, compro una hierba medicinal para el resfrío que me aqueja y al final, después de dar muchas vueltas, decidimos irnos, sin el yagé. Sin embargo, tenemos una pista: en un mercado indígena que abre por la mañana podemos encontrarlo.
El grupo alrededor del "taita" durante la ceremonia, en las afueras de Bogotá (Foto AFP/Eitan Abramovich)
La galería comercial que nos recomendaron está regenteada por indígenas del Putumayo. Le preguntamos a un hombre vestido con un poncho negro si tiene yagé.
El vendedor saca sin ánimo un frasco con un líquido oscuro pero, cuando le explicamos que somos periodistas de la AFP y que estamos haciendo un reportaje, la botella vuelve al gabinete desde donde salió, y el hombre guarda silencio y mira hacia el suelo. El yagé vuelve a esconderse.
En nuestro periplo tras el yagé entrevistamos a un sociólogo y a un antropólogo. Ambos nos hablan de la búsqueda de sentido y de la crisis de la espiritualidad en Occidente. Al parecer, las propiedades psicoactivas del yagé permitirían llegar a lo que en psicoanálisis se conoce como “el inconsciente”.
“El chamanismo es el arte de trascender a la región de los espíritus. Se altera el estado de consciencia, pero es una visión coherente”, nos explica el doctor Germán Zuluaga, un psiquiatra que desde hace 27 años se dedica a la medicina tradicional.
En mis ratos libres me dedico a leer sobre el yagé, descubro que en quechua ayahuasca significa la "liana de los muertos", también se refieren a esta mezcla como "el bejuco del alma". Sin embargo, el nombre más sugerente que encontré fue "el abuelito". ¡Quién podría negarse a que un sabio y tierno abuelito, o abuelita, te ayude a trepar hacia donde está tu alma!
El chamán Jamoy prepara el mejunje psicoactivo (AFP/Eitan Abramovich)
Para los indígenas, el yagé es una cura, pero también es una medicina que les permite el diagnóstico de enfermedades. La ayahuasca es el medio de contraste que le permite al cuerpo decir lo que le pasa, igual que un examen de rayos X, pero sin radiación.
"Sirve para curar muchas enfermedades. Liberarse de los egos, de la ira, te vuelve más paciente, más humilde”, nos explica Juan Martín Jamioy, un indígena amazónico de hablar pausado y voz suave. Todo el mundo le dice "taita", que quiere decir sabio o doctor.
En eso, mi compañero Juanes coordina con el "taita" para asistir a una ceremonia que se realizará en La Calera, muy cerca de Bogotá.
La ceremonia es como una excursión abierta a cualquiera y los participantes en general están contentos de poder darnos su testimonio para el reportaje.
Miguel García, un mexicano que vuelve una y otra vez a Colombia a hacer el ritual del yagé, bebe la poción (Foto AFP/Eitan Abramovich)
"Lo que yo estoy haciendo es compartir la medicina del abuelito sanador espiritual y ancestral", nos cuenta el "taita" Jamioy.
El ritual se celebrará un sábado por la noche. Después de pasar el día con el "taita" aprendiendo sobre esta medicina indígena, nos aprestamos a tomar un bus interurbano.
Aunque acuden personas de todas las edades, incluyendo niños, el trayecto en bus es como una excursión escolar. Hay bolsas de dormir, tiendas de campaña y grupos de universitarios que ríen y se miran entre ellos con ojos expectantes.
Me voy sentada al lado de Miguel García, un mexicano de 42 años que ha viajado cinco veces a Colombia para someterse al ritual.
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"Me vengo a llenar de energía", me cuenta.
El bus nos deja al costado de un camino. Tenemos que subir a pie una escalera de piedra y después caminar entre el barro para llegar a una finca alquilada donde se celebrará el ritual. Hay luna llena y un fuego encendido alrededor de las tiendas.
El efecto del yagé consiste en una purga intensa que incluye vómitos y a veces diarrea. Los efectos psíquicos duran entre dos y seis horas, aunque dado que la droga afecta la percepción del tiempo, esto es relativo para la persona que la toma. Me pregunto cuánto rato va a pasar para mí, que voy a estar observando todo esto "desde afuera".
Para el ritual, el taita se viste con un poncho a rayas y se coloca una corona hecha de plumas de colores. Tiene 46 años, pero parece mayor, como un abuelito.
"Lo que yo estoy haciendo es compartir la medicina del abuelito sanador espiritual y ancestral", dice el "taita" Jamioy (AFP/Eitan Abramovich)
La ceremonia comienza con un cántico, al principio el "taita" canta en español "abuelito yagecito, fortalece el cuerpo y el espíritu". A lo largo de la letanía cada vez reconozco menos palabras. Abuelito, conejito, abuelito tigre, guacamayo y después ya no entiendo nada más.
El taita comienza a cantar en la lengua Kämentsá y más o menos al mismo tiempo, las primeras personas que probaron el mejunje espeso de color oscuro comienzan a sentir los efectos.
Tras consumirlo, el grupo se dispersa, los iniciados buscan un rincón o una hamaca y se acuestan, se cubren y cierran los ojos. Algunos deambulan por la casa, otros no lo están pasando bien. A lo lejos se oyen los eructos, los ruidos de las náuseas y los vómitos.
¿Cómo puedo escribir sobre una realidad que parece alterna? Si la gente está experimentando un estado ampliado de conciencia, ¿puede ser que todo lo que pasa escape a mi percepción? Y lo más importante: ¿No es como si estuviera escribiendo sobre una película basándome en la experiencia de otros espectadores? ¿Debería intentar la observación participante?
No, estoy bien donde estoy. Mejor me aferro al "extrañamiento antropológico", que es una herramienta periodística estupenda.
Una mujer bebe su dosis de yagé (AFP/Eitan Abramovich)
De pronto miro al chamán y recuerdo mi tiempo de estudiante en el cual leía a Claude Lévi Strauss y a otros antropólogos que viajaron lejos de sus países para describir realidades que al principio parecían no tener una estructura. ¡Ay, yagé! ¿Crudo? ¿Cocido? ¿Podrido?
Durante el año que he pasado en Colombia he pensado mucho en la antropología. Básicamente las reglas para ser un etnógrafo se parecen a las normas para ser un corresponsal: hablar el idioma local, evitar juntarse mucho con extranjeros y, sobre todo, no volverse nativo. Ahí es cuando se pierde la perspectiva de lo que interesa contar para un medio internacional.
Me acomodo y pienso que "estoy donde tengo que estar: mirando como un grupo de desconocidos hace un viaje interior (que no puedo ver)".
Momento de introspección tras beber el yagé en el "campamento" (AFP/Eitan Abramovich)
Es entonces cuando vuelvo a tentarme a probar el yagé. No sé por qué me acuerdo de David Foster Wallace, un periodista que cada vez que escribía una crónica parecía bordar una delicada etnografía. No importaba si escribía sobre la industria de la pornografía o la feria de la langosta de Maine. El resultado de sus reportajes era un viaje, como un corte sagital que te permitía "ver".
Uno de sus libros más divertidos es una expedición que hace en crucero por el Caribe para describir el mundo del “todo incluido a bordo”. El libro se llama "Algo supuestamente divertido que nunca más volveré a hacer".
¿Y si el yagé fuera algo supuestamente divertido que nunca más volvería a hacer?
Miro al chamán que me sonríe y me dice "¿Quieres probarlo? Me pregunto qué hacer cuando recuerdo que entre las reglas para tomar yagé está el no haber consumido previamente carne.
"No, gracias, taita", le respondo y pienso: "Sabía que me iba a arrepentir de comer ese trozo de chigüiro asado".
Ariela Navarro es corresponsal de AFP en la oficina de Bogotá.
Una joven acompaña la experiencia en La Calera (AFP/Eitan Abramovich)