Un paréntesis de felicidad
Madrid - Para el andaluz que soy, la nieve siempre fue un fenómeno exótico y bondadoso. Pero en Madrid constaté de nuevo que tras lo hermoso puede esconderse lo terrible... y lo épico. Obedeciendo a un descreimiento genuinamente hispánico, pocos se prepararon para lo que el servicio meteorológico estatal anunció desde inicios de año como "la nevada del siglo" en la capital de España. Pocos, empezando por unas autoridades atónitas y desbordadas por la mayor nevada en siete décadas.
Todo empezó como un cuento de Navidad desacompasado, el jueves 7 de enero, al día siguiente de una fiesta de los Reyes Magos deslucida por la pandemia, que impidió las tradicionales cabalgatas. Mi primer reflejo, al ver los copos inaugurales, fue acercarme al Retiro, el gran parque del centro de Madrid. La visión de la nieve fresca y esponjosa en las hojas de los magnolios era un espectáculo que no podía perderme.
Cuando a la tarde paró de nevar, muchos madrileños acudieron a estos jardines a hacer las fotos de rigor.
La nevada se reanudó a las 11 de la mañana del viernes 8. Empezaba a acumularse en las aceras y los coches, pero la ciudad mantenía su ritmo. A las siete de la tarde ya era difícil circular incluso en las avenidas, y encontrar un taxi era misión imposible.
Tuve el extraño impulso de releer el libro de Esther, ese relato bíblico en el que la joven reina judía y su tío Mardoqueo transforman lo que debía ser un día de luto y exterminio en un día de triunfo y gozo. Relato dual, de inversión feliz de las suertes, como dual, intuía, era todo ese momento, envuelto en esta crisis formidable del coronavirus de la que no sabemos cómo saldremos.
Pasadas las diez de la noche del viernes 8, Madrid era una ciudad embrujada por la nieve. En la icónica Puerta de Alcalá, amigos y parejas se hacen fotografías y bromean con quienes empiezan a caminar con ayuda de bastones de esquí. Familias venezolanas contactan fascinadas por videollamada con sus lejanos parientes, para mostrarles en vivo el insólito espectáculo. Un poco más abajo, la estatua de la diosa Cibeles, de espaldas al ayuntamiento, está coronada de nieve, para delirio simbólico de los aficionados madridistas, que tradicionalmente celebran aquí los triunfos del conocido como 'equipo blanco'. En el centro de Madrid solo se respira alegría.
En la Gran Vía un hombre saca sus esquíes, y en el barrio de Hortaleza, otro vecino sale de paseo con un trineo tirado por sus cinco perros.
La pandemia, en una ciudad martirizada por la muerte durante la primavera, ha quedado por un momento en suspenso, y es la hora de la risa, la sorpresa y hasta el jolgorio.
(AFP/ Jaime Alekos)
La nevada continúa toda la noche, y a la mañana del sábado, el caos es ya una evidencia. Vías principalísimas como la Castellana, Serrano, Velázquez o el Paseo del Prado están cubiertas por una capa de medio metro, el aeropuerto ha cerrado, y centenares de conductores acaban de pasar una noche de pavor atrapados en sus vehículos.
Miles de árboles han cedido al peso de la nieve acumulada en las ramas, algunos desde la raíz, y ahora lucen tronchados en medio de las calles. En los supermercados abiertos -muchos otros no pudieron hacerlo- reina un sentimiento de urgencia: hay que comprar mucho y rápido, para hacer frente a lo que venga. Los estantes de algunos productos quedan vacíos, como en marzo, justo antes de que el gobierno confinara a la población para contener el nuevo coronavirus.
Pero los madrileños deciden que se han merecido un respiro durante todo el fin de semana. La situación no deja de ser extraordinaria, con estampas bellísimas en paisajes urbanos por lo demás anodinos, y algunos andan tan maravillados como el coronel Aureliano Buendía la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Los muñecos se multiplican por las calles, y frente al Congreso de los Diputados se ven imágenes memorables la tarde del sábado, después de casi 30 horas de precipitaciones ininterrumpidas. Los dos leones de bronce que protegen su entrada y son todo un emblema de la política española están cegados por la nieve que cubre sus honorables cabezas; un poco más allá, una chica fotografía a su amiga bocabajo y con la cabeza sumida en el hielo, pataleando en el aire, y a un lado, varios jóvenes intentan hacer rodar una inmensa bola de nieve, cual Sísifo moderno al que, según la recomendación siempre oportuna de Albert Camus, hay que imaginar feliz.
El gozo colectivo tiene su punto culminante el domingo, bajo un sol radiante. Entre los camiones verdes de la Unidad Militar de Emergencias (una rareza absoluta en la capital en tiempos normales), miles de madrileños se adueñan en su paseo matutino de la Castellana, la arteria central que atraviesa la ciudad de norte a sur y que, pese a la apertura de algunos carriles, sigue apabullada por la nieve y con un tráfico testimonial de vehículos. Algunos aprovechan para cultivar su talento, como ese artista anónimo que ha modelado un torso femenino en medio de esta avenida habitualmente atiborrada de coches y autobuses.
Pero la meteorología y la historia son dos peligrosos aliados, y he aquí que tras la nieve de la borrasca Filomena, vino la helada: una histórica ola de frío que hizo descender el termómetro a -10,8ºC en Madrid -el menor registro en medio siglo- y a 25 grados bajo cero en otros puntos del interior de España.
Con el frío, el primer peligro es el de resbalarse por la formación de películas de hielo en aceras y calzadas. Sólo el lunes y martes de esta pasada semana, más de 2.000 pacientes fueron atendidos por traumatismos en los hospitales públicos de la región de Madrid, enfrentados ya a la afluencia de enfermos de covid-19 en esta tercera ola de la pandemia, que se ha cobrado la vida de más de 50.000 personas en España, uno de los países más afectados del mundo.
Miles de hogares se quedaron momentáneamente sin agua corriente por el congelamiento de tuberías y contadores, y en la Cañada Real, uno de los mayores asentamientos chabolistas de Europa, a las afueras de Madrid, el frío se convirtió en emergencia humanitaria para sus habitantes.
La circulación de vehículos y peatones fue mínima al principio de la semana, y ha ido reanudándose de forma muy paulatina. Mientras la clase política sigue enzarzada en sus acusaciones cruzadas sobre la falta de previsión, los operarios del ayuntamiento y los vecinos han venido limpiando la ciudad con palas, escobas, rastrillos y quitanieves. Con la dificultad de que el frío mantiene la nieve, transformada en auténticos cascotes. Viendo el hielo petrificado y apilado en montículos, uno tiene la sensación de caminar por un campo de ruinas.
Las miles de ramas caídas en las aceras y las basuras sin recoger por los camiones de limpieza abundan en esa impresión. Y a la memoria vienen irremediablemente las imágenes del confinamiento primaveral, cuando Madrid era una ciudad desolada y fantasmagórica, sin apenas coches ni peatones. Con una pequeña diferencia, por aquello de la nieve: el recuerdo de una belleza efímera.
"Esto es un símil de la pandemia. La gente no puede salir a la calle ni hacer nada", decía el martes Abel Vacas, un hombre de 40 años que vino con una pala a quitar hielo en la acera de la papelería donde trabaja su mujer. Con la fiebre consumista de la Navidad concluida y el impacto económico persistente de la pandemia, el pequeño comercio acusó una semana especialmente dura, y los pocos que pudieron abrir, han visto sus ventas más que mermadas.
Pero si algo caracteriza al pequeño comerciante de esta ciudad es su resiliencia y estoicismo tan castellanos. En el barrio de la Prosperidad -'la Prospe', como dicen los muy madrileños-, Emiliano de Diego, veterano vendedor de vinos y licores, contaba que durante el confinamiento primaveral abrió "todos los días". Y no será la nieve lo que haga cambiar de opinión a este comerciante. "Esto es a vida o muerte. Desde pequeño sé que esto funciona a base de sacrificio, sangre y fuego. Y si no, no tienes ninguna posibilidad".
Relato: Alvaro Villalobos en Madrid. Editado por Michaëla Cancela-Kieffer en Paris