Una mujer amamanta a su hijo, que padece malnutrición, en una clínica de Médicos Sin Frontera, en Bahr al-Ghazal, Sudán del Sur, el 11 de octubre de 2016. (AFP / Albert Gonzalez Farran)

Nacer aquí

Uwail, Sudán del Sur – Cuando se describe una crisis alimentaria es fácil limitarse al sufrimiento de los niños que padecen malnutrición. Esos a los que vemos con las costillas sobresaliendo de su pecho como consecuencia del hambre. Ellos son parte de la historia y, sin duda, la parte que provoca las reacciones más fuertes.

Agop, un pequeño de nueve meses que sufre malnutrición aguda en una clínica de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Uwail, Sudán del Sur, en octubre de 2016. (AFP / Albert Gonzalez Farran)

Pero hay muchas otras cosas que no pueden caer en el olvido: la gente que espera comida, la que recoge hojas de los árboles para comérselas, los que ingieren las cañas de azúcar que recogen del suelo, a falta de otra cosa. El reto del trabajo del fotógrafo es capturar estos momentos para ilustrar la extensión del drama.

Cuando, a finales de febrero, el gobierno de Sudán del Sur declaró la situación de hambruna en varias partes del país, por primera vez en seis años, la noticia saltó a las portadas de la prensa. Pero para los habitantes de esta región devastada por los conflictos, esta catástrofe se veía venir.

Las crisis alimentarias son una de las características de este joven país, que se sumió en una guerra civil apenas dos años después de su independencia, en 2011. Decenas de miles de personas murieron, más de tres millones se vieron desplazados, y a pesar de los numerosos intentos para solucionarlo, el conflicto continúa.

Desplazados por la violencia esperan a ser registrados por organizaciones internacionales de ayuda humanitaria en Wau, en Sudán del Sur, en mayo de 2016. (AFP / Albert Gonzalez Farran)

Más allá de la violencia y de sus víctimas, la guerra perjudicó seriamente el abastecimiento de comida. Una hambruna no se desencadena nunca de forma brusca. Hay fases graduales de carestía de comida y de la malnutrición que provoca. Desde el pasado otoño, los especialistas en la situación alimentaria, a la que califican de crítica, habían prevenido que podría agravarse en 2017. Cuando tuve la oportunidad de acudir a la región de Bahr el Ghazal, una de las más afectadas, no la desaproveché.

No era la primera vez que cubría una hambruna o una crisis de malnutrición. Trabajé durante cinco años para Naciones Unidas en Darfur, fotografié la crisis alimentaria en Etiopía en 2008; y también en Perú, donde abordé las paupérrimas comunidades del sur, donde es muy complicado conseguir alimentación para los niños.

Pero nunca me había visto frente a un problema de esta amplitud. La de Sudán del Sur es la crisis más grande que he presenciado. Según Naciones Unidas, unas 100.000 personas sufren hambre, y alrededor de un millón corren el riesgo de caer en la hambruna. Son cifras increíbles.

Una mujer seca cañas de sorgo en un patio al sur de Uwail, en octubre de 2015. (AFP / Albert Gonzalez Farran)

Sobre el terreno puede verse que la gente realmente sufre mucho. Para mí, lo peor de todo esto es la falta de esperanza. Según mi experiencia, incluso en las situaciones más difíciles la gente se agarra a ella: “puede que pase algo que haga que la situación mejore”. Pero aquí no. La gente está muy, muy desmotivada. Ya no tienen esperanza en el futuro de este país.

Cubrir un tema como este te afecta de forma personal.

Akech Yai come caña de sorgo en Uwail, octubre de 2016. (AFP / Albert Gonzalez Farran)
Gente esperando la ayuda del Comité Internacional de la Cruz Roja, cerca de Thonyor, febrero de 2016. (AFP / Albert Gonzalez Farran)

 

Me afecta cuando veo a una anciana comiendo una caña de sorgo.

 

Me afecta cuando veo largas colas de gente hambrienta esperando comida.

Me afecta cuando veo a gente recolectar hojas de los árboles para llevarse algo al estómago.

Y luego, por supuesto, están los niños.

Unas mujeres recolectan hojas de un árbol para alimentarse en el estado de Jonglei, en abril de 2016. (AFP / Albert Gonzalez Farran)
Aleo Tong, de un año, recibe tratamiento por malnutrición severa en un centro de Médicos Sin Fronteras en Uwail, en agosto de 2016. (AFP / Albert Gonzalez Farran)

 

Una de las imágenes que se me quedarán grabadas en la memoria mucho tiempo fue en la clínica de una zona rural en el noroeste del país. La mayoría de los niños que tienen malnutrición también sufre otros problemas de salud.

Había un bebé, de unos siete meses, que tenía problemas respiratorios y necesitaba respiración asistida. Mientras sacaba fotos, el generador de electricidad de la clínica se detuvo, algo que ocurre a menudo. Debido a la falta de energía, el pequeño falleció ante nuestra mirada.

Ver ese drama me hizo pensar en la suerte que tenemos algunos de haber nacido en un país en lugar de en otro. La gente que llegó al mundo en un lugar como Sudán del Sur no tiene acceso a ningún producto de primera necesidad, como la harina, ni a ningún servicio mínimo, como la electricidad.

 

Un bebé de 11 meses con su madre en el hospital de Uwail, en octubre de 2016. (AFP / Albert Gonzalez Farran)

Como fotoperiodista, algo que siempre me ha impactado es la idea de que el lugar de nacimiento condiciona mucho la existencia de cada persona. Ese pequeño había tenido la mala suerte de nacer en Sudán de Sur. Y eso te hace pensar en lo afortunado que eres.

Trabajo en Juba desde septiembre de 2015, y tengo sentimientos contrapuestos sobre este lugar.

Por un lado, el país y sus habitantes son sorprendentes. Hay un gran potencial y muchas historias que contar. Por eso me instalé aquí, con un montón de proyectos en la cabeza.

Una competición de lucha por la paz en Juba, abril de 2016. (AFP / Albert Gonzalez Farran)
Entrenamiento de taekwondo de unos jóvenes cerca de Juba, junio de 2016. (AFP / Albert Gonzalez Farran)

 

Por otra parte, es muy decepcionante, porque no he podido llevar a cabo la mayoría de mis proyectos debido a la inseguridad. Hay muy poca libertad para moverse. A largo plazo, el hecho de no poder hacer cosas que te gustaría mina tu motivación.

Y luego está la falta de esperanza.

Había estado tomando fotografías de una madre y de su hijo en un hospital infantil de Juba. Habían sufrido graves problemas pero se estaban recuperando, y planeaba hacer seguimiento de su caso para tener una historia “positiva”. Cuando volví al hospital, me dijeron que el niño había muerto. Para mí, ese caso simbolizó la falta de esperanza que hay aquí.

Mujeres y niños en una clínica de Médicos Sin Fronteras de Uwail, en octubre de 2016. (AFP / Albert Gonzalez Farran)

Es muy triste ver la muerte de un niño. Pero no pienso en ello cuando trabajo, porque, si lo hiciera, no lograría trabajar. Debemos dedicarnos a nuestra labor pase lo que pase, y no dejar que las emociones nos superen.

Supongo que es una cuestión de experiencia. Si tuviera 20 años, no sería capaz de trabajar en este ambiente. Pero como ya he visto tantas escenas parecidas, creo que me he acostumbrado un poco.

Y solo un poco, porque uno realmente no puede acostumbrarse del todo. A la vuelta del trabajo, ya en casa, es cuando uno se da cuenta de que le afecta. Es cuando se tiene el tiempo de pensar en lo que vio horas antes a través del objetivo de la cámara. Es cuando las emociones te invaden y te das cuenta de la suerte que tuviste de haber nacido en otro país.