Inundaciones en la ciudad de Villahermosa en México, en novimebre de 2007 (AFP / Gilberto Villansana)

Cubrir el calentamiento global

PARÍS, 1 de diciembre de 2015 – Para mí, periodista a cargo de cubrir el calentamiento climático, una de las grandes preguntas –o mejor, La Gran Pregunta– a la que tengo que enfrentarme es: ¿estamos bien encaminados para evitar la catástrofe que se producirá si las temperaturas continúan aumentando?

Las respuestas pueden ser diametralmente opuestas, por lo que hablar de este tema al gran público se convierte en una marcha permanente sobre la cuerda floja, entre el catastrofismo y el optimismo.

Pongamos las cosas en contexto: a menos que la humanidad ponga fin de manera rápida y radical al uso de energías fósiles empleadas para hacer funcionar la economía, el mundo en el que vivimos se convertirá pronto en un lugar mucho más inhóspito para nuestra especie de lo que jamás fue en los últimos 11.000 años. Actualmente estamos a bordo de un tren de alta velocidad que marcha directo hacia un mundo cuatro grados Celsius más caliente que a mediados del siglo XIX, cuando comenzó el calentamiento climático como consecuencia de la Revolución Industrial. Y créanme, hay que evitar a toda costa llegar a ese punto.

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Para garantizar la seguridad, los 3.000 climatólogos que componen el grupo de expertos de la ONU para esta cuestión dicen que tenemos que limitar el calentamiento a dos grados. Ese es el objetivo que se fijan los 195 países cuyos dirigentes se reúnen esta semana en París para diseñar un acuerdo mundial sobre el clima. Alrededor de 180 de esos países ya han prometido reducir sus emisiones de gas de efecto invernadero. Todo un hito, pues desde que comenzó, hace 20 años, este proceso ha parecido más bien un pandemonio de intereses particulares.

Así que deseémosle buena suerte a nuestros dirigentes.

La pregunta es si las promesas realizadas antes de la COP21 nos acercan al objetivo de aumento máximo de 2°C. Naciones Unidas publicó recientemente dos estudios fundamentales para poder responderla.

Contaminación en Tianjin (China) en octubre 2013 (AFP / Ed Jones)

Los dos documentos –uno de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Calentamiento Climático (CMNUCC), árbitro de las grandes maniobras climáticas de la ONU; y el otro del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA)-, consideran que los proyectos puestos en marcha por China, Estados Unidos, la Unión Europea, India, Rusia y otros países nos llevan a un  mundo 3°C más caliente que en la era preindustrial. Por tanto, a medio camino entre aquello a lo que nos dirigimos (+4°C) y a lo que querríamos dirigirnos (+2°C). Las promesas entran en vigor en 2020 y, en la mayoría de los casos, van hasta 2030.

Presupuesto de carbono

Para medir cómo se está avanzando hacia el objetivo del +2°C, existe un patrón más preciso que la temperatura media terrestre, el llamado “presupuesto de carbono”. El concepto es muy sencillo: los científicos calcularon que nuestra especie dispone de una cantidad máxima de emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera que no hay que exceder bajo ningún precepto. Si emitimos más, todas nuestras posibilidades de permanecer bajo la barrera de los +2°C se esfumarán.

Actualmente, esa cantidad es de alrededor de un billón de toneladas de dióxido de carbono. El año pasado, la actividad humana originó unos 40.000 millones de toneladas. A este ritmo, habremos agotado nuestro presupuesto en menos de treinta años. Y en realidad, dilapidamos nuestro crédito aún más deprisa, pues las emisiones –incluso si se tienen en cuenta las promesas nacionales realizadas antes de la COP-21-, aumentarán anualmente hasta 2030.

Llegados a este punto, surge la siguiente duda: ¿esto es una buena o una mala noticia? Sea sincero, doctor, ¿qué probabilidades tenemos de salir de esta? La respuesta, en realidad, dependerá de la persona a la que preguntemos.

Inundación en Lahore (Pakistán), en julio de 2008 (AFP / Arif Ali)

Escribiendo un artículo sobre las promesas de reducción de las emisiones de CO2 formuladas por cada país –lo que la jerga climática denomina INDC (Intended Nationally Determined Contributions)–, di con un estudio de la revista Global Policy que ofrecía una perspectiva completamente diferente. Según ese documento, los INDC solo contribuirán a limitar en un 0,05°C el aumento previsto de las temperaturas de aquí a finales de siglo. Dicho de otra manera, los compromisos de París son insignificantes.

Herético

El autor del estudio es el investigador danés Bjørn Lomborg, conocido en el ámbito de la política medioambiental por sus puntos de vista heréticos, que presentó por primera vez en 2001 en su libro “El ecologista escéptico”. Según Lomborg, la humanidad pierde el tiempo y el dinero en sus intentos de reducir las emisiones de CO2. Sería mejor invertir en investigación y desarrollo, inventar las tecnologías verdes del futuro y suavizar el impacto del inevitable cambio climático. En su opinión, urge menos luchar contra el calentamiento global que contra la erradicación del hambre en el mundo, del sida o de la tuberculosis.

A primera vista, estas ideas me parecieron peligrosamente equivocadas, pero también tuve que tener en cuenta en mi artículo las tesis de Lomborg sobre las INDC. Su teoría es que las promesas nacionales por sí solas no permitirán invertir la curva de las emisiones de gases de efecto invernadero a largo plazo, y que “el presupuesto de carbono” explotará.

Vaso medio lleno o medio vacío

Al verme enfrentado a estas interpretaciones radicalmente opuestas, decidí buscar un árbitro, una persona neutra que me ayudara a decidir quién tenía razón. Y entonces encontré a Jean-Pascal van Ypersele, un respetado científico belga que justo en aquel momento era el vicepresidente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC). Siendo sinceros, esperaba que Ypersele demoliera los argumentos de Lomborg rápidamente, algo que yo había sido incapaz de hacer durante mi larga conversación con el mediático profesor danés.

Ypersele se mostró contrariado al hablar por teléfono. Lomborg es “excesivamente pesimista”  y solo le interesan los escenarios catastróficos, dijo. “Da por hecho que después de 2030, nadie hará esfuerzos para reducir las emisiones”. Yo asentí. Esa no es una suposición razonable: una de las principales cuestiones que se esperan tratar en la COP21 es la puesta en marcha de un mecanismo que asegure que los países seguirán reduciendo sus emisiones de dióxido de carbono después del plazo fijado.

No obstante, Lomborg no pretende predecir todo, objeté. Se conforma con dirigir una mirada fría y dura a los compromisos de París y a sus consecuencias. “Yo creo que lo que Lombrog dice es: ‘Seamos sinceros, ahora el vaso está un 90% vacío’. ¿Me equivoco?”

Un largo silencio, seguido de un suspiro. “Así es. Subraya la importancia de lo que ocurrirá tras 2030. Ahí tiene razón”. ¿Quiere decir –añadí- que las previsiones de la ONU son falsas? De nuevo un largo silencio. “No. Todo depende de las hipótesis de partida”. En otras palabras: como de momento no hay nada previsto para después de 2030, los escenarios para el futuro dependen completamente del optimismo (“el mundo se pondrá de acuerdo en seguir reduciendo las emisiones”) o del pesimismo (“no se hará nada”) de la persona que las formule.

Un enorme iceberg se desprende del continente Antártico en enero de 2008 (AFP / pool / Torsten Blackwood)

Esto nos lleva al meollo de la cuestión. El problema que yo destacaba no era un desacuerdo de carácter científico, de los que hay muy pocos en cuestión de clima. El problema es la forma de la que hablamos del calentamiento global, de las medidas que hay que tomar para garantizar un futuro viable.

Para Naciones Unidas no es fácil comunicar sobre el cambio climático y la manera de combatirlo. Si se insiste en la posibilidad de un resultado positivo, se le da a la gente una falsa idea de seguridad; si se señala la rapidez y la facilidad con la que todo puede convertirse en una catástrofe, se deducirá que es inútil hacer nada, pues todo está ya echado a perder.

Entre la autocongratulación y el alarmismo

Como resultado, la ONU ha hecho ambas cosas. Sus comunicados de prensa sobre los dos estudios tienen un carácter bipolar, que va de la autocongratulación a las duras advertencias, de las razones para el optimismo a las razones para el pesimismo. Pero como su objetivo es lograr el apoyo político y popular más sólido posible a la acción internacional sobre el clima, las buenas intenciones siempre quedan por delante de los análisis clarividentes, y el vaso siempre estará medio lleno. Así, se dice: “El objetivo de +2°C sigue al alcance de nuestra mano”, “esfuerzo mundial sin precedentes”, etc.

Los centros de reflexión sobre el clima y las organizaciones no gubernamentales –importantes actores que a veces cuentan con equipos de varios miles de personas y gestionan presupuestos de varios millones de dólares–, también se enfrentan al dilema del vaso medio lleno o medio vacío. El fundador de 350.org, el experiodista Bill McKibben, es un maestro del arte de marchar por la cuerda floja entre la esperanza y el desaliento, algo que ha contribuido a modelar la opinión pública mundial a favor de la acción por el clima. A fin de cuentas, cada uno intenta ganar partidarios de su causa y conservarlos.

Para los periodistas, especialmente para los de agencia, tal actitud es inpensable. Nosotros no damos un mensaje a favor de una u otra causa, sino que emitimos informaciones. Nuestro trabajo, al igual que el de los científicos, solo es eficaz y honesto cuando no es sesgado.

Pero las cosas están cambiando, y es fascinante observarlo: tanto en las redacciones como entre los científicos, las reglas tácitas que parecían universales se modifican sensiblemente cuando se trata de cambio climático.

Lagos, febrero de 2006 (AFP / Pius Utomi Ekpei)

Como la AFP recibió ambos informes de la ONU “embargados” varios días antes de su publicación oficial, los redactores tuvieron tiempo para examinarlos minuciosamente y discutirlos con sus compañeros. Generalmente, los debates que surgen nos permiten juzgar el interés de una historia y elegir el enfoque más interesante para hablar de ellas. Pero esta vez, los debates entraron en un terreno desconocido.

“No podemos dar malas noticias sobre el clima todo el tiempo. Es demasiado deprimente”, replicó un compañero cuando sugerí que uno de los informes era más bien del tipo “vaso medio vacío” que “vaso medio lleno”. Unas semanas antes, otra compañera me abordó en un pasillo y me reprochó haber escrito una entrada de blog especialmente sombría sobre el calentamiento climático. “Habla de lo que va bien”, me amonestó. Una tercera periodista especializada en medioambiente me reconoció, con ojos ojerosos, que había permanecido despierta casi toda la noche buscando la forma de dar un toque positivo a un artículo sobre los “puntos críticos”, un fenómeno natural que, de desencadenarse, acelerará el calentamiento global hasta hacerlo casi incontrolable.

Climatólogos activistas

Desde hace unos meses, le pregunto a los climatólogos con los que hablo por qué eligieron su especialidad y si les preocupan sus propios descubrimientos. En condiciones normales, el conocedor del tema es un ser en bata blanca que solo suena a ecuaciones, venera la prudencia y no se irrita fácilmente. Pero la realidad del cambio climático es tan agobiante y aterradora que las barreras también empiezan a tambalearse en su caso. Eso llevó a varios reconocidos climatólogos –como los norteamericanos Michael Mann y James Hansen– a volverse también activistas.

Manifestación a favor de un acuerdo mundial sobre el clima en Ginebra, antes de la COP-21, el 28 de noviembre de 2015 (AFP / Fabrice Coffrini)

“Quizás es mi perspectiva científica sobre el fenómeno la que me lleva a estar muy preocupado”, escribió Peter Clark, profesor en la facultad de Ciencias de la Tierra, los Océanos y la Atmósfera de la Universidad Estatal de Oregón. Su largo correo sobre el deshielo de los glaciares concluía de manera tajante: “Sin un esfuerzo coordinado, no solamente para reducir, sino también para detener completa e inmediatamente las emisiones de CO2, seguiremos una trayectoria que nos llevará a una conmoción del mundo tal como lo conocemos desde la aparición de la civilización”.

Los informes de la ONU cubren el periodo al que se refieren los INDC, esto es, hasta 2030. En ese plazo, la diferencia entre la curva de emisiones de CO2 y la de las temperaturas no parece horrible. Cuando el panorama se pone feo es cuando se extienden los cálculos hasta finales del siglo.

Ypersele tiene razón cuando dice que las proyecciones de Lomborg son especialmente pesimistas, pues parte del principio de que los países no prolongarán sus esfuerzos para limitar el calentamiento global más allá de las promesas que hagan en París. Se trata de un escenario muy improbable, y eso debilita considerablemente los argumentos del científico danés. Pero si se presta atención a la letra pequeña de los informes de la ONU, se descubren otros postulados que no parecen mucho más realistas.

El mar de Hielo, en los Alpes franceses, en los años 40 del siglo XX (izquierda) y en julio de 2003 (AFP / Jean-Pierre Clatot)

Alcanzar el objetivo de +2°C supone, por ejemplo, que el total de la economía mundial se haga “neutra” en términos de emisiones hacia 2070, es decir, que no emita más CO2 del que la Tierra es capaz de absorber. Este objetivo también depende de la adopción de una serie de tecnologías que, de momento, no han cumplido con sus promesas (como la captación y almacenamiento del dióxido de carbono, o CCS), que provocan problemas por sí mismas (como los biocarburantes o la nuclear) o que todavía están lejos de estar disponibles a escala industrial (como la captura directa del CO2 en el aire).

Y no hay que olvidar que el objetivo de +2°C se superará casi seguro. El planeta ya se calentó un grado, y está garantizado que lo hará 0,6° más: es lo que los científicos llaman el “calentamiento irreversible”, que tendrá lugar incluso aunque se desenchufen todas las fuentes mecánicas de CO2 antes de Navidad. “En lo que se refiere a evitar lo peor, aún hay esperanzas”, explicó Peter Coz, un experto en modelos climáticos y en geoingeniería de la Universidad de Exeter. “Pero no evitaremos los dos grados extras”.

Foto de familia en la inauguración de la COP-21, el 30 de noviembre de 2015 (AFP / Martin Bureau)

Dos grados más ya es demasiado. Al menos eso es lo que opinan los 2.000 millones de personas que viven solo unos metros por encima del nivel del mar o en regiones que ya están transformándose en desiertos asfixiantes e inhabitables. Según un estudio reciente, un aumento de dos grados de la temperatura mundial es suficiente para que tierras en las que actualmente viven 280 millones de personas queden sumergidas.

Es preciso señalar que el objetivo de +2°C no fue fijado por los científicos, sino que fue producto –a la fuerza– de la desastrosa cumbre sobre el clima de Copenhague, en 2009, que concluyó con un acuerdo no vinculante de tres páginas con el que los participantes esperaban salvar su imagen.

A esto hay que añadir que las proyecciones de la ONU presuponen que se cumplirán todas las promesas de reducción de emisiones, que seremos capaces de vigilarlas y de medirlas, y que se entregará el dinero que numerosos países pobres piden a cambio de sus esfuerzos.

Y tal vez hará falta que la ONU explique por qué, tras haber insistido duramente en cinco informes consecutivos en el hecho de que el pico de las emisiones de gases de efecto invernadero debe alcanzarse en 2020 como tarde, el propio concepto de año-límite para las emisiones desapareció de la edición de 2015. ¿Será porque ya sabemos que la contaminación con CO2 seguirá aumentando a lo largo de los 15 próximos años, aunque se respeten las promesas de París?

La solución evidente al problema del calentamiento global pareció ser durante mucho tiempo la reducción de nuestras emisiones de gases de efecto invernadero, a través de una menor utilización de las energías fósiles. Pero como no hemos hecho nada en este sentido, las probabilidades de limitar el aumento de la temperatura global a +2°C se han ido reduciendo a lo largo del tiempo. ¿Aún podemos lograrlo? El objetivo está al alcance de nuestra mano.

Marlowe Hood es un periodista especializado en medioambiente, basado en París. Síguelo en Twitter (@marlowehood).