Cita con un asesino en la tumba de Escobar
Medellín, Colombia, 9 de diciembre de 2015 - Cuando dije que me iba a Medellín a entrevistar a Popeye, todos en mi familia soltaron una carcajada. Por nuestras andanzas por el mundo con la AFP, están acostumbrados a los caprichos del periodismo y saben que he cubierto cosas divertidas, como las andanzas en Normandía del Frente de Liberación de Enanos de Jardín, o la elaboración de caviar de caracol en Charente. También se acordaban del tipo que creó un sitio web de descarga de “cacerolazos” durante la crisis en Argentina... ¡Pero Popeye! ¿Con su novia Olivia y su lata de espinacas? ¿En Colombia? Mis tres hijos, llegados hace sólo tres meses a Bogotá y demasiado jóvenes para haber conocido, ni de lejos, la época sanguinaria de los narcos en los años 1990, creyeron que era una broma.
Entonces les expliqué que se trataba de Jhon Jairo Velásquez, otrora sicario de Pablo Escobar y "asesino profesional", según sus propias palabras, quien, sin reparos, mató "a 250 personas, quizás más" y patrocinó unos 3.000 asesinatos a cuenta del fallecido barón de la cocaína. Con los ojos bien abiertos, mis hijos dejaron de reírse. La incredulidad y la inquietud se les notaba en la mirada, sobre todo a mi hija adoptiva, que creció en Tembisa, uno de los peores townships de Johannesburgo, y tiene muy presente la violencia de pandillas. "¿No vas sola, al menos?", exclamó. "Pero no”, la tranquilicé, diciéndole que el fotógrafo, Raúl Arboleda, estaría conmigo para entrevistar a Popeye en la tumba de Pablo Escobar, "El Patrón", su "amigo".
El cementerio de Itagüí. El lugar, en las colinas de Medellín, la ciudad de la eterna primavera que el capo de los capos de la droga sometió a sangre y fuego hacia fines del siglo pasado, no podía ser más apropiado para la entrevista. La víspera del encuentro todavía estoy un poco nerviosa al aterrizar en la capital de Antioquia, a sólo una hora de vuelo de Bogotá. Pero no es el temor de enfrentarme a un asesino lo que me retuerce las tripas, sino la angustia de que cancele la cita a último momento. La de Raúl, con quien comparto una cerveza Club Colombia cerca de un parque del barrio El Poblado, ya iluminado para Navidad, no es menor: Popeye ha cambiado varias veces la hora de la reunión y lo hará una vez más al día siguiente, al amanecer... Hasta el final, no vamos a tener la certeza de que quiera hablar con nosotros, ni de que se deje fotografiar.
Por precaución, decidimos llegar muy temprano al camposanto la mañana del 2 de diciembre, el 22 aniversario de la muerte de Pablo Escobar, abatido por la policía en 1993. Después de haber visto brevemente a "Popé" –como abrevia Popeye su sobrenombre– en el anonimato en un centro comercial para programar la entrevista, Raúl sabe que el hombre sospecha: él todavía lleva a sus interlocutores a lugares emblemáticos y se sienta sin dar la espalda a un posible enemigo. ¡Como cualquier mafioso que se precie! Durante esta reunión preliminar con Raúl, Popeye incluso retira la batería de su celular para evitar ser localizado.
En libertad condicional, a merced de una venganza
Consciente de que un día puede ser objeto de la venganza de una de sus víctimas, Jhon Jairo Velásquez dice ser seguido permanentemente desde su liberación anticipada el 26 de agosto de 2014 de la cárcel de máxima seguridad de Cómbita, en el centro de Colombia. Fue el séptimo preso en ser transferido a ese penal construido y gestionado con colaboración de Estados Unidos en las frías tierras del departamento de Boyacá. Esto le valió el número de registro 007, pero sin el glamour de James Bond.
Condenado a 30 años, fue liberado al cumplir dos tercios de la pena para continuar bajo vigilancia durante 52 meses y 22 días, hasta principios de 2019. Cuando descendemos del pequeño taxi amarillo, típico de las calles colombianas, Popeye ya está allí, de pie cerca de la bóveda de la familia de Escobar, un cuadrilátero de grava blanca y lápidas negras.
A la sombra de los árboles, un poco al margen del vasto césped salpicado de sobrias losas grises, el capo reposa junto a sus padres Hermilda y Abel, su hermano menor Luis Fernando, muerto a los 19 años en un accidente de automóvil, su tío Juan Manuel, su niñera Teresa Vergara Castaño, y su guardaespaldas Álvaro de Jesús Agudelo, muerto por la policía el mismo 2 de diciembre de 1993 que su jefe. Mientras al otro extremo del cementerio un puñado de flores marchitas adorna la tumba de la "Reina de la Cocaína", “La Madrina” Griselda Banco Trujillo que inició a Pablo en el tráfico de drogas, muerta en 2012, espléndidos ramos se acumulan en la tumba de Escobar.
El día anterior, 1 de diciembre, se cumplieron 66 años del nacimiento del capo. Popeye le ha llevado girasoles y, delante de nosotros, se arrodilla para besar la piedra oscura de la tumba. Pero primero nos recibe con los brazos abiertos, con toda la calidez y amabilidad propia de los colombianos. Yo esperaba enfrentar una fría mirada cínica, una caricatura de los filmes de serie B. Pero estamos ante alguien encantador, sonriente y afable. Un hombre fascinado por las armas de fuego, pero que también aprendió a usar la seducción y la manipulación para lograr sus objetivos y sobrevivir en la jungla de los narcos, y después, en "el infierno de la cárcel".
Blindada por 30 años en el terreno, me mantengo en reserva. Estamos en un banco de piedra, delante de las tumbas de Gustavo Gaviria, Gustavo de Jesús Gaviria y José Luis Gaviria, otros guardaespaldas del “Patrón”. De camiseta negra básica y pantalones vaqueros, el pelo gris corto, Popeye, de 53 años, se instala. Desenfundo una primera batería de preguntas, remontándome a los orígenes para tratar de comprender, de explicar mejor, la complejidad del personaje. ¿Dónde nació? ¿Cómo fue su infancia? ¿Cuando, por qué cayó en el crimen? Y, por supuesto, ¿cómo conoció a quien se convertiría en su mentor?
Fascinado por la sangre y las armas
Describe su infancia en Yarumal, un pueblo antioqueño, donde nació el 15 de abril de 1962, y a su "padre muy autoritario, ganadero y comerciante, que no permitía ni andar en bicicleta, ni jugar a la pelota". Jhon Jairo Velásquez, a quien no le “faltó nada, sino libertad y cariño”, tenía siete años cuando la familia se mudó a Medellín. "El mundo me explotó en la cara. En la ciudad estaba mucho más libre. Aquí el entorno era muy violento", dice. "Un día, cerca de mi casa, mataron a siete personas. Me quedé fascinado con el olor a sangre, a muerte. Me cambió el chip”.
Allí empieza a traficar droga, oculta cuchillos en su colegio. Amante de las armas, opta por el camino militar y entra como cadete en la Armada. Este pasaje por la marina de guerra, sumado a su mentón de cascanueces que lo angustia, y que luego se operará en Miami, le valen el apodo "Popeye". Luego prueba suerte en la escuela de policía. Pero un oficial le predice un futuro de suboficial mediocre al que “los narcos un día le van a ofrecer una camioneta”. “¡Me desmotivó! Yo quería ser oficial. No que me compren con un carro ».
Contratado para escoltar a una reina de belleza, la acompaña una noche a lo de Escobar. "Salió a hablarme. Tenía eso de los líderes de verdad, los que se portan bien con los humildes y los animales”. El despiadado barón de la cocaína amaba tanto a los animales que transformaría en un zoológico la Hacienda Nápoles, su lujosa propiedad colonial en el municipio antioqueño de Puerto Triunfo, donde después de su caída escaparon los hipopótamos, que desde entonces se han multiplicado y frecuentan las riberas de Río Magdalena. Pero esa es otra historia… Volvamos a Popeye. Tenía apenas 23 años cuando fue contratado por el hombre más temido en Colombia, y lo suficientemente rico como para haber propuesto un día pagar la deuda externa del país si las autoridades lo dejaban tranquilo con su negocio.
“Pablo Escobar Gaviria era un asesino, un terrorista, un narcotraficante, un secuestrador y un extorsionista, pero era mi amigo (…). Tenía un magnetismo increíble”, justifica su ex-hombre de confianza, que pasó siete años a la sombra del jefe del cartel de Medellín. Invocando una “guerra brutal” contra el rival Cartel de Cali, contra los estadounidenses que exigían la extradición de narcotraficantes, contra el Estado colombiano, afirma no saber con exactitud a cuántas personas mató: “A ese nivel, uno no cuenta mas. Yo no hacía una cruz cada vez que mataba a alguien”.
A nuestro alrededor se agolpan los curiosos. Los vecinos o los turistas extranjeros que vinieron a visitar la tumba de capo no esperaban encontrar a Popeye. Algunos, que deben a “Don Pablo” una casa u otros favores, se acercan, nos escuchan, sonríen a su esbirro. Y allí, sin dudarlo, éste se detiene y se va a firmar autógrafos, a falta de papel, en billetes de 2.000 pesos (60 centavos de euro). Posa para las fotos que le piden de recuerdo, toma a sus fans por el cuello, besa a una niña en brazos de una joven madre orgullosa.
Observo todo un poco desconcertada. Mientras Raúl ametralla a toda marcha, me digo que esta entrevista está maldita, que no podré terminar de hacerla. Pero no: Jhon Jairo Velásquez me señala con un gesto a su corte improvisada, saluda a la ronda y vuelve tranquilamente al banco del que no me moví, esperando a ver cómo se sucedían las cosas. Se disculpa: “La gente me tiene cariño, me apoya. Y no solamente aquí”. Y menciona los cerca de 2.000 “Me gusta” en su página de YouTube “Popeye arrepentido”, en la que intenta convencer de su determinación de encontrar “una oportunidad dentro de la sociedad (…) una vida lejos del crimen”.
Más libre que nunca
Pongo en duda su sinceridad de renunciar al crimen y al lujo del pasado, su capacidad de no ceder al camino más fácil para una persona como él, de ganar, nuevamente armado hasta los dientes, las montañas cercanas – feudo de guerrilleros y de antiguas milicias paramilitares de extrema derecha. Le pregunto acerca de lo que podría hacerle cambiar. Menciona un largo proceso de rehabilitación en prisión, ocho años de terapia, de una sesión semanal. “Con la psicóloga trabajamos sobre mi violencia. Todos los días hacía la lista de todas las groserías que les decía a los guardias. ¡Y decía muchas!” Y enumerara los peores insultos del repertorio colombiano… “Poco a poco, cambié mi forma de pensar, de actuar”.
Dice haber sido “muy rico”, pero haberlo “perdido todo”, y hoy vivir solo. Lejos de su hijo de 21 años radicado en Nueva York, que tuvo antes de Cómbita, en una prisión donde los narcos podían recibir mujeres; separado desde hace mucho de quien estuvo “tan enamorado que elegí la vida”, y de dejar un día de julio de 1992 al “Patrón” para entregarse a la policía. “Ando solo, a la espera de la muerte. Pero creo en la redención”, dice, y sonríe mientras retira de debajo de su camiseta una efigie de Cristo y la besa.
Popeye, que total pasó cerca de 23 años tras las rejas, más de la mitad de su vida, dice que ahora su mayor placer es “ir a la tienda de la esquina, a comprarme una cerveza bien fría o un helado”, no tener que rendirle cuentas a nadie. “Antes no tenía libertad porque estaba con Pablo Escobar y después en la cárcel. Hoy soy dueño de mi tiempo, de mi vida”. Afirma escribir una novela “cuando la musa se acerca”. “Ya encontré el título: ‘El Parque de los Malditos’”, dice entusiasmado antes de tomar su libro autobiográfico, “Sobreviendo a Pablo Escobar”, que tengo conmigo en el banco. Lo dedica “para la periodista Florence Panoussian, hoy en Medellín me entrevista con fuerza, pero con respeto”. Luego lo firma: “Popeye, el Ángel de la Muerte”.
Florence Panoussian es directora de la oficina de la AFP en Bogotá. Síguela en Twitter (@Arroussiak). Este texto ha sido traducido por Alina Dieste (lea la versión original en francés).