En la cama con el ébola
Integrantes de MSF cargan el cuerpo de un fallecido por el ébola en Kailahun, el 14 de agosto de 2014 (AFP/Carl de Souza)
KAILAHUN, Sierra Leona, 5 de septiembre de 2014 - A las cuatro de la madrugada en una zona caliente del ébola, si te sientes afiebrado, un poco decaído o te pica el sarpullido que asoma en tu tobillo, la paranoia puede apoderarse de ti.
¿Acaso fue ese chico que me tocó el brazo? ¿Acaso ese hombre mayor que parecía enfermo y escupía para todos lados? ¿Me habré tocado la cara antes de lavarme las manos después de aquella entrevista? ¿Esto que siento es un comienzo de dolor de cabeza? ¿Estoy caliente?
“Hot zone” o zona caliente es el término que los virólogos usan para referirse al centro de una epidemia ubicada en el Cuarto Nivel (el máximo) de Peligro Biológico, y un "hot agent" o agente caliente, al tipo de patógeno que puede acabar con una civilización.
El ébola comparte la nada honrosa categoría de "hot agent” con el ántrax y la viruela. No es el caso, pero si dependiera de mí preferiría exponerme a uno de estos últimos.
Un cartel advierte de los peligros del ébola en las afueras de un hospital en Freetown el 13 de agosto de 2014 (AFP/Carl de Souza)
El Ébola-Zaire, el tipo de fiebre hemorrágica que asola África occidental, se transmite a través de los fluidos corporales y puede matarte de muchas formas si no formas parte de la minoría de pacientes con la fortaleza o suerte suficientes como para sobrevivir a la infección.
La más común de esas formas consiste en fuertes vómitos y diarrea durante varios días, junto con un desesperante dolor de cabeza y una fiebre que te hace sentir como si pasaras de un horno a un congelador una y otra vez.
Los síntomas son mucho peores, devastadores, en los pacientes que "colapsan y se desangran". Sus entrañas se licúan antes de que puedan hacer nada al respecto.
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Después de once días viajando por Sierra Leona, uno de los países más afectados por una epidemia que en un año ha matado a más de 2.000 personas en todo el oeste de África, estaba listo para volver a casa.
Yo era el reportero de texto de un equipo de tres personas de AFP –la primera agencia que informó desde ese empobrecido país de África occidental- junto con el periodista de video Samir Tounsi y el fotógrafo Carl De Souza, que fueron una invalorable compañía en una semana con altas y bajas.
Evaluamos la situación en Freetown, sorprendidos por cuán al límite parecía la ciudad a pesar de contar sólo con una víctima hasta ese momento.
Viajamos a la zona caliente en un vehículo destartalado y oxidado, humeante y sin radio, escuchando música en iPods o con la mirada perdida en la extensa sabana, antesala de la espesa selva tropical que se abre a medida que te acercas al este.
Esperábamos encontrar puestos de control. Nuestro destino -los distritos del extremo oriente del país Kailahun y Kenema, donde los muertos se contaban por cientos- estaba en cuarentena y no se le permitía entrar ni salir de allí a nadie sin acreditación especial.
No obstante, todo lo que esperábamos se quedó corto.
Un trabajador médico alimenta a un niño víctima del ébola en un centro de MSF en Kailahun, el 15 de agosto de 2014 (AFP/Carl de Souza)
Nos detuvieron durante un lapso de tiempo interminable, nos interrogaron y nos pidieron documentos. Hombres y mujeres vestidos con trajes blancos nos tomaron la fiebre y nos trataron como si fuéramos unos idiotas que nos hubiéramos equivocado de camino.
Comencé a preocuparme preguntándome si quizás no estábamos subestimando el peligro.
Kailahun, una típica ciudad de selva tropical con casas de barro y ladrillo horneados que ha sufrido lo peor de la epidemia, se considera a sí misma como uno de los lugares más letales del planeta.
Entre sus 30.000 habitantes, es difícil encontrar a alguien que no haya estado cerca del ébola, lo que los convierte a todos en “el enemigo”.
Un miembro de MSF sostiene un libro donde registra la muerte de las víctimas del Ébola en las instalaciones de MSF en Kailahun, el 14 de agosto de 2014 (AFP/Carl de Souza)
Un enterrador se ofendió cuando no le permitimos viajar en nuestro auto.
Tuvimos que espantar a gritos a un viejo borracho y que parecía sufrir una enfermedad mental que se abalanzaba hacia las defectuosas ventanas eléctricas abiertas de nuestro coche mientras iba dejando a su paso escupitajos de flemosa -y posiblemente infectada- saliva.
La primera vez que pensé en escapar de la zona caliente cuando estaba entrevistando a un hombre elocuente y animado llamado Nallo, que parecía estarse recuperando en el centro de tratamiento del ébola de Médicos Sin Fronteras en Kailahun.
Hablamos durante unos pocos minutos, unos dos metros de separación mediante, separados por dos vallas de plástico de color naranja hasta la cintura, y me contó que planeaba ayudar a combatir el ébola a través de la educación cuando saliera del centro.
Un trabajador humanitario en un centro de MSF en Kailahun, el 15 de agosto de 2014 (AFP/Carl de Souza)
El día antes había entrevistado a su esposa Hawa, que había sido dada de alta y estaba por volver a su casa, libre de ébola, tras ser infectada por su suegro moribundo.
Aliviada por poder tener una segunda oportunidad, habló de cómo su corazón se quedaba en el hospital de MSF, con Nallo.
Espero que él haya salido también.
Entre las historias felices estaban las devastadoras. Una mujer que parecía estar en los 40 años aunque probablemente fuera mucho más joven (ella misma no estaba segura) miraba con indiferencia hacia fuera de la zona de alto riesgo del centro cómo las enfermeras eran acordonadas y los higienistas les rociaban desinfectante.
Días antes había perdido a su marido y a su hijo de siete años y parecía estar esperando impasible que le llegara el momento de acompañarlos en la tumba.
Una mujer camina por una calle de Kroo, un barrio pobre de Freetown el 13 de agosto de 2014 (AFP/Carl de Souza)
Unos 120 kilómetros carretera abajo, Kenema está mucho peor.
En el centro de esta ciudad de 200.000 habitantes, la mayoría de habla Krio –el idioma criollo de Sierra Leona–, el atestado hospital público es caótico.
Un visitante o paciente orina contra una pared a unos pocos metros del atiborrado centro del ébola, donde trabajadores de organizaciones humanitarias dicen que han muerto 18 enfermeras (el hospital dice que han sido 12).
Nuestro hotel ofrece unas fajitas de pollo excelentes pero no tiene agua corriente, y mucho menos duchas de agua caliente, como no tiene ninguna de las ubicuas estaciones de lavado de manos clorados en Freetown y Kailahun.
La gente me felicitaba por mi valentía cuando decía que iba al epicentro del Ébola, como si yo fuera la estrella de una película de acción que penetraba con destreza la guarida de un asesino invisible.
Un trabajador médico de MSF en una instalación para el tratamiento del ébola en Kailahun, el 14 de agosto de 2014 (AFP/Carl de Souza)
La realidad, por supuesto, es algo más prosaica.
La idea es no tomar riesgos, por lo que debes lavarte las manos hasta que se vea en ellas el reflejo de tu cara, y perfeccionar el gesto con la mano que quiere decir: "Hasta ahí de cerca está bien, amigo, quédese donde está".
En Kailahun y Kenema, Carl y Samir lograron algunas fotos preciosas de los atestados mercados.
"De ninguna manera voy a entrar ahí. Mátense ustedes si quieren, yo espero aquí afuera", debería haber dicho, el héroe de acción siempre arriesgándose.
Pasar un tiempo en una zona caliente no es en sí una experiencia aterradora –exige menos valentía que subir a una escalera alta o sacar una araña del fregadero- pero te va carcomiendo.
Un equipo de Sanidad desinfecta la bolsa con el cuerpo de una víctima del ébola en una instalación de MSF (AFP/Carl de Souza)
Unos pocos días de no tocar nada, tenerle miedo a todo el mundo, lavarte las manos y la cara cada pocos minutos y pensar que cualquier tos leve o sarpullido es el inicio de la fiebre hemorrágica implica sus propias tensiones.
No puedes sacar el ébola de tu cabeza porque tienes que pensar en ello cada segundo so riesgo de hacer alguna tontería y ponerte en peligro.
Los trabajadores humanitarios en el este de Sierra Leona dicen que cuando dejas de temerle al ébola, es hora de volver a casa.
Trabajar en una gran historia es indudablemente una meta emocionante, pero estaba listo para irme en el momento en que regresamos a Freetown, cando una recepcionista del hotel popa preguntando si nos habíamos lavado las manos.
Una médico toma la temperatura a una mujer sospechosa de estar infectada con el ébola en un hospital en Kenema, el 16 de agosto de 2014 (AFP/Carl de Souza)
No estaba claro si se refería a los últimos cinco minutos o durante toda nuestra estadía en el este. Le aseguré, en cualquier caso, que sí, que nos las habíamos lavado.
Llegar a casa fue una aventura en sí misma. Teníamos que ser rescatados por un camión del ejército de Sierra Leona que, literalmente, nos llevó fuera del peligro luego de quedar atrapados varias veces en el lodo profundo y rico en hierro de la pista de la selva de Kailahun, mientras caía la noche.
Puesto que la mayoría de las líneas aéreas se mantienen ahora alejadas de la zona del ébola, tuve que mendigar un aventón al Servicio Aéreo Humanitario de Naciones Unidas a casa.
Personal médico toma la temperatura a los pasajeros que llegan al aeropuerto internacional de Sierra Leona, en Freetown, el 12 de agosto de 2014 (AFP/Carl de Souza)
Nos negaron dos veces el permiso para aterrizar en Senegal y tuvimos que dar vuelta a Conakry, la capital de Guinea, antes de que finalmente pudiera estar de regreso en Dakar, donde vivo, tras un tercer intento.
Las personas que contraen ébola pueden incubar la enfermedad durante algo más de tres semanas sin manifestar ningún síntoma.
Mis tres semanas terminan el 11 de septiembre, y sigo negándome a dar la mano a los colegas de la oficina. Lo bueno es que me han eximido de la obligación de lavar los platos del almuerzo o hacer café.
He acordado con Samir y Carl que cuando llegue el 11 de septiembre, cuando el mundo esté recordando otro desastre de la humanidad, nos conectaremos a través de Skype y levantaremos una copa por las víctimas del ébola.
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Frankie Taggart es periodista de AFP en la oficina de Dakar