Un migrante cubano en Turbo, Colombia (AFP / Raúl Arboleda)

La historia de inmigrantes que un periodista gringo no pudo contar

TURBO, Colombia - “Frederic Joseph Russell hubiera querido contar esta historia”, pensé mientras abandonaba el cementerio Nuestra Señora del Carmen en Turbo, la ciudad de Colombia que en los últimos meses ha concentrado la mayor cantidad de migrantes que atraviesan el país en pos del “sueño americano”.

Hacía un calor pegajoso y húmedo cuando junto a Raúl Arboleda, fotógrafo, y Juanes Restrepo, videasta, recorrimos el camposanto de este puerto de poco más de 160.000 habitantes sobre el Caribe, muy cerca de la frontera con Panamá y lugar de paso de haitianos, cubanos, africanos y asiáticos dispuestos a dejarlo todo en sus países por la promesa de una vida mejor en Estados Unidos. El mismo Estados Unidos que había visto nacer hace 142 años al periodista Russell, según señalaba una elegante lápida de granito con la inscripción “Geo Frederic Joseph Russell - American Journalist - 1874-1897”, ubicada en la entrada del cementerio como prueba de su pasaje por esta remota y selvática región del Urabá, en el noroeste colombiano.

“¿Y esta piedra qué?”, se preguntó el sepulturero Evelio Cortez cuando llegó a Turbo en 1994 desde San Roque, unos 445 km al sureste, huyendo de la violencia del cruento conflicto armado que hace más de medio siglo desangra a Colombia.  “La placa estaba suelta. La cogí, la limpié, y la puse ahí, en el pasillo de entrada”, nos contó. “El cuerpo no se sabe dónde está”, agregó, orgulloso de haberla rescatado del olvido, de haberla dignificado de alguna manera.

Lápida del periodista de EEUU Frederic Joseph Ruselle en el cementerio de Turbo, Colombia, el 15 de junio de 2016 (AFP / Raúl Arboleda)

“Aquí la gente no sabe ver la historia”, remató, aunque confesó no saber quién era ese reportero estadounidense muerto a los 22 años tan lejos de su tierra, en un lugar adonde muchos compatriotas suyos llegaron en el siglo XIX.

Cuando Russell incursionó en la zona, florecía la bonanza del caucho negro y de la tagua, el marfil vegetal que servía para hacer botones antes de que existiera el plástico, y los estadounidenses llegaban también impulsados por la construcción del Canal de Panamá, según me explicó después Fernando Keep. “En Turbo hubo incluso un cónsul de Estados Unidos a mediados del siglo XIX”, apuntó este historiador de la zona, hijo de un norteamericano que llegó al Urabá en los años 1930.

El enigma de la lápida de Russell se desveló más tarde gracias a un colega, Jim Wyss, corresponsal en Colombia del diario The Miami Herald. Como nosotros, Jim estuvo en Turbo y escribió sobre el misterio del periodista. Y según él mismo relató en una nota, en menos de 24 horas los lectores aportaron elementos sobre la historia del aventurero periodista.

(AFP / Raúl Arboleda)

Un obituario del periódico The Salt Lake Tribune señalaba que había nacido el 10 de diciembre de 1874 en Indianápolis y fallecido el 11 de enero de 1897 de “fiebre de la selva” en pleno río Atrato, la autopista fluvial del noroeste colombiano. “Murió en su camarote, asistido sólo por un nativo”, precisó el diario sobre este “joven Livingstone”, como lo presentaron.

Pero lo más interesante de Russell, según los datos sobre su vida que recabó Jim, fueron sus historias de viajes por la espesura verde de la Guyana Británica y de Venezuela y a lo largo del río Orinoco, desde donde para deleite de sus seguidores reportó sobre las minas de oro “en las fétidas selvas” y los “pantanos plagados de fiebre”, la misma que terminó matándolo.

Me hubiera gustado leer las crónicas de Russell sobre el drama de estos migrantes del siglo XXI. ¿Qué hubiera dicho de los miles de hombres, mujeres y niños que han salido en los últimos tiempos de Cuba o de Haití, o de sitios tan lejanos como Ghana, Congo, Senegal, Somalia, Camerún o incluso Nepal, Pakistán, Bangladesh, en periplos increíbles, por aire primero en muchos casos, y luego por rutas inhóspitas y ríos caudalosos, expuestos a estafas, robos y humillaciones, presas de enfermedades y de la ambición de gente sin escrúpulos para lucrarse de su desesperada búsqueda de un futuro mejor?

El sepulturero Evelio Cortez al lado de una tumba de un migrante no identificado en el cementerio de Turbo, el 15 de junio de 2016 (AFP / Raúl Arboleda)

Su pluma de reportero audaz seguramente se hubiera compadecido de los muertos sin identificar que descansan en 15 de las 200 bóvedas del cementerio de Turbo: 13 de 2013 y dos del 23 de enero pasado, según nos mostró Evelio. "Los recogen en aguas del Golfo (…). Llegan descompuestos y aquí quedan", nos dijo el sepulturero, resignado, sobre los cadáveres que debió acomodar en los nichos humildes del camposanto y que seguramente “queden ahí para siempre, sin que nadie los reclame”.

"Ha habido volteo de lanchas, ahogamientos y hasta desapariciones de estas personas en el mar", nos dijo el brigadier general Adolfo Enrique Martínez, al contarnos que en los patrullajes tras los narcotraficantes han rescatado muchos migrantes que los coyotes (guías pagos) llevaban de a 40 en embarcaciones para 20, sin salvavidas y a merced de olas “de más de cuatro metros de altura”. El comandante de la Fuerza de Tareas Neptuno, creada en 2014 para luchar contra el tráfico de drogas en el Caribe y que tiene base en Turbo, sabe bien sobre los migrantes ilegales que han muerto en las agitadas aguas del Golfo de Urabá, las mismas por las que navegamos una mañana soleada, pero en calma y con brisa suave.

Los migrantes, entre los que se cuentan embarazadas y niños pequeños, no sólo han muerto ahogados en las aguas del Golfo de Urabá que bañan las playas de Turbo, desde donde parten en lancha hacia las paradisíacas y agrestes playas de Sapzurro y Capurganá para intentar cruzar a Panamá, y de ahí seguir viaje al norte por Centroamérica. Muchos han fallecido intentando cruzar la tupida selva del Tapón del Darién, el casi impenetrable muro natural que separa Colombia de Panamá.

“De ese tema no quiero hablar”, me dijo Andy Sánchez, un cubano de 45 años que había salido de Remedios hacía varias semanas cuando lo entrevisté en un albergue improvisado en Turbo. “El paso puede ser cortico, unos días, pero es peligroso por las condiciones del terreno y porque está controlado por el narcotráfico”, añadió, en bermudas y sin camisa por el sofocante calor.

Aliex Artiles, otro cubano, pero de 33 años y oriundo de Cienfuegos, admitió tener claros los riesgos de la selva del Darién. En 2010 la cruzó, pero no desde el lado del Caribe, sino desde Juradó, una localidad colombiana sobre el Pacífico. Esa vez logró llegar a México, pero ahí se acabó su ‘American Dream’ y fue deportado a Cuba. Y por eso está dispuesto a volver a intentarlo.

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Como Andy y Aliex, cientos de cubanos se instalaron desde mediados de mayo hasta principios de agosto en una bodega prestada por alguien que se compadeció de verlos acampando frente a la iglesia de Turbo, represados en su marcha al norte por el aumento de los controles fronterizos en Panamá y otros países centroamericanos. Todos los que entrevistamos en ese depósito en el Barrio Obrero de Turbo, una zona que semanas después bautizaron Calle 8 en alusión a la mítica vía del barrio cubano de Miami, afirmaron preferir “una tumba en Colombia antes que volver a Cuba”.

“Estamos sin esperanza en Cuba, y cuando uno pierde la esperanza…”, me dijo, con mirada triste, Mercedes Salazar, una cubana de 38 años que trabajaba en los servicios de catering del aeropuerto de La Habana antes de lanzarse a la aventura de emigrar. “Y que gane Hillary, porque si gana Trump, ¡ay, que preparen las tumbas para nosotros!”, añadió, sentada en una de las precarias camas que había en el local de Turbo, donde dormían hacinadas unas 500 personas cuando estuvimos a mediados de junio.

Los cubanos saben que, como candidata presidencial del Partido Demócrata, Hillary Clinton se ha mostrado más sensible al tema migratorio que su contendiente republicano Donald Trump, que ha amenazado incluso con levantar un muro para separar a México de Estados Unidos. Pero el temor de los cubanos es que el descongelamiento de las relaciones que ha promovido el presidente estadounidense Barack Obama acabe con los beneficios legales de que gozan los isleños desde los años 1960.

(AFP / Raúl Arboleda)

Por eso, con tal de poner un pie en territorio estadounidense y acogerse así a la Ley de Ajuste Cubano que les da ventajas que el resto de la humanidad migrante no tiene, estos cubanos desencantados por el “no-futuro” que, según ellos, les ofrece su país, emprenden desde La Habana un viaje surrealista. Van de Cuba a Trinidad y Tobago o Guyana, adonde pueden ingresar sin visa, y de ahí entran como ilegales a Venezuela o Brasil, para llegar luego hasta Perú, pasar a Ecuador y de ahí a Colombia, siempre con la meta de alcanzar Centroamérica sanos y salvos. Como cruel ironía, muchas veces, en el vuelo que toman para iniciar la travesía, la primera escala es Ciudad de Panamá, adonde con suerte llegarán meses después. Entonces, claro, les queda atravesar todo México.

Mohamud Warfa Hirsi ya estaba en México a principios de agosto, según me dijo en un escueto mensaje este migrante somalí de 27 años. Criado en el campo de refugiados de la ONU Dadaab, en el este de Kenia, el más grande del mundo, Mohamud es uno de los miles de somalíes expulsados de su país por la violencia de una guerra civil de dos décadas. “Llegué de manera segura a México”, me contó.

Migrantes cubanos, haitianos y de otras nacionalidades esperan en el albergue temporal en Turbo seguir su travesía hacia EEUU (AFP / Raúl Arboleda)

Cuando lo conocí en Turbo, dos meses atrás, me había impactado su felicidad de sonrisa de oreja a oreja por estar finalmente en ese punto remoto del Caribe colombiano. "Mi viaje fue muy duro. (De Colombia) me deportaron tres veces", me indicó entonces en una calle polvorienta del centro de Turbo.

Junto a otros tres somalíes, entre ellos parientes, parecían los personajes de la película “The Good Lie” (2014). Uno de ellos, según me dijo Mohamud más tarde, murió en julio intentando cruzar la selva entre Costa Rica y Nicaragua. “Se cayó de la montaña”, señaló en uno de los tantos mensajes breves y en un inglés atravesado que me ha mandado vía Whatsapp desde nuestro encuentro en Turbo, en medio de ese aire denso por la humedad y la fritanga de los puestos de comida. La pérdida de su amigo lo había entristecido mucho, pero también la muerte de una madre haitiana que iba en su grupo y había dejado huérfano a un niño de unos cinco años, que además es sordo. Según me dijo, el fatal incidente había impactado a los 70 migrantes que intentaban cruzar la selva con él. En esa parte del viaje hubo siete muertos, aclaró.

“En la selva mueren más, pero nadie los puede contar”, me escribió, notoriamente conmovido, este hombre alto y robusto que sueña con ser médico algún día, “si Dios quiere”.

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Para muchos haitianos, que en los últimos meses superaron a los cubanos como primer país de migrantes ilegales transitando por Colombia hacia la frontera panameña, la desesperanza es el denominador común. Luego del devastador terremoto de 2010, el ya empobrecido país ha expulsado a su gente. A primera vista, al verlos en grupo en las caóticas calles de Turbo, muchas no asfaltadas y llenas de pozos como cráteres lunares, embarradas, con aguas sucias a los lados, se los confundía con los colombianos locales. Porque en Turbo, como en Haití, los descendientes de esclavos traídos de África son mayoría. “Pero para nosotros es fácil identificarlos. Uno los ve y sabe que no son de acá”, nos señaló un taxista.

En su largo viaje mucha gente los ayuda. Los cubanos, por ejemplo, estaban muy agradecidos con la gente de Turbo, en su enorme mayoría víctimas del conflicto armado colombiano. El secretario de Gobierno de Turbo, Hemélides Muñoz, nos dijo que eso explicaba la solidaridad de los vecinos: "Ellos pasaron por eso y saben qué se siente". Al local del depósito vimos llegar gente en moto con donaciones de ropa, comida. “Lo poco que tienen lo comparten”, me dijo Andy emocionado, mientras frente a la bodega, en la galería de una casa, un colombiano le cortaba el pelo a un migrante.

Cubanos y Haitianos abordan una precaria embarcación en Turbo para acercarse a la frontera con Panamá el 6 de agosto de 2016 (AFP / Raul Arboleda)

No se ven muchos extranjeros ahora en Turbo, luego de que el gobierno colombiano lanzara un plan de choque para combatir la migración ilegal, en particular contra los traficantes de personas “que los están tratando como si fueran mercancía”, de acuerdo con las declaraciones de las autoridades. Las fotos que envió a periodistas la oficina de Migración Colombia mostraban la bodega del Barrio Obrero vacía: solo cartones abandonados y camas rotas se veían dentro, y fuera, las aguas sucias junto al muelle donde estaban instalados los baños químicos daban cuenta de las decenas de personas que vivieron allí durante varias semanas, confiando en un puente aéreo organizado por el gobierno colombiano a México, por “razones humanitarias”, que nunca se concretó.

“La mayoría de sus ocupantes se acogieron a deportaciones voluntarias y abandonaron el territorio nacional por sus propios medios”, indicaron las autoridades migratorias de Colombia.  Se fueron a probar suerte en la selva, seguramente, como le contaron a Raúl cuando regresó a principios de agosto a Turbo para irse a Capurganá y Sapzurro detrás de ellos y de los coyotes. Dejaron atrás esa bodega que con Juanes y Raúl visitamos de día y de noche, donde, según me contaron, en las madrugadas se escuchaban los tiros de los narcotraficantes de la zona. Pero en ese depósito de aire enrarecido --"Cerramos por seguridad", me explicó Aliex, como pidiendo disculpas-- y con olor a tabaco, porque los cubanos fuman sin parar, se respiraba un ambiente de tensa espera, pero amable, como si los sueños de todos fueran demasiado buenos como para entristecer el ambiente.

Una migrante cubana llora antes de abordar el peñero a Capurgana, en el noroeste de Colombia, para seguir su viaje a Estados Unidos el 6 de agosto de 2016 (AFP / Raúl Arboleda)

 

Alina Dieste