En frontera México-EEUU, nada es lo que parece
TIJUANA, México, 27 de junio de 2014 - La muralla metálica, oxidada y remendada una y otra vez con parches de lámina, contornea como un holán la orografía y se extiende hasta perderse en los horizontes este y oeste, partiendo al desierto en dos. De un lado termina México, del otro empieza Estados Unidos.
Del costado estadounidense, las camionetas de la Border Patrol gruñen como lobos blancos mientras recorren y delimitan su territorio… y pobre de aquel que ose desafiarles. Mientras, miles de latinoamericanos se funden agazapados en los caleidoscópicos paisajes que ofrece el lado mexicano, esperando burlar a los lobos e ir en busca de su sueño americano.
Al cubrir el fenómeno migratorio de esta frontera de más de 3.000 kilómetros, una de las más transitadas del mundo, se cae irremediablemente en las cifras, en las políticas, en las circunstancias socio-económicas.
Once millones de inmigrantes indocumentados en territorio estadounidense, más de dos millones de deportados sólo en la administración de Barack Obama, una ola de 57.000 menores que migraron solos hasta Estados Unidos en los últimos ocho meses, una reforma migratoria que no acaba de cuajar en Washington, altos índices de pobreza y violencia en México y Centroamérica.
Pero los datos duros sirven de poco para aprehender la realidad de la frontera mexicano-estadounidense. En este desierto, donde las ondas de calor dibujan espejismos sobre la arena, nada es lo que parece.
Con las manos escondidas en el pantalón y la mirada clavada en la barda fronteriza, un joven que no parece superar los 15 años emerge de las polvorientas calles de la periferia de Tijuana, una vibrante ciudad del noroeste de México que crece cuatro hectáreas diariamente. Lleva los zapatos gastados y una mochila en los hombros.
Deportados sin hogar hacen cola para conseguir un desayuno gratis en un refugio a pocos metros del canal del río Tijuana, en la ciudad del mismo nombre. 11 de junio de 2014 (AFP / Omar Torres)
Podría ser uno de esos niños que migran completamente solos desde Centroamérica y que últimamente han abarrotado los albergues y hasta las bases militares de Estados Unidos.
“Para mí, más bien tiene facha de pollero (traficante de personas)”, susurra un vendedor ambulante de helados, haciendo referencia al creciente número de menores que son reclutados por bandas del crimen organizado, pues no son imputables ante la justicia en caso de ser sorprendidos traficando gente o droga, e incluso cometiendo extorsiones o asesinatos contra migrantes.
Detrás de su escritorio, un agente migratorio defiende la caza de indocumentados en territorio mexicano, sean menores o mayores. “Hay leyes, hay seguridad, hay reglas; eso se tiene que entender”, dice durante la entrevista, arremetiendo contra los defensores de los derechos de los migrantes que abogan por un libre tránsito.
Después de casi una hora de replicar o esquivar preguntas, el agente me acompaña a la puerta de su oficina para despedirme.
“Mucha gente nos reclama porque detenemos niños, pero nosotros tenemos en la cabeza rescatar a los niños (…) Hay casos que nos hacen llorar (…) Yo también soy un soñador romántico, yo también quisiera un mundo sin fronteras, pero no lo hay”, dice cerrando la puerta, y verificando de reojo que mi grabadora está bien apagada.
Personas sin hogar, la mayoría deportados de Estados Unidos, comen un almuerzo donado por una iglesia local cerca del río Tijuana (AFP / Omar Torres)
La “pesadilla americana”
“Ni loco vuelvo a ese infierno”, asegura Seferino Romo, mientras come con frenesí el plato de comida caliente que diariamente le ofrece un comedor caritativo para indigentes, a escasos metros de la frontera.
Hace 22 años que Estados Unidos deportó a este anciano de barba blanca y pocos dientes, y desde entonces su vida se estancó –como la de cerca de un millar de deportados– a orillas de un canal de aguas negras que serpentea el muro fronterizo. Vive al día, come lo que encuentra, duerme donde lo sorprende la noche. La totalidad de sus pertenencias cabe en un carrito de supermercado que empuja con dificultad, arrastrando sus zapatos agujerados.
Los 74 años de edad alcanzaron a Seferino sin que se decidiera a regresar a su natal Michoacán, donde asegura, “solo sería una carga”. Tampoco quiso a volver a cruzar la frontera, pues su vida en Estados Unidos le pareció más una “pesadilla americana” que un sueño realizado.
“Yo trabajé años allá, en el campo. Pasé calores, sed, hambre. Sufrí el maltrato y el racismo. De parte de los gringos, sí, pero más de los propios paisanos que sí tienen papeles”, dice sin rencor ni melancolía, mientras devora el plato humeante de frijoles y arroz frente a él.
—¿Está rico? —, le pregunto.
—No hija. Estoy pobre—, responde, sin afán de broma.
Me le quedo mirando sin saber si debo reír o avergonzarme. Si no fuera porque al cabo de unos minutos reanudó –como si nada– su plática, yo habría sido incapaz de salir de aquel silencio.
Desierto de camaleones
En esta frontera donde nada es lo que parece, su gente se vuelve camaleónica… capaz de difuminar e incluso tergiversar su verdadera identidad.
Los niños migrantes centroamericanos que son detenidos antes de cruzar clandestinamente a Estados Unidos lo niegan todo sobre sí. Niegan ser menores. Niegan ser centroamericanos. Niegan ser guiados por un pollero.
Dicen que son mayores para no ser separados del grupo de adultos con el que viajan. Dicen ser mexicanos para no ser deportados hasta sus lejanos países de origen, desde donde tomaría mucho más tiempo y recursos intentar un nuevo cruce de la frontera. Dicen que su pollero es su tío o su padre, porque si lo delatan, saben que lo pagarán con represalias.
“Uno se da cuenta (de que mienten) en las pláticas sobre la comida y el fútbol”, confía Uriel González, encargado de un albergue para menores. Al defender a su equipo nacional o pedir platillos que no son de México “se delatan inconscientemente”.
Antonio, un recién deportado de Estados Unidos de 17 años –pero que aparenta varios menos en sus amplios pantalones estilo rapero–, infla el pecho y se hace fuerte durante la entrevista.
Yo nunca tuve miedo” de cruzar la frontera de manera ilegal, dice alzando los hombros. “Pasamos la noche esperando a que se moviera la patrulla. Escalamos el muro con una escalera de varilla y después, del otro lado, bajamos de una cuerda con nudos”, explica, como quien describe una tarea rutinaria.
Pero Antonio se quiebra cuando le anuncian que ya lo está esperando un autobús para que regrese a su natal Irapuato. “Estoy contento de regresar a la casa y ver a mi mamá”, suspira, mientras la emoción le escurre por los ojos.
Un grupo de niños participa con sus dibujos en una protesta por los derechos de los inmigrantes en Tucson, Arizona, en marzo de 2006 (AFP / Héctor Mata)
Gabriel, otro menor mexicano recién deportado, se esfuerza en convencer a todo el mundo que merece ser tratado como un adulto. Dice que ya no sueña con ser futbolista ni artista de rock, y que dejó su violento y empobrecido estado de Guerrero determinado a trabajar de albañil en Estados Unidos, para cumplir un plan de vida bien definido.
—Allá sí puedes juntar para una casita, hacerte de un cochecito, mandar dinero para la familia... Acá nada más va saliendo dinero para comer—, dice con grandes ademanes.
El encargado del albergue gubernamental que le acogió lo interrumpe y pone la realidad sobre la mesa:
—Tenemos que avisarle a tus papás, recuerda que sólo eres un menor de edad.
Gabriel responde escondiendo la mirada bajo su gorra y cerrando los puños. Aunque el muchacho jura y perjura al encargado del albergue que no volverá a intentar cruzar la frontera, deja entrever que no permitirá que su padre campesino haya invertido "en balde" más de 500 dólares en su viaje en avión hasta Tijuana.
El último día de esta misión transcurrió en el comedor para indigentes del padre Ernesto, situado a unos metros del muro fronterizo y del canal de desagüe donde centenares de deportados viven como náufragos, en enclenques viviendas e incluso en hoyos que cavan bajo tierra.
Claudio es el encargado de organizar en una larga fila a los cerca de mil comensales que cada mañana acuden puntuales al comedor. Distribuye sonrisas entre las miradas afligidas, besos entre los rostros percudidos y abrazos entre quien se deje.
La valla que divide México (izq.) de Estados Unidos. Todos los días, un promedio de 164 mexicanos que buscan un futuro en Estados Unidos son deportados a Tijuana, en el noroeste de México. 10 de junio de 2014 (AFP / Omar Torres)
—¿Te puedo entrevistar?—, le pregunto.
—¿Quién eres?—, responde.
—Soy periodista, estoy haciendo un reportaje sobre lo que pasa aquí, en la frontera.
—¿‘Pa qué? Nadie lo va a leer.
Resulta que antes de convertirse en seguidor del padre Ernesto y voluntario del comedor para indigentes, Claudio era guardaespaldas de narcotraficantes de Sinaloa, el feudo del ahora capturado capo Joaquín “El Chapo” Guzmán. No detalló las tareas que estuvieron a su cargo, sólo dijo que “todo era muy violento”. Ahora, que ya ni piensa en continuar su camino hacia el norte más allá de la frontera, sigue siendo guardaespaldas. “Pero de los buenos”.
—¿Por qué pones esa cara? ¿No parezco lo que soy?—, me lanza con una sonrisa retadora. —¿Te dio miedo o ya te caí mal?
—No, para nada. Yo estoy aquí para eso, para escucharlo todo. No estoy para sentir ni juzgar.
—Uyyyy… qué profesional, ¿no? La reportera… Yo te vi en el comedor, hablando con Don Seferino, el viejito de la barba blanca. Te dijo lo de sus hijos en Michoacán, de cómo se aguanta las ganas de verlos con tal de no ser una molestia. Acabaste por guardar tu grabadora y sacar pañuelos. Uno para él y otro para ti. Ya ves… tú tampoco eres lo que pareces.
(Los nombres de los menores migrantes fueron modificados por su seguridad)
La valla que divide México (izq.) de Estados Unidos. Todos los días, un promedio de 164 mexicanos que buscan un futuro en Estados Unidos son deportados a Tijuana, en el noroeste de México. 10 de junio de 2014 (AFP / Omar Torres)
* Yemeli Ortega es corresponsal de la AFP en México.