Entonces, ¿así era clasificar a un Mundial?
La única vez que había visto a Perú llegar a un Mundial fue en España-1982. Tenía 6 años y recuerdo que los profesores de mi escuela en un barrio popular de Lima sacaron un televisor gigante con estructura de madera al patio del colegio. Era el duelo contra Camerún, que empataron sin goles. Ya no me acuerdo más. Ni del empate con Italia 1-1 ni de la atropellada 5-1 que le propinó Polonia.
Por esa época Teófilo Cubillas, César Cueto, Julio César Uribe y Juan Carlos Oblitas eran nuestros héroes. Cuando jugaba en las calles cerca a mi casa yo quería llevar la camiseta 8 de Cueto, zurdo como yo. O la 7 de Barbadillo. Pero me daban la 1, como para no estorbar.
Hoy tengo 42 años y mi generación, crecida entre atentados de Sendero Luminoso, hiperinflación y crisis económica, no ha aportado un solo jugador que haya ido a una Copa del Mundo.
Nos acostumbramos a ver a Perú fracasar a la mitad de la clasificatoria. Luego vendría una reactivación económica que no se condecía con lo futbolístico.
En la redacción tenemos colegas que ya vieron a Perú en los Mundiales del 70, 78 y 82. “Ya vienen los goles de Cubillas” decía por aquella época un querido narrador deportivo de TV. Pero esa escuadra dorada se fue y vino una caída sin fondo.
Sin ídolos locales, nos convertimos en masoquistas profesionales y pesimistas reaccionarios. Los peruanos -sobre todo los que estábamos obligados a cuidar el arco- buscamos inspiración en las atajadas de alemán Harald Schummacher o del belga Jean Marie Pfaff, de Chilavert y del argentino Goycochea. Y, los que la rompían en el campo soñaban con ser Paolo Rossi, Diego Maradona o algún miembro del “scratch” brasileño.
A Perú le gusta el fútbol, como a Sudamérica entera. Con cuatro periódicos deportivos en el país, a falta de triunfos locales, los peruanos han vivido acribillados con portadas de fútbol europeo, con Neymar, Messi y Cristiano Ronaldo como protagonistas.
Pero el último miércoles fue diferente: los nombres de Cueva, Flores, Farfán y, cómo no, de Paolo Guerrero, se lucían en las camisetas que los peruanos vestían orgullosos por las calles, antes del partido final para volver a un Mundial luego de 36 años de ausencias.
Un detalle interesante para entender esta cobertura periodística es que la última vez que Perú fue a una Copa del Mundo ninguno de los jugadores que integran la actual selección había nacido.
Clasificar se trataba de un episodio totalmente nuevo para muchos de los que el miércoles estuvieron en el Estadio Nacional de Lima. Y también para casi toda la prensa peruana.
Incluso disputar el repechaje con Nueva Zelanda, un equipo al que no habían visto ni en amistosos de ligas menores, era nuevo.
Hasta esta ocasión, en Perú las coberturas solían ser iguales para eliminatorias: un arranque optimista, pirotecnia de la prensa, y luego el humo se cernía sobre un bajo rendimiento, poco compromiso y concentración, además de indisciplina y escándalos.
A la mitad de las clasificatorias Perú ya tenía, siempre, un pie fuera. Si habitualmente el fútbol inca había dejado de ser interesante para el mundo, para esa época sus duelos eran meros trámites.
Luego llegaba un nuevo Mundial y, otra vez, la oficina de Lima no tenía un equipo al que hacerle seguimiento. “Menos trabajo”, podría decir alguien. Pero, ¿seguir periodísticamente a tu selección en una Copa del Mundo es en verdad un trabajo o un privilegio?
No sabíamos. Mi labor como corresponsal me llevó a Brasil-2014 y cubrí siete juegos, entre ellos de Argentina, Brasil, Francia y Portugal. Hacer las previas, abordar a los jugadores, sentir como un estadio cobra vida. Encontrarte con colegas que vienen del otro lado del mundo y con los que sólo habías intercambiado correos electrónicos. Una gran experiencia.
Pero no tenía idea de cómo era ver a mi propio país llegar hasta allí. Fuimos ausentes hasta de los álbumes de “figuritas”.
En estas eliminatorias a Rusia-2018 Perú no era favorito. Sin estrellas, nadie creía en la gesta. Pero la suerte existe y así lo admitió el DT Ricardo Gareca. A mitad del camino y al borde del desahucio, una quita de puntos a Bolivia por la alineación irregular de un jugador puso a Perú a respirar de nuevo.
Aunque la suerte, así solita, no sirve. Como diría Thomas Jefferson, “cuando más duro trabajo más suerte tengo”.
Gareca se había esforzado. Como hacen los famosos chefs peruanos, fue de los Andes y la Amazonia, hasta todos los rincones de la costa a buscar jugadores que nacen en terrenos humildes. Les hizo creer y les devolvió la identidad.
Entendió la esencia de Perú: un país que ama comer y cuya gastronomía es resultado de ingredientes de todas las regiones, de todas las sangres, que se amalgaman. Cuando el golpe de suerte llegó, Gareca simplemente lanzó todos los ingredientes al fogón. ¡Y cocinó!
Silenciosa y humildemente Perú se puso quinto en Sudamérica y pasó a disputar el repechaje. Nuestro plan de cobertura cambió completamente: despliegue en el estadio, en las calles, orden de inamovilidad para reaccionar, incluso, con un resultado adverso. Y prepararse para contar un hecho histórico que, tras una ida sin goles en Wellington, se definiría en Lima.
Carlos Mandujano estaba en el estadio para el reportaje de fin de juego. Luis Jaime Cisneros quedó atrincherado para tomar reacciones y hacer un enfoque post partido.
Rachel Rogers de video dentro del estadio y Maurizio Piñas afuera iban a registrarlo todo, junto con los fotógrafos Ernesto Benavides y Luka Gonzáles. Sus imágenes se han paseado por el orbe.
Y yo debía alertar al mundo el resultado. Estábamos listos. Nuestra profesión nos demanda objetividad. Fue difícil despojarse del traje de hincha.
Poco antes de las 21H15 quisimos pedir una pizza para comer, pero ningún restaurante se dignó en levantar el teléfono.
Hasta que llegó el minuto 27 del juego. Mi garganta, desacostumbrada a gritar goles, se quebró a mitad del trayecto: “¡Goooo……ooo…oooool! Las calles afuera de la oficina estallaron. Estamos cerca de uno de los mayores puntos de concentración de los hinchas, el Parque Kennedy de Miraflores.
Eufórico, lanzo mi lapicero lejos. También el muñeco de Darth Vader que tengo sobre mi escritorio. Golpeo la mesa. Quiero agarrar algo pero no sé qué. Luis Jaime sale corriendo despavorido por toda la oficina. Saca la cabeza por la ventana. “¡Gooooooooooooooool, carajo!”.
Nos sentamos de nuevo. Hay que escribir: “Christian Cueva picó por la izquierda, controló la pelota y puso un pase certero a la zona del '9'. Tal vez creyó ver a su compañero Guerrero, pero era "la foquita" Farfán quien llegaba para recibir y acomodar un misil en las redes de Marinovic”.
Mandujano, en el estadio, avisa por WhatsApp: Farfán tiene en las manos la camiseta 9 de Guerrero, para celebrar.
Perú era superior pero la entrada de Chris Wood en el segundo tiempo, descolocó. Había que estar atento para cambiar el giro de la nota. Si los kiwis empataban era el fin. Ganaban porque su gol de visita, en la práctica, valía el doble.
Pero Latinoamérica hinchaba por Perú: Los clasificados y los eliminados. Esa mañana, una pareja de peruanos se había casado con la camiseta de la selección. Él con la 20 y ella con la 18. “2018”, aquel número que en el triunfo ante Ecuador se formó cuando Carrillo y Flores se dieron un abrazo.
Gareca, por su parte, había cumplido su cábala: se tomó una foto con una novia vestida de blanco que encontró en el hotel de la concentración.
Luego todo se selló: “En la segunda mitad, a los 65, un tiro de esquina se escurrió por entre las torres neozelandesas y llegó a los pies de la ‘sombra’ Christian Ramos quien, también en posición de '9', metió un zapatazo que dejó sin garganta al Estadio Nacional”.
Otra vez la descarga de gritos, pero esta vez en un escenario controlado. El partido ya apuntaba a un ganador y debíamos tener todo en orden. “Farfán y Ramos se visten de Guerrero y devuelven a Perú a un Mundial”.
En algunos manuales publicados en redes sociales sobre cómo hacer negocios en Perú, se comenta que los peruanos suelen llegar tarde a las citas. En esta cita a Rusia-2018 se hizo del cupo 32, el último en disputa. Ironías de la vida.
Fue un trabajo duro. El cronista Jaime Cordero escribió hace poco que el país era como Aldo Corzo, un esforzado lateral del equipo que se reconoce limitado, y sobre cuya banda carga el enemigo. Fue él quien, en el último duelo de eliminatorias con Colombia, metió la cara para interrumpir un pase del rival y generó una falta.
“Como no le sobra nada, se preocupa mucho por estar siempre a punto físicamente y tácticamente; es de lo más aplicado que hay. Finalmente, está dispuesto a poner la cara frente ante los toperoles levantados del rival, como quedó claro contra Colombia en la jugada que desencadenó el tiro libre (que pateó Guerrero) que nos dio el empate” y que puso a Perú en el repechaje.
La gente invadió las calles. “Te esperé con mi padre, ahora te veré con mis hijos”, posteaban en redes sociales. En el emporio de confecciones del popular sector comercial de Gamarra se vendieron 1 millón de camisetas de la selección.
Aquella mañana Perú había puesto a volar a sus aviones Mirage en los alrededores del hotel de Nueva Zelanda para alentar a su equipo. No había cómo no ganar. Perú volvía al Mundial y al álbum de “figuritas”.
El tránsito era infernal durante toda la madrugada. Pero nadie reclamaba. El gobierno declaró feriado público y los colegios no tuvieron clases. Parecía Nochebuena o Año Nuevo. ¿Así es como se siente cuando tu país va a un Mundial? Sí, algo así.