En lo profundo de la Amazonía
Territorio Waiapi, Brasil – Hay un momento, cualquiera que sea el recóndito lugar por el que se viaje, en el que urgirá hacer esa pregunta: ¿dónde está el baño? Pero al comienzo de una extraña visita al territorio de la tribu waiapi, en lo profundo de la Amazonía, la pregunta tenía otro matiz: ¿cómo es el baño?
La tribu waiapi entró en contacto con el mundo moderno recién en 1970 y desde entonces se ha esforzado para preservar su modo de vida. Vestidos con taparrabos rojos y sus pieles pintadas con el rojo del achote y el negro de la genipa, los waiapis todavía viven de la caza, pesca y agricultura de tala-quema a pequeña escala en los rebosantes bosques de Brasil.
Llegamos a la zona con un equipo de tres periodistas de AFP en un auto 4x4 blanco, después de haber conducido la mayor parte del día por caminos difíciles. Descargando nuestra vasta colección de cámaras, computadores, repelentes de insectos, impermeables y otros equipos bajo la mirada de decenas niños de la aldea (que iban casi desnudos), estaba claro que teníamos que hacer un ajuste.
Luego llegó esa pregunta urgente y un líder waiapi –adornado con collares y pintura corporal- nos guió por un camino de barro hasta un río poco profundo, donde nos dejó.
Examinamos estos “baños” waiapi con una considerable perplejidad. En una parte del río, los niños –vestidos con versiones pequeñas de la ubicua tela roja-, chapuceaban. A poca distancia, en medio del río, había una plataforma de madera del tamaño de una mesa.
¿Estábamos dispuestos a acuclillarnos en la plataforma? ¿Ir al bosque en los márgenes del río? ¿Hacerlo enfrente de la gente?
Desconcertados y demasiado avergonzados para llegar hasta el final de esta historia, nos retiramos, conscientes de que tal vez iba tomar un poco más llegar al baño.
Geográficamente, los waiapi no están tan aislados. El pequeño pueblo Pedra Branca está a solo dos horas por un camino sin pavimentar. Macapá, capital del estado Amapá, adonde llegamos tras hacer dos vuelos en avión desde Rio de Janeiro, está a solo tres o cuatro horas en auto. Pero la tribu se ha esforzado mucho por evitar que las personas atraviesen esas cortas distancias… y por una buena razón.
Su primer contacto con los blancos en la década del 70' introdujo en la comunidad enfermedades como el sarampión, que casi aniquiló a los waiapi, carentes de inmunidad y sin vacunas. Hoy son 1.200 personas, pero enfrentan una nueva amenaza: el presidente Michel Temer, partidario de la expansión económica, está dispuesto a abrir la reserva natural que los rodea a mineras extranjeras en busca de oro y otros minerales.
Los planes de Temer, que fueron suspendidos por presiones de los ambientalistas, eran la razón por la cual AFP hizo esta cobertura. Queríamos darles una voz a los indígenas que han vivido en la zona desde mucho antes de que llegaran los primeros europeos a América del Sur.
A medida que las presiones de los taladores, mineros y empresarios agrícolas aumentan sobre la Amazonía, tribus como la waiapi son comúnmente retratadas como los guardianes del “pulmón del planeta”. Sin embargo, el mundo exterior rara vez los escucha.
En la oficina de AFP en Rio de Janeiro, a unos 2.900 km, obviamente lo primero que hicimos fue buscar en Google Maps. Todo lo que mostraba era un camino serpenteante hacia el norte a través de un verde profundo, antes de interrumpirse abrupta e intrigantemente bajo la palabra “Waiapi”.
Hicimos llamadas para preguntar cómo hacer el viaje, consultando a activistas medioambientales, instituciones del estado a cargo de las áreas protegidas y los derechos indígenas, amigos aventureros….
Lo bueno para los corresponsales en Brasil es que los contactos –incluidos los funcionarios- son generalmente muy amigables. Lo que no ayuda es que tienen la tendencia a prometer de todo y luego desaparecen sin cumplir nada.
Durante varias semanas tratamos de obtener permisos para visitar a gente que vive sin electricidad, mucho menos celulares y computadores, pero todas nuestras herramientas eran modernas: correo electrónico, Whatsapp, teléfono, Skype, Facebook.
Los arreglos finales fueron con Apina, un consejo conformado por los waiapi en los años 90 para organizar la demarcación de su territorio (un paso clave para mantener alejados a los visitantes indeseados). Utilizaron una radio VHF para obtener aprobación a nuestra solicitud por parte de los jefes del caserío escondido en el bosque y finalmente llegó la autorización, con una carta de Apina, que nos impresionó por lo formal.
Incluso después de viajar hacia Pedra Branca, hubo un momento de crisis en el que parecía que no íbamos a llegar.
Nuestro contacto en el caserío era el destacado Jawaruwa, quien el año pasado se unió al Consejo de la Ciudad de Pedra Branca, convirtiéndose en el primero de los waiapi en ganar un puesto de elección popular. Estaba ansioso por ayudar.
Estábamos justo a punto de subirnos a nuestro 4x4 con Jawaruwa, cuando llegó un mensaje de texto informando que habían disparado a alguien en uno de los poblados.
Estos últimos meses han estado circulando historias terribles sobre buscadores de oro ilegales que asesinan a indígenas y sobre hombres armados vinculados a los terratenientes que matan a granjeros pobres no indígenas que se cruzan en su camino.
Así que nos temíamos lo peor. Si se trataba de un ataque de foráneos, habría una tensión enorme y nuestro viaje sería cancelado.
Afortunadamente habíamos establecido una buena relación con Jawaruwa y atendió a nuestras súplicas para que no abandonara la misión. La preocupación en su rostro era imposible de ocultar –nos explicó que la muerte de un waiapi es como la pérdida de un familiar para los miembros de la tribu-, pero le tranquilizamos explicándole que estábamos acostumbrados a trabajar en contextos delicados. “Podemos tratar de ir y ver”, dijo, “pero si la gente está muy afectada, no les dejarán entrar y tendremos que dar media vuelta”.
Era todo lo que se podía pedir.
Seguimos el camino en nuestro 4x4 y nos desviamos hacia una carretera que parecía cortar un océano de árboles elevados. Nos preguntábamos, en cada recodo, qué nos íbamos a encontrar.
En un momento dado, en un pequeño puente de madera apareció un cartel en el que se leía: “Tierra protegida”.
“Para aquí”, dijo Jawaruwa, aún con su vestimenta urbana de vaqueros y camiseta, pero complementada con un hermoso tocado de plumas.
Al salir del coche, el silencio era estremecedor, pero gradualmente fue dando paso al ulular de los pájaros y al sonido mecánico y rítmico del zumbido de los insectos.
Fue entonces cuando los vimos: unos 20 waiapis emergían entre los árboles, casi desnudos a excepción de algunas telas.
Hoy en día, el periodismo está cada vez más pautado por actores sobre los cuales los periodistas tratan de reportear.
Todavía se elaboran reportajes buenos y originales, por supuesto. La red global de la AFP, por ejemplo, es capaz de explorar regularmente rincones del mundo que a muchos les cuesta alcanzar. Pero, en general, los especialistas en relaciones públicas, los responsables de comunicación, los analistas –diferentes formas de llamar al mismo tipo de personas que tratan de controlar los medios-, están en ascenso.
Así que esta reunión en la selva era impresionante por razones que van más allá de esas ropas rojas brillantes que emergieron de una muralla verde.
Los tres nos miramos sorprendidos, pensando lo mismo: “Esto es real”. Jawaruwa nos dijo que avanzáramos.
En ese momento, ya se había confirmado que el disparo había sido solo un accidente de caza y que la víctima sobreviviría, así que los nervios se habían relajado e íbamos a poder quedarnos.
Estábamos emocionados. Aunque un montón de periodistas han conseguido visitar a los waiapi antes de nosotros, obtuvimos algo que nuestros colegas no tuvieron la suerte de tener: tiempo. Las visitas anteriores habían sido fugaces pero, en esta ocasión, la tribu dijo que podíamos quedarnos cuatro días, aunque cuatro días apenas sirven para rascar la superficie…
Nunca íbamos a conseguir más que hacernos una idea superficial del sistema espiritual de los waiapi, en el que multitud de espíritus volátiles vive en los árboles y en los animales. Ni íbamos a tener tiempo para seguirles cuando fueran a cazar, pero disfrutamos de su pescado y de un mono bastante sabroso, aunque de aspecto chamuscado, que trajeron del bosque. Y nuestras aptitudes lingüísticas no fueron mucho más allá de un “gracias”.
Sin embargo, al mismo tiempo, sabíamos que éramos increíblemente afortunados. Sólo pasando el rato con ellos, observando su vida cotidiana, durmiendo en hamacas bajo enormes estrellas en un cielo sin contaminar, y bebiendo su tradicional y formidable poción de cerveza de mandioca llamada “caxiri”, conseguimos capturar un destello de un mundo completamente alternativo.
A veces un reportaje, incluso en historias enormemente relevantes, puede girar alrededor de una sola declaración clave. Y el periodista esta dispuesto a esperar toda la noche frente a la puerta de alguien o perseguir a un portavoz durante horas para conseguirla.
Un viaje como éste, sin embargo, exige herramientas diferentes. Desde el momento en que llegamos al poblado, empezamos a ser bombardeados con novedades: cada cara pintada, cada grupo de gente sentada alrededor del fuego, cada niño correteando descalzo era una foto, un video o una entrevista. Estábamos en la versión periodística de una tienda de caramelos.
El desafío no era sacar una “declaración”, sino lograr tener un plan para convertir esta abundancia en diferentes historias, y dada nuestra ignorancia sobre los waiapi, estar listos para cambiar ese plan.
Algo que tuvimos que aceptar rápidamente es que no todo es lo que parece a primera vista. Así que la primera imagen de guerreros de pecho desnudo y flechas y arcos de 1,80 metros no era falsa. Los waiapi son cazadores muy hábiles y maestros en encontrar en el bosque lo que se necesite para sobrevivir, desde un techo para dormir hasta medicinas o armas.
Pero nos dimos cuenta de sorpresivos elementos modernos enraizados en este antiguo estilo de vida. Por ejemplo, uno o dos indígenas tenían celulares, que usaban para tomar fotos dado que no hay señal en la zona.
El hijo mayor del jefe tenía un desvencijado set de televisión y un plato satelital instalado en el techo de paja, bajo el cual dormían. Nunca lo vimos funcionado. El hijo menor, un hombre de gran estatura que exhibía orgulloso un palo de madera, tenía un auto, probablemente el único entre los waiapi. Aunque esos días nunca tuvo gasolina.
Incluso cuando los mayores de los waiapi son estrictos en reforzar su cultura, los miembros de la tribu visitan Pedra Branca. Son expertos en navegar entre lo que parecen ser dos realidades alternas.
Cuando le dimos un aventón a un joven de la tribu, paramos en las afueras del pueblo para que pudiera cambiarse el taparrabos por un pantalón, una camiseta polo y unos zapatos de cuero. Vimos a Jarawawa hacer esta metamorfosis a la inversa, sacándose las “ropas de la ciudad” cuando llegó al bosque y luego emergió casi desnudo, con la piel cubierta con tintura roja y bastante más relajado.
Hablando de autos, hay que mencionar que los waiapi generalmente van a pie, contentos de caminar largas distancias entre los pueblos o al salir a cazar, pero estaban encantados con la disponibilidad de un 4X4, que se convirtió en una especie de servicio informal de taxi de la selva. A veces, hasta una docena de ellos encontraba el modo de meterse.
Pero, tal vez, el aspecto más sorprendente era lo cómodos que se sentían los indígenas frente a nuestras cámaras y libretas de apuntes. Nos preocupaba que dudaran de hablar, sin embargo, parecían captar de inmediato lo que queríamos de cada historia.
En uno de los caseríos, unos diez habitantes hicieron una línea recta para la cámara de Marie, sacudiendo sus lanzas y gritando en una mini-protesta contra Tremer, que no habría estado fuera de lugar frente a algún edificio gubernamental pero que estaba ocurriendo para nosotros en las profundidades de la Amazonía.
Jarawawa, quien obviamente tiene más experiencia tras haber sido electo en un cargo público, se dio cuenta de que notábamos la cantidad de trabajo a cargo de las mujeres en el caserío principal, donde dormimos.
Era imposible que no lo notáramos: las mujeres cuidan el fuego, recolectan la yuca, luego la preparan por horas para convertirla en licor y a menudo las niñas cuidan a los numerosos bebés.
Una de estas duras mujeres, fue muy franca: “No”, respondió cuando Marie le preguntó si era feliz.
Jarawawa vino por iniciativa propia para explicar que los hombres cazan y derriban los árboles para hacer parcelas. Justo en ese momento, un grupo de hombres con hachas iba a cortar árboles, y nos invitaron a acompañarlos.
Su flexibilidad más que nada mostraba que los waiapi son grandes sobrevivientes. Absorben lo necesario de los desarrollos modernos, incluso invitar a medios como el nuestro, para apaciguar la presión del mundo exterior, mientras trabajan para proteger sus tradiciones. Es una forma de abordarla más sofisticada que la de esconderse en el bosque, como lo hacen aún algunas tribus no contactadas.
Los waiapi nos dejaron libres para deambular como quisiéramos. No parecía que tuvieran un día muy estructurado, fuera de levantarse con el sol y acostarse en sus hamacas con la oscuridad.
Casi no paramos de hacer entrevistas o capturar imágenes, pero cuando los tres nos sentábamos ante el fuego para comer o beber café instantáneo con leche en polvo (que trajimos del pueblo), tendíamos a compartir más nuestros sentimientos sobre este inusual viaje.
Apu nos contó que su bisabuela era de una tribu indígena y que había sido robada cuando niña, y finalmente se casó con un blanco y formó una familia. Se considera brasileño, pero tiene raíces en pueblos que tal vez vivieron de forma similar a los waiapi.
El vínculo le dio un sabor agridulce a Apu y nos hizo pensar en la trágica historia de Brasil con los pueblos indígenas y en la posibilidad de sobrevivencia de los waiapi en el largo plazo.
Nos preguntamos incluso si nuestra visita, movida por el deseo de informar sobre personas que los poderosos de Brasil ignoran, no acabaría teniendo efectos negativos en la tribu.
Aquí un ejemplo.
Constantemente admirábamos cómo los waiapi casi no generan basura, manteniéndose desconectados de nuestro mundo industrial y consumista. Usaban cáscaras de calabaza como tazas y delgadas piezas de caña para sorber líquidos.
Pero cuando llegó el momento de partir, las mujeres rápidamente tomaron nuestras botellas, platos y cubiertos plásticos. Nos sentimos culpables. Los horribles platos y botellas no se veían bien en ese entorno, pero ¿se puede negar a la gente algo tan práctico como el plástico cuando está disponible?
Alrededor de la fogata, nuestra conversación inevitablemente volvía a preguntas más prácticas, aunque fueran igualmente difíciles de responder. Como todo ese misterio de los baños waiapi.
La buena noticia es que después de una investigación tenaz, nos dimos cuenta cómo funcionaba el río.
Había dos ríos cerca del pueblo: uno poco profundo y era para los “llamados de la naturaleza” y otro más hondo para nadar y bañarse, algo que los waiapi se tomaban muy en serio.
La plataforma de madera, sin embargo, no era lo que imaginábamos. Era para lavar ropa. Imaginen el escándalo que evitamos. Y el hecho de que los niños chapucearan muy cerca también era normal, porque la parte del baño estaba unos 20 metros más abajo. Verdaderamente simple.
“Vas a la mitad del rio, haces tu asunto y te lavas con el agua”, explicó Jawaruwa. No se necesitaba papel higiénico, otro “plus” para el estilo de vida ecológico de los waiapis.
Pero todavía quedaba el rompecabezas de cómo se hacía eso sin ningún tipo de privacidad: los niños chapuceando, potenciales personas lavando ropa y la posibilidad de que otro o varios otros pudieran tener la misma necesidad de ir al “baño-río” al mismo tiempo.
Al compartir sus preocupaciones con el jefe del caserío, le concedieron a Sebastian dos jóvenes guardias vestidos con taparrabos rojos para que protegieran el acceso al rio. Pero tener a dos personas paradas mirando no fue un alivio, y Sebastian regresó abatido tras haber tenido que abortar una vez más la misión.
A partir de ese momento, reservamos estos delicados momentos para las noches estrelladas o los arbustos durante el día, preguntándonos si habría animales peligrosos y sintiéndonos a cada instante como los torpes extranjeros que éramos.
Había mucho que no entenderíamos de los waiapis, y viceversa.
Aun así, el día que nos despedimos, rodeados de esos maravillosos árboles y el barullo de los pájaros e insectos, había un afecto genuino entre nosotros y nuestros anfitriones.
Somos de dos mundos diferentes, pero logramos entender algo importante: compartimos el mismo planeta y nos necesitamos los unos a los otros.