Demasiado bonito como para perderlo
Estábamos a finales de enero cuando me propusieron cubrir el campeonato europeo de fútbol femenino en Holanda. Era tentador. Para empezar, la propuesta llegaba en un momento en el que Praga, mi ciudad natal, estaba cubierta de nieve y la perspectiva de una cobertura bajo el sol de julio era sugerente. En segundo lugar, me encanta salir de reportaje y, en tercer lugar, adoro el fútbol.
No había nada que objetar, era idóneo desde cualquier punto de vista.
Ya conocía las versiones femeninas del básquetbol, del balonmano, del vóley y había cubierto en varias ocasiones el tenis femenino, pero el fútbol de mujeres era «terra incognita» para mí. Existe en la República Checa pero, como en muchos otros lugares, es bastante ignorado y he de confesar que nunca me había sentido tentado por asistir a uno de esos partidos.
Los amigos a los que les hice partícipes de mis proyectos tuvieron reacciones bastante diversas. En tanto que país excomunista, no se puede decir que mi patria glorifique la diversidad, ya sea en materia de refugiados, homosexuales, gitanos o, en este caso, de mujeres futbolistas... así que a veces parecía que iba a ser un mes difícil aunque, al mismo tiempo, aguardaba impaciente la experiencia…
Mi primera sorpresa se produjo en las ruedas de prensa previas al partido de apertura del campeonato, un Alemania - Suecia. Para mi asombro, las alemanas llenaron la sala de prensa, igual que sus adversarias al día siguiente.
La segunda sorpresa, más fuerte, me sobrevino a las puertas del estadio de Utrecht al ver la masa naranja que venía a ver el encuentro Holanda - Noruega. Niños, hombres y mujeres ataviados con camisetas, gorros y las caras pintadas con el color nacional se agolpaban en el recinto. Era una muchedumbre tan ruidosa y animada como la de los partidos masculinos, pero con una diferencia importante: los disturbios de los hinchas brillan por su ausencia en esta disciplina.
Pude comprobar que los aficionados holandeses estaban convencidos de que: a) el fútbol femenino es un deporte que merece la pena ser visto, b) necesita apoyo, motivo por el cual estaban ahí, y c) Holanda iba a ganar, no solamente ese partido, sino todo el campeonato. Y tenían razón en todo, me di cuenta rápidamente. Estuve a punto de convertirme en un auténtico fan y consiguieron que me tomara el campeonato como algo verdaderamente serio.
Para incrementar la visibilidad del campeonato, la UEFA ha aumentado el número de equipos de 12 a 16. Se trata de una idea excelente ya que los nuevos llegados a veces suponen una gran sorpresa, como Austria, que en semifinales cautivó a multitud de telespectadores y atrajo a los compatriotas a bares y espacios públicos para ver el encuentro. La situación fue la misma con Dinamarca e Inglaterra, cuyos equipos también llegaron a semifinales, y, por supuesto, con Holanda.
En todos los partidos en los que jugó Holanda se agotaron las entradas, incluso las 28.000 puestas a la venta para la final disputada en el estadio de Enschede. Al día siguiente, más de 10.000 personas se juntaron para dar la bienvenida a las ganadoras en el parque central de Utrecht.
Antes de la final pude ver, en uno de los entrenamientos, una larga cola de fans, sobre todo niños, que aguardaban a sus jugadoras en las inmediaciones del estadio De Lutte con sus camisetas de las Leonas Naranjas.
Fue un momento especial que me hizo entender una de las razones por las que el juego de estas mujeres es algo especialmente valioso: cuando las jugadoras acabaron de entrenar y de hablar con la prensa se dirigieron a la cola y saludaron uno por uno a todos los fans, firmaron sus camisetas y se hicieron selfies con quienes lo solicitaron. Todas las jugadoras, holandesas o no, se mezclaron con la afición. La atmósfera era de una gran fiesta familiar, sin tensiones y sin luchas.
El partido, en cambio, no tuvo nada de amistoso.
“Las mujeres no lloriquean como los hombres”, me explicó un hincha en Utrecht. Y la verdad es que vi muy pocos piques o caídas fingidas. Algunos partidos fueron muy duros y varias jugadoras acabaron con vendas en la cabeza e incluso con puntos de sutura, como la portera suiza Gaelle Thalmann. Pero las mujeres nunca bajan los brazos. La determinación era la palabra clave de todos los encuentros.
Los primeros partidos no fueron del mejor nivel, pero una vez que pasó la fase eliminatoria, se convirtieron en otra cosa. La final fue verdaderamente de un nivel excepcional, con un Holanda-Dinamarca lleno de vuelcos e imprevistos hasta el 4-2 y el pitido final.
En 25 días de cobertura tuve, además, la oportunidad de conocer un montón de jugadoras formidables.
Como la afgana Nadia Nadim, que encontró una segunda patria en Dinamarca tras huir de la suya con su madre y sus cuatro hermanas cuando los talibanes mataron a su padre.
La capitana del equipo alemán, Dzsenifer Marozsan, nacida en Hungría y cuya autoridad es tan grande dentro como fuera del campo.
La valiente escocesa Frankie Brown, que tiene un doctorado en inmunología y mezcla su pasión deportiva con un trabajo a tiempo parcial en la Universidad de Bath.
La libero-inglesa Millie Bright, con su peinado complicado y su sólido apretón de manos.
La sueca Stina Blackstenius que, a pesar de sus aires de dura de pelar, se deshizo en lágrimas al recordar la derrota de su equipo en los Juegos de Rio.
La brava capitana danesa Pernille Harder, que mantuvo una calma olímpica durante la rueda de prensa al responder pacientemente a las preguntas más bien ridículas de un periodista sobre su relación con una defensora sueca.
La joven estrella holandesa Vivianne Miedema, traspasada del Bayern al Arsenal y capaz de hablar de fútbol sin parar.
La infatigable centrocampista austriaca Laura Feiersinger, dispuesta a correr kilómetros para llevar a su equipo a la victoria.
Y, además, las entrenadoras:
La sueca Pia Sundhage, siempre preparada para deliberar sobre las sutilezas del juego, la escocesa Anna Signeul, que se dirigió hacia mí en una rueda de prensa con la mano extendida y me dijo: «Hola, soy Anna ¿Quién eres?».
Sin olvidar a los hombres:
El austriaco Dominik Thalhammer, atravesado por la emoción cuando su equipó se clasificó.
El galés Mark Sampson, joven entrenador de las inglesas orgulloso de llevarlas más allá de sus límites.
El danés Nils Nielsen, antiguo guitarrista de rock, que ardió en cólera en una rueda de prensa cuando un exjugador internacional holandés se atrevió a criticar a su equipo.
Y por último la «reina» de Holanda: Sarina Wiegman, que supo combinar una defensa sólida con un centro de campo creativo y un ataque mortal para convertirse en la campeona de los entrenadores.
Además del deseo de triunfar, todas esas personas tienen algo en común: las ganas de promover su disciplina, lo cual facilita enormemente el trabajo de los periodistas ya que siempre están dispuestas a hablar, a diferencia de la mayoría de los jugadores que he conocido hasta ahora.
El reconocimiento y la notoriedad aportarán dinero más adelante. La UEFA afirmó que había consagrado 8 millones de euros para este campeonato, frente a los 300 que invirtió en el torneo masculino en 2016. Según la organización, la mitad de las jugadoras no son pagadas por sus clubs, al igual que el 35% de las que juegan en los equipos nacionales.
A pesar de eso, y confiando en que las jugadoras obtendrán el reconocimiento y la compensación que se merecen, hay un cierto «encanto» en este hecho de ser “amateurs”. La mayoría de mis colegas describe la atmósfera del campeonato femenino como «amistosa» y «distendida», frente a la del fútbol masculino.
Para mí la conclusión está clara: el fútbol femenino todavía no se ha echado a perder por el dinero. La verdad, no me molestaría que se quedase como está. Es demasiado bonito como para perderlo.