De Líbano a Japón
Tokio -- Cada vez que cambio de país, llega un momento en el que me encuentro diciendo o haciendo algo que previamente me había resultado imposible.
En Tokio ese momento llegó hace algunas semanas: después de un año en el país consideré seriamente la posibilidad de comprarme una de esas mascarillas sanitarias para el rostro.
Cuando el año pasado llegué a Japón, después de ocho años en Oriente Medio, me desconcertaron las máscaras bancas que llevaban mis compañeros de metro y del tren suburbano. Mi marido y yo bromeábamos diciendo que eran como “el niqab japonés”, pero a los meses estalló una epidemia de gripe y no quise ponerme enferma, así que me planteé comprarme una de ellas.
He vivido en varios lugares, solo con la AFP he residido en Estados Unidos, Israel y Líbano. Sé que cada cambio llega con sus propias sorpresas, pero este último que ha sido el más desconcertante.
Japón siempre será diferente de Oriente Medio y, de hecho, muchas de las diferencias forman parte de los clásicos tópicos, es tan ordenado, tan limpio, tan educado…
Pero lo que me interesa es lo que me sorprende verdaderamente: las diferencias que me pillan por sorpresa y las similitudes que no me espero.
Una de esas diferencias es la quietud.
Tokio es una ciudad de 13 millones de personas y yo venía de Beirut, una capital de apenas cuatro millones. Sin embargo, una noche, cuando me dirigía hacia una estación de metro del centro, me di cuenta de que si cerraba los ojos no había forma de saber si estaba sola o rodeada de cientos de japoneses. No había sonidos para delatarlos. Ni siquiera una leve nota de perfume o de comida rápida podía darme un indicio.
De todas las diferencias, las de la vida cotidiana son las más significantes para mí. En mi familia, por ejemplo, estamos felices de poder beber agua de grifo, y mi hijo pequeño no deja de tomar agua en las fuentes de los parques.
También pudimos, las pasadas Navidades, enviar y recibir tarjetas de felicitación porque ahora tenemos una dirección postal clara y un sistema de correos que funciona adecuadamente.
Sin embargo, todos esos placeres se mezclan con la pena de haber dejado Beirut después de cinco años en esa ciudad increíble.
En Líbano y Siria trabajé con un equipo muy unido de periodistas formidables. Juntos cubrimos desde el asedio de Alepo hasta los ataques con armas químicas o las escalofriantes ejecuciones del grupo Estado Islámico.
Sobrevivimos apoyándonos unos a otros, compartiendo risas y también una comida muy, muy rica. Despedirme de personas que, no solo eran colegas sino también amigos, fue desgarrador.
Así que en mis primeros meses en Tokio, me animaban cosas que, para mi sorpresa, me hacían recordar a Líbano.
Mi hijo, por ejemplo, era adorado y mimado por todos, igual que pasaba ahí. No le llenaban de besos como hacían en Beirut, pero en un país donde interactuar con extranjeros es la excepción y no la regla, me ha sorprendido gratamente ver cómo la gente le ofrece comida y juguetes.
Ambos países están bendecidos con cocinas increíbles y existe un orgullo similar por los productos autóctonos.
Tanto en Japón como en Líbano, la gente espera ilusionada cada estación para consumir determinada fruta o vegetal, una conexión con el origen de los alimentos que no se encuentra en cualquier parte.
Obviamente, no todas las semejanzas son positivas, me sorprendió ver actitudes hacia las mujeres en Japón que son desafortunadamente similares a las que pude ver en Oriente Medio.
La mayoría de los puestos directivos y de alto nivel aquí están ocupados por hombres, y la educación de los niños a menudo es concebida como tarea exclusiva de las mujeres.
No quiero decir con esto que las similitudes superen a las diferencias. Cuando me fui de Beirut, una crisis de recogida de basuras había provocado tales montañas de deshechos que se generó un manto tóxico de contaminación que nos obligaba a mantener las ventanas cerradas.
En Tokio, sin embargo, no hay papeleras pero las calles están impecables. La gente se lleva su basura a casa y un ejército de limpiadores no solamente barre las calles, sino que saca el polvo a los marcos de las vallas publicitarias y pasa la aspiradora por las estaciones de metro.
Después de años de cortes de luz, nos llevó meses acostumbrarnos a la idea de que la electricidad en Japón funciona realmente 24 horas al día.
Pero probablemente la mayor diferencia sea el sentido de estabilidad. En cinco años en Oriente Medio he cubierto alzamientos, contrarrevoluciones y guerras en seis países. Cuando hablaba con la gente de la región sobre mi trabajo, lo entendían de forma inherente. Muchos de ellos han vivido o viven cosas semejantes.
Japón es diferente. No es ajeno a la tragedia a causa de los desastres naturales, como el devastador tsunami de 2011, pero los conflictos no son algo por lo que la gente se haya preocupado realmente en las últimas décadas.
En mi nueva vida, a veces el pasado irrumpe inesperadamente.
Mi apartamento en Tokio está cerca de un parque de atracciones donde hay una montaña rusa enorme. Cuando los vagones van muy deprisa, las ruedas tiemblan y se escucha un zumbido mientras los pasajeros gritan.
Suena exactamente igual que el vuelo de un avión de combate y los alaridos de la gente aterrorizada. Durante los primeros meses, cada vez que lo escuchaba se me paraba el corazón.
A diferencia de la mayoría de la gente que vive en zonas de conflicto, yo pude irme, y ahora busco en Japón una oportunidad para cubrir historias diferentes después de años escribiendo sobre violencia y desarraigo.
En Tokio la vida política a veces parece que no existe y los grandes temas de nuestra agenda son otras prioridades como el crecimiento o el estancamiento de la tercera potencia económica del mundo, la preparación del Mundial de Rugby y de los Juegos Olímpicos de 2020, o la cultura en un lugar que se enorgullece de dar gran espacio a su arte tradicional.
Así que a curva de aprendizaje está siendo empinada en el frente profesional también. Ahora sé cómo tengo que presentar la tarjeta de visita – con una sutil reverencia, sosteniéndola por las esquinas superiores y con el texto de cara al receptor –, pero otras cosas son mucho más difíciles.
En gran parte de Oriente Medio, uno puede contactar a un portavoz o incluso a ministros con un mensaje de texto o un Whatsapp, y Japón, sin embargo, sigue siendo uno de los últimos reductos del fax.
El sonido temblón de la maquina calentándose puede anunciar la llegada de una importante noticia de última hora, y a menudo las solicitudes de entrevistas o las inscripciones solo pueden ser enviadas por fax.
Pero lo más complicado son mis carencias en materia de japonés. Nunca había vivido un lugar donde no fuera capaz de hablar el idioma.
En la oficina puedo contar con mis excelentes colegas e incluso a veces permanezco fija mirando discursos ministeriales o las noticias en la televisor como si pudiera entender algo por arte de magia, pero no entiendo nada.
Por ahora lo poco de japonés que he aprendido ha sido gracias a mi hijo, que va a una guardería japonesa, así que tengo un vocabulario prácticamente inútil fuera del contexto de la vida de un ser de tres años: hikoki: avión; gyunyu: leche; uunchi: caca.
Algo, sin embargo, he podido poner en práctica: hace poco que mi hijo me ha enseñado a decir "masku" – la palabra japonesa para esas mascarillas sanitarias que he decidido comprar.