Banquetes en la tierra del hambre
ADEN, Yemen - Estoy en Yemen, comiendo una comida.
Hay una fuente de mandi, un plato tradicional consistente en un cordero entero cocido a fuego lento sobre un lecho de arroz, adornado con castañas de cajú y pasas. Hay una ensalada de menta y hummus rociados con aceite de oliva, y también hay otro plato lleno de fruta fresca.
El año pasado esta escena se repitió varias veces durante mis seis viajes periodísticos por Yemen en hogares, restaurantes y bases militares. La comida siempre es abundante, a veces suficiente para alimentar a un batallón.
Como también lo es el hambre.
La yuxtaposición de ambos extremos parece sacada de un libro de Dickens.
Estoy en un hospital abarrotado de gente, con los pasillos llenos de un olor empalagoso a antiséptico. Veo caras desgastadas por las lágrimas y cuerpos rotos por el hambre. Una de esas personas, una madre desesperada, acuna a un niño esquelético con costillas sobresalientes y ojos huecos. El bebé es una bolsa de huesos, apenas aferrado a la vida, demasiado débil para llorar. Un médico trata de sacarle sangre, pero no consigue encontrar la vena en un brazo tan delgado.
La madre, también débil y demacrada, arrulla suavemente a su hijo, aferrándose a la esperanza. Ella y su esposo tuvieron que tomar una decisión imposible en tiempos de guerra: o pagar una tarifa de taxi inasequible para llevar al niño al hospital o alimentar a sus otros hijos. Ningún padre debería de tener que enfrentar esa elección.
Al poco rato de haber presenciado esa escena, me encontré observando otro banquete preparado para mí.
La suntuosa comida sería apetitosa si no estuviera en un país al borde de la hambruna. No quiero ofender a mis generosos anfitriones locales. Estoy extremadamente agradecido por la calidez y hospitalidad que no habría esperado en un país que vive un conflicto brutal que ya va por su cuarto año.
Pero una comilona en medio de la hambruna masiva me resulta discordante, incluso repugnante. Siento un nudo en el estómago.
La guerra ha dado lugar a una extraña paradoja en Yemen. En mis años como reportero en zonas de guerra, nunca vi un país con tanta comida y tanta hambre a la vez.
Las cifras revelan la escala de la depravación: 15,9 millones de personas, más de la mitad de la población de Yemen, viven con una gran inseguridad alimentaria, especialmente en áreas con lucha activa, según la Clasificación Integrada de la Seguridad Alimentaria en Fases (CIF).
Se calcula que 85.000 niños menores de cinco años pueden haber muerto de inanición o enfermedad desde el comienzo de la guerra, según Save the Children.
Estas muertes eran totalmente evitables.
Lo más impresionante de la crisis humanitaria que convulsiona a Yemen, la peor del mundo según Naciones Unidas, es que está enteramente provocada por el hombre.
Para las partes enfrentadas, igual que sucede en otras zonas de conflicto como Siria y Sudán del Sur, la comida es un arma de guerra. La inanición parece infligirse como una forma de ganar adeptos. Se cree que el hambre incita a la gente a elegir bandos.
Esto me quedó sorprendentemente claro cuando, a fines de enero, entré a la ciudad costera de Hodeida, sobre el Mar Rojo, con la coalición liderada por Emiratos y Arabia Saudita, que se enfrenta a los rebeldes hutíes alineados con Irán.
Después de un sangriento combate, se produjo un tenue cese al fuego en la ciudad portuaria dominada por los rebeldes tras alcanzarse un acuerdo entre las dos partes en diciembre, en unas negociaciones llevadas adelante por la ONU en Suecia. Firmado bajo una creciente presión global para poner fin a la guerra, el acuerdo fue aclamado como un gran avance desde que la coalición entró en conflicto en marzo de 2015.
Pero actualmente el alto el fuego que se logró con tanto esfuerzo está colapsando, ante repetidas escaramuzas y violaciones denunciadas por ambas partes. Trabajadores humanitarios advierten que si se derrumba la tregua en el puerto de Hodeida –pasaje para más de dos tercios de las importaciones de alimentos y ayuda humanitaria de Yemen- se podría generar una hambruna total.
Viajé en un convoy de vehículos blindados a los depósitos Red Sea Mills, en el extremo este de Hodeida, que pasaron del control de hutí al de las fuerzas yemeníes respaldadas por la coalición justo antes de la tregua.
Lo que vi en ese granero fue impactante: una montaña de trigo, suficiente para alimentar a casi cuatro millones de personas durante un mes. Miles de toneladas de grano extendidos, en descomposición, mientras la mitad de la población se muere de hambre.
Las organizaciones de ayuda no habían podido llegar al sitio desde septiembre a causa de los combates, y la ONU finalmente llegó a fines de febrero. Se podrían haber salvado muchas vidas si hubieran llegado antes.
Los pro-gobierno alegaron que los hutíes habían estado acumulando grano para crear escasez artificial y exacerbar las condiciones de hambruna. Cuando los hutíes controlaron el molino, acusaron a las fuerzas de la coalición de destruir alimentos con ataques aéreos indiscriminados.
Mientras estaba allí, una descarga de disparos de corta distancia recorrió el complejo sin que pudieramos saber quién estaba disparando.
Justo después de salir de Hodeida, la ONU informó de que los bombardeos en el molino habían desatado un incendio que había causado daños a dos silos de alimentos.
El jefe de una organización de desarrollo yemení me dijo que tales ataques subrayaban un diseño “maquiavélico” para controlar la ayuda alimentaria. En un país donde más del 80% de la población depende de algún tipo de asistencia humanitaria, quien controla esas instalaciones ejerce una mayor influencia política. “La comida es un arma”, dijo.
La malnutrición por la guerra es el resultado de esa obstrucción deliberada de la asistencia humanitaria, agravada por el estado de la economía del país. La guerra ha provocado un fuerte aumento en los precios de los alimentos y altos niveles de desempleo. Se dice que muchos yemeníes enfrentan dos guerras. La primera es la que proviene de bombas, minas terrestres y ataques aéreos. La segunda es la guerra de la inflación, que ha devastado el poder adquisitivo de los yemeníes comunes.
Los precios se han disparado, haciendo que incluso los alimentos básicos se encuentren fuera de alcance. Muchos se ven obligados a vivir de hojas hervidas.
A pesar de la tregua, los civiles están atrapados en campamentos sucios cerca de Hodeida y temen regresar a sus hogares y tierras agrícolas. La gente ve peligro y desesperanza a cada paso, sin una salida clara. Muchos acusan a los rebeldes de sembrar minas, a menudo camufladas como rocas, como castigo por huir a áreas gubernamentales.
El pasado le ha mostrado a Yemen un patrón muy familiar: el alto el fuego lleva a más guerra. Un dicho común entre civiles y oficiales militares es "mafi hudna": en árabe significa "sin tregua".
Algunos combatientes demostraron frustración porque la tregua detuvo su ofensiva justo cuando se acercaban a Hodeida, controlado por los rebeldes. Muchos replicaron que la acción militar era la única solución. Se mostraron firmes: el otro lado debe ser eliminado, cueste lo que cueste.
“Auqnue mueran 50.000 personas, ¿y qué?”, me dijo un partidario pro-gobierno con naturalidad. "Terminaremos con ellos (los hutíes) para siempre".
No les importa que, si la tregua se rompe, la batalla por Hodeida sea, casi con seguridad, prolongada, destructiva y precipite el hambre.
Cuando regresé a la sala infantil del hospital, un médico me explicó que los padres del niño esquelético que había visto, están entre los afortunados. Muchos no pueden ir al hospital y se ven obligados a ver cómo sus hijos hambrientos se van consumiendo sin poder hacer nada por ellos.
Me imaginé a ese bebé en un escenario feliz y saludable, en el jardín de infancia, lleno de vida y alegría, en un torbellino de ruidos y travesuras. Pero en realidad está en una cama de hospital, luchando por respirar.
Si tan solo un banquete, o una pequeña porción de uno, fuera accesible para niños como él...