Sed de justicia
Aquel verano de 1995, la inquietud sobre el enclave de Srebrenica, una localidad del noreste de Bosnia rodeada por las fuerzas del temible general Mladic, -quien se autodenominaba, nada más y nada menos, el “Napoleón serbio”-, comenzaba a adueñarse de nuestros espíritus. La perspectiva de masacres de gran impacto nos provocaba un nudo en la garganta.
Todavía veo la expresión turbada del portavoz de la ONU mientras le preguntaba si iba a haber o no ataques aéreos sobre las posiciones serbias; o si iba a haber, por lo menos, corredores humanitarios para permitir que la población, bloqueada desde hace tres años, escapara al fuego de la artillería serbia.
Sus respuestas eran evasivas. Más tarde supimos que unos aviones de la OTAN llegaron a despegar pero que, a falta de una orden de intervención y de combustible suficiente, regresaron a su base en Italia.
Con unas ganas incontenibles de gritar contra esta enésima inacción del mundo “civilizado”, me daba cuenta una vez más de que ninguna nota, ningún artículo y ninguna foto habían logrado cambiar las cosas en Bosnia después de cuarenta meses de guerra.
Me preguntaba humildemente… ¿habrá servido nuestro trabajo sin descanso para salvar alguna vida?
Los fotógrafos, extenuados, no podían más de cubrir esta guerra y empezaban a preguntarse si se habrían sumergido en una “pornografía de la muerte" que no interesaba a nadie.
La televisión seguía mostrado imágenes de Ratko Mladic, rodeado de sus hombres en Srebrenica. Se le podía ver, por ejemplo, pellizcando las mejillas de un niño asustado, mostrándose para las cámaras como un buen padre que trata de tranquilizarle.
En otras ocasiones se le veía ofreciendo regalos al comandante de los cascos azules holandeses, el « Dutchbat », supuesto protector de Srebrenica que, sin embargo, la abandonó a las fuerzas serbias.
En un momento surrealista, llegamos a ver al coronel holandés Thom Karremans preguntar con una sonrisa a Mladic si los regalos eran para su mujer en La Haya...
El 11 de julio de 1995, la AFP anunció la caída de Srebrenica.
Separados de sus esposas, madres e hijos, unos 8.000 hombres y jóvenes musulmanes fueron ejecutados al día siguiente. Era un bello verano durante el cual buena parte del planeta soñaba con playas y sol.
Abandonado, el enclave cayó sin resistencia. Como si su suerte tuviera que solucionarse lo antes posible para facilitar las futuras negociaciones sobre el desmembramiento de Yugoslavia.
Pocos días después de esta conquista serbia, el « Dutchbat » llegaba al aeropuerto de Zagreb para regresar a su patria. Todavía veo sus expresiones graves y sus ojos hundidos y con ojeras. Bajo las carpas, algunos encendían un cigarrillo con otro.
Todavía visiblemente en shock, esperaban impacientemente regresar a sus hogares, a más de 2.000 km. Se llevaban consigo el capítulo más sombrío de la guerra en Bosnia ya que los cascos azules fueron blancos fáciles e impotentes durante mucho tiempo para los perros de la guerra.
Hoy, el símbolo es inevitable: es precisamente en La Haya donde Ratko Mladic fue condenado por la Justicia Internacional.
Aquel verano el sol pegaba fuerte, el aire era irrespirable y la temperatura sobrepasaba los 28 grados. La guerra en Bosnia estaba en su cuarto año. En los cuarteles generales de la FORPRONU, varios 4X4 blancos parecían abandonados en el recinto del edificio, y mi día a día se sucedía al ritmo de los reportes de esta Fuerza de Protección de la ONU en la ex Yugoslavia.
Francesa, de origen croato-bosnio, tenía poco más de 20 años cuando empecé a trabajar en la AFP y estuve siete años y medio en la oficina de Zagreb, que fue convertida de facto en gran parte de la ex Yugoslavia.
En aquel momento, nos enfrentábamos constantemente a una guerra de propaganda feroz en tres campos: serbios, croatas y musulmanes. En esas condiciones era indispensable trabajar con otras fuentes.
La recogida de testimonios de las víctimas era traumatizante y deprimente. A veces necesitábamos horas y días para contactar a las fuentes internacionales en las zonas asediadas. Las jornadas de trabajo eran extenuantes, física y psicológicamente.
En ese conflicto, el más sangriento de Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, perdí a familiares y amigos.
Otros desaparecieron, como engullidos por la noche, y algunos prefirieron huir al otro lado del mundo para que no les mataran o para no tener que matar. Algunos amigos de infancia fueron gravemente heridos en el monte Igman, cerca de Sarajevo, antes de ser evacuados a destinos desconocidos.
No era fácil hablar por teléfono y dependíamos de un correo errático. Yo vivía preocupada por todos mis seres queridos, y el miedo de morir hecha pedazos por un obús en un lugar familiar me petrificaba.
En aquella época, los teléfonos móviles no existían, ni internet o las redes sociales. Trabajábamos en unas consolas portables arcaicas: las Tandy, que tenían una especie de audífonos que se fijaban en un auricular de teléfono para la transmisión. Las estaciones de satélite eran poco frecuentes, pesaban varias decenas de kilos, y a veces había que hacer kilómetros y atravesar fronteras hasta conseguir un teléfono para dictar nuestras notas.
La competencia era dura, pero en el terreno formábamos todos un equipo, una máxima universal para salir adelante en caso de problemas.
Muchas veces la seguridad era ilusoria. Poníamos, por ejemplo, la palabra TV con cinta adhesiva en los parabrisas de los autos con la esperanza de que eso nos evitara ser tomados por blanco.
Pude ver el miedo en los rostros de varios colegas y algunos de ellos, los más veteranos, me aconsejaron que me marchara argumentando que era “demasiado bonita”… Otros periodistas de la AFP, como Milan Dragovic o Pierre Lhuillery, me enseñaron todo sobre el oficio, sobre la confianza mutua y sobre la abnegación en este trabajo.
"La pertenencia étnica" de los periodistas locales, de la que formaba parte, era un hándicap para circular en zonas de guerra. Ni pensar en pasar los check-points "enemigos".
También aprendí, en carne propia, a no fiarme de la inmunidad ilusoria que uno puede sentir circulando en compañía de otros colegas. No existía.
Después de haber sido detenida en un control serbio y amenazada de ejecución por "espionaje", no quise tentar más al diablo. Debo mi libertad a la pugnacidad de un periodista de la BBC, Richard Carruthers, y a la intervención de una profesora serbia, conocida antes de la guerra y que fue ascendiendo en la jerarquía política.
Nunca he escrito una sola línea sobre esos años de mi vida, ni profesional ni personal. Habría necesitado veinte años para hacerlo.
Sin embargo, he llenado innumerables páginas de libretas. Una letanía de testimonios de víctimas, compilados en una espiral pavorosa de masacres, limpiezas étnicas, vidas trituradas, infancias arrojadas a las carreteras del éxodo y familias separadas.
Mujeres que lloraban a sus maridos o madres que sólo vivían para encontrar los restos de sus hijos, ejecutados en bosques tan hermosos como cercanos, pero inaccesibles a causa de las minas.
Mujeres violadas o mujeres que afirmaban haber sido violadas porque en tiempos de guerra la mentira podía ser una forma de sobrevivir. Hombres y adolescentes devastados por el conflicto.
La lista no tiene fin. Y la historia no terminará nunca para mí, que he nacido ahí y que he cubierto el drama. Como tumbas que no paran de abrirse, todavía guardo agujeros dentro de mí.
La caída de Srebrenica fue un punto de inflexión en la guerra. Algunas semanas después, el ejército croata, apoyado por el estadounidense, barrió en cuatro días Krajina, los territorios croatas bajo control serbio. Esto permitió desenclavar la región de Bihac, en el noreste de Bosnia, rodeada por las fuerzas serbias que Mladic dirigió durante tres años.
Llegamos al lugar la víspera. En la ciudad no había gran cosa para comer y los nervios habían sido puestos a prueba en el camino al haber permanecido bloqueados durante varias horas en puntos de control del ejército bosnio sobrevolados por aviones militares.
Recuerdo una hilera de ropa colgada que se balanceaba en una cuerda, fotos familiares desparramadas en un jardín abandonado, y ventanas y puertas de casas saqueadas. Ninguna presencia humana.
A pocos metros, unos caballos decapitados en medio de campos tapizados de flores salvajes.
Recuerdo el cuerpo de una mujer mayor, pobremente vestida con una gran chaqueta de punto tejida a mano, cubierta por una manta, y su cabeza oculta por una bolsa de plástico que nunca le debí haber quitado.
No lejos de ahí, unos soldados bosnios posaban riéndose con una sierra eléctrica antes de ponerse a cortar corderos. Sus carcajadas me dejaron helada.
Feliz de recibir por fin a algunos periodistas, el camarero del restaurante de un hotel decrépito nos sirvió aquel día una cabeza de cordero, para nuestra gran desesperación. Nadie se atrevió a tocarla.
Al día siguiente, despertada por los cascos de caballos tirando de una carreta, salí de Bihac para ir a la primera fosa común que se descubrió en Bosnia. Yo sabía que las operaciones de reconquista de los territorios tomados por las fuerzas serbias eran “sucias”, pero no esperaba ver cadáveres de civiles en el borde de la carretera.
Cuando salimos de la carretera de Bihac para ir a Krasulje, a unos cien kilómetros, quedé absorta por el magnífico paisaje, la frondosidad de los bosques, la cantidad de ríos a los pies de las montañas. Para aliviar la presión, antes de sumergirnos en la peor parte, íbamos escuchando a Bruce Springsteen en el coche... "Streets of Philadelphia"... Mi cerebro se negaba a admitir que se pudieran cometer crímenes en un escenario de tanta belleza.
Al llegar a Krasulje, los forenses a estaban trabajando en el lugar en el que habían sido enterrados los bosnios tras su ejecución por las fuerzas serbias al comienzo de la guerra.
Me desmoroné al ver un par de zapatos negros de niña cuyo color se había mantenido en algunas partes. Trataba de imaginar los últimos momentos de esta niña, en una edad en la que uno no debe morir. Esta visión se me apareció durante años.
La guerra ha terminado hace casi una generación. Para algunos, se trata de historia antigua. La juventud croata, bosnia y serbia está cansada de conflictos y ahora mira hacia el futuro.
Pero para las víctimas, la sed de justicia se mantiene intacta.
Cuando veo al ex Atila serbio en el Tribunal Penal Internacional, veo a un hombre viejo, enfermo, casi delirando al afirmar contundente que es "Ratko Mladic". Pero la mención de su nombre, que tantas veces he escrito en mis notas, ya no me da miedo.
Nunca lo vi durante la guerra. Probablemente no habría sobrevivido, a causa de mis orígenes. Él, que destruyó a Bosnia, hizo temblar a la ONU tomando cascos azules de rehenes e intimidó a los emisarios internacionales, ya no tiene nada de invencible. Con su gorra gris en la cabeza ha sido atrapado por la justicia, los años y la enfermedad.
Dejado y apartado por los mismos que le galvanizaron, fue extraditado a La Haya después de 16 años de huida.
Es probable que a sus ojos « haya cumplido con su deber » con sus campañas de destrucción y de « purificación étnica ». Soñaba sin duda con una “Gran Serbia”, con un estado étnicamente puro. Un sueño que hizo de él un criminal de guerra.
A lo largo de todos los años de conflicto, ayudé a varias personas, serbias, croatas, bosnias, pero no pude hacer nada por mi familia materna. Mis abuelos, descendientes de una larga línea de croatas de Bosnia, algunos de los cuales sirvieron a la corte austro-húngara, murieron en esta guerra víctimas del agotamiento y de las enfermedades.
Mi último reportaje sobre este conflicto fue sin duda el más duro que hice. Estaba trabajando sobre el doloroso proceso de identificación de las víctimas por sus padres. Un padre croata se negaba a admitir que su hijo había muerto, pero los forenses tenían varios indicios que apuntaban a lo contrario. “No, no es mi hijo, ese día le dejó las deportivas a un amigo, no es él”, decía. Un médico le dio entonces un cráneo donde todavía había cabellos negros. El padre acarició esos cabellos, reconoció a su hijo y se derrumbó.
Necesité tres días para poder escribir aquel papel.