Ucrania y las heridas abiertas de Sarajevo
La invasión de Ucrania trajo dolorosos recuerdos a quienes vivieron la guerra de Bosnia-Herzegovina, la más sangrienta de Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Treinta años después, el trauma sigue vivo, afirma Sonia Bakaric, que cubrió el conflicto para la AFP.
París – Pasaron treinta años desde el inicio de la guerra en Bosnia, pero nunca podré olvidar su brutalidad. Los recuerdos recobraron vida con la guerra en Ucrania, donde los civiles sufren igual que en el más mortífero de los conflictos que siguieron al colapso de la antigua Yugoslavia.
Kiev no queda a mucho más de una hora de vuelo de Sarajevo, ciudad que sufrió el sitio más prolongado de la historia moderna.
Columnas de refugiados reaprecieron en Europa, mientras rostros asustados y exhaustos huyen, una vez más, de los bombardeos y ataques aéreos que no perdonan ni a escuelas ni a hospitales. Se escuchan los mismos gritos desesperados de ayuda de quienes se refugian en los sótanos. El infierno que vivió Bosnia ahora lo padecen los civiles en las ciudades ucranianas sitiadas, como Mariúpol.
Los recuerdos de la primavera boreal de 1992, cuando Bosnia-Herzegovina decidió romper con lo que quedaba de Yugoslavia, no ceden.
En aquel momento, todos temían una guerra en Bosnia que sería aún peor de la de Croacia, que se había escindido el año anterior. Con el apoyo del Ejército Nacional Yugoslavo (JNA) a los serbobosnios, la pesadilla de masacres a gran escala en esta tierra multiétnica, donde los musulmanes constituían el 43 % de la población, los serbios ortodoxos el 33 % y los croatas católicos cerca del 17 %, era demasiado real.
La abrumadora mayoría de los serbios de Bosnia no querían la independencia de la provincia. Pero los musulmanes y los croatas ya no serían gobernados desde Belgrado, la capital serbia. Con muchos matrimonios mixtos, las familias se destrozarían.
Acababa de graduarme en derecho internacional y europeo en la Sorbona de París. Criada en Francia en una familia procedente de Croacia por un lado y de Bosnia por otro, decidí mudarme a Zagreb, la capital croata, para trabajar como periodista independiente. Allí me uní a la AFP en 1993, para trabajr donde en los hechos se convertiría la base de la agencia para la ex Yugoslavia durante siete años.
Informé desde muchas ciudades y pueblos bombardeados y asediados, desde Petrinja, Osijek y Nustar en Croacia hasta Mostar, Bihac y Sarajevo en Bosnia-Herzegovina. Todavía puedo ver a la familia de mi madre y a mis amigos en Bosnia repitiendo una y otra vez que la guerra sería peor allí, aunque se aferraban a la esperanza de que se salvarían.
Sabía que tenían motivos para preocuparse y temía por ellos. La luminosa belleza de los valles bosnios de mi infancia, resplandecientes con los ciruelos en flor, no era ningún consuelo. Contuvimos la respiración. Las noticias que salían de las viejas radios esa primavera boreal eran cada vez más preocupantes. Los presentadores de noticias de la televisión parecían cada día más serios, mientras los medios de comunicación de todo el mundo comenzaron a enviar "corresponsales especiales" a Bosnia.
La guerra comenzó el 5 de abril de 1992, día en que los habitantes de Sarajevo salieron a las calles para reclamar paz. En ese momento yo estaba con mi familia cerca de Tuzla, en el noreste de Bosnia, a unos 100 kilómetros de distancia.
Muchos de los vecinos serbios de mi familia ya se habían ido. Lo mismo había sucedido en Croacia y no era una buena señal. Recuerdo haberle dado medicinas a mi abuela enferma en caso de que estallara la guerra.
La marcha por la paz en Sarajevo, donde se encendió la chispa que dio inicio a la Primera Guerra Mundial, comenzó a crecer tanto en tamaño como en emoción a medida que avanzaba el día; la bandera yugoslava era pisoteada. Grupos de serbios encapuchados ya estaban levantando barricadas y el espectro de lo que estaba por venir se hizo más claro.
Las primeras víctimas de la guerra murieron esa tarde: dos mujeres -Suada Dilberovic, musulmana; y Olga Sucic, croata- ultimadas por francotiradores, modalidad que se instalaría en Sarajevo, con balas repartiendo muerte desde las laderas alrededor de la ciudad.
Un mundo se derrumbó. Pánico y miedo. Luego vino el bombardeo de las fuerzas serbobosnias. Los que se negaron a tomar partido intentaron salir.
“No sabemos adónde vamos a ir”, me dijeron mis amigos serbios, con los que pasé el verano en la costa adriática de Croacia. Nunca los volví a ver. Fueron las últimas llamadas telefónicas de nuestra vida anterior.
El sitio de Sarajevo comenzó menos de un mes después, el 2 de mayo. Duraría 1.425 días, el más largo de la historia moderna. Los habitantes de la ciudad quedaron atrapados como ratones en una trampa y comenzaron a ocupar los refugios. Ese día, la televisión local transmitió una dramática entrevista telefónica en vivo con el presidente de Bosnia, Alija Izetbegovic, quien estaba detenido en un cuartel del ejército yugoslavo controlado por los serbios. Al día siguiente, sus soldados trataron de copar el edificio presidencial en su primer gran intento de tomar la ciudad, que fue repelido.
La mezcla de musulmanes, croatas, serbios y judíos de Sarajevo siempre había convivido pacíficamente, y la ciudad era adorada por su arquitectura otomana y austrohúngara así como por la generosidad de su gente. Pero sus 350.000 habitantes ahora se encogían bajo un diluvio de metralla y acero. El sitio duraría tres veces más que el de Stalingrado.
Las fuerzas serbias de Bosnia estaban dirigidas militarmente por Ratko Mladic y políticamente por Radovan Karadzic, un psiquiatra en cuyos poemas había fantaseado con un “Sarajevo en llamas”, describiendo su destrucción casi como una experiencia religiosa. “El pueblo arde como una pieza de incienso”, escribió.
Al igual que Mariúpol en Ucrania, la ciudad se vio privada de agua, alimentos, electricidad y suministros médicos mientras las fuerzas serbias arrojaban proyectiles de morteros desde las colinas circundantes.
Cuando escucho ahora a los ucranianos hablar de lo que están sufriendo, se sienten como primos lejanos; su experiencia es muy parecida a la sufrida por las víctimas de las guerras en la antigua Yugoslavia.
"¡Bienvenidos al infierno!", escibió alguien en un muro de Sarajevo un año después de iniciado el asedio, resumiendo con precisisón la pesadilla en la que 11.514 personas perdieron la vida y 60.000 resultaron heridas.
Las carcasas de los autos acribillados a balazos se convirtieron en frágiles murallas tras las cuales se guarecían aquellos que debían salir en busca de comida o combustible.
Se colocaron sábanas en la calle Mariscal Tito para ocultar de las miras telescópicas de los francotiradores a las personas que corrían de un lado a otro.
La ayuda humanitaria fue errática a pesar de que se abrió un puente aéreo hacia la ciudad, un cordón umbilical que unía Sarajevo con el resto del mundo. Pero los vuelos eran a menudo bloqueados por los serbios. Mientras tanto, en la ciudad sitiada, las mujeres agotaban su imaginación para inventar recetas que contenían cada vez menos ingredientes.
Recuerdo la pita (pan) elaborada con papas y las empanadas hechas con una papilla de arroz salpicada de hierbas silvestres recogidas en los parques y jardines de la ciudad. Y luego estaban las “albóndigas” de pan rallado mezclado con cebolla y agua, o el falso café hecho con raíces tostadas. Estas fueron grandes humillaciones para una población que se enorgullecía de sus especialidades culinarias, que arrancaban suspiros a los invitados.
Los niños, que debían estar jugando, tenían una mirada dura. Tampoco es fácil olvidar la angustia de los abuelos privados de los medicamentos que necesitaban para tratar sus enfermedades crónicas.
Muchas personas fueron asesinadas por francotiradores cuando iban a sacar agua de las fuentes o de camiones cisterna; sus cuerpos eran arrastrados apresuradamente a la parte trasera de los automóviles y llevados a una velocidad vertiginosa a las morgues de los hospitales.
Los gélidos inviernos de Sarajevo (albergó los Juegos Olímpicos de Invierno en 1984) se sumaron al sufrimiento; las personas se vieron obligadas a quemar sus libros cuando se quedaron sin madera. La escasez empeoró tanto que algunos de los muertos tuvieron que ser enterrados en armarios, a veces bajo bombardeos serbios, muchos en una antigua instalación olímpica donde las tumbas parecían brotar hasta donde alcanzaba la vista.
El sitio de Sarajevo no distinguió entre la vida de pobres y ricos, intelectuales, trabajadores, maestros, mujeres y niños. Con Bosnia golpeada por un embargo de armas, los hombres que se habían convertido en soldados para luchar contra lo que entonces era uno de los ejércitos más poderosos de Europa, murieron en masa.
Mientras tanto, los habitantes de Sarajevo pedían ayuda internacional y no podían creer que el mundo "civilizado" no fuera capaz de poner fin a la masacre.
Cada día podía ser el último, y para muchos mantenerse con vida era un acto de absoluta resistencia. Intentar de alguna forma mantener cierta coquetería fue, a pesar de todo, un acto de desafío para muchas mujeres.
Sin productos de belleza, usaban aceite de pescado y ungüentos anti-quemaduras para hacer cremas faciales o se untaban las últimas gotas de aceite de oliva. Unas pocas afortunadas usaron viejos lápices para delinearse los ojos. Las hojas de menta se hervían con bicarbonato de sodio para hacer desodorante.
Bosnia no se salvó en ningún frente. Los serbios lanzaron una horrible campaña de limpieza étnica: dispararon contra hombres en la puerta de sus casas frente a sus familias, quemaron aldea tras aldea, cometieron masacre tras masacre.
La apropiación de tierras estaba destinada a crear una "Gran Serbia" con todo el territorio que habían tomado en Bosnia y Croacia para ser gobernado también desde Belgrado. Pero nunca sucedió y el febril sueño nacionalista quedó hecho jirones.
Los serbios en estas áreas “limpias” terminaron viviendo como campesinos del siglo XIX, sin agua corriente ni electricidad, totalmente dependientes de la ayuda internacional y sin sus viejos amigos y vecinos de otras etnias que habían sido asesinados u obligados a huir.
Otra “guerra dentro de la guerra” estalló en 1993 entre las fuerzas croatas de Bosnia, respaldadas por Zagreb, y el ejército del gobierno bosnio de mayoría musulmana.
Los civiles fueron nuevamente víctimas de terribles atrocidades, con el viejo puente Stari Most de Mostar, una joya de la arquitectura otomana, destruido por proyectiles croatas.
Bosnia siguió siendo desmembrada. Todavía puedo ver a la población rural huyendo para salvar la vida o las imágenes de los prisioneros esqueléticos de los campos de detención serbios, como el de Omarska, que ocuparon las portadas de todo el mundo.
La lucha continuó hasta el genocidio de Srebrenica, donde más de 8.000 hombres y niños musulmanes fueron asesinados cuando los serbios tomaron la ciudad, la que se suponía estaba bajo la protección de las Naciones Unidas. Fue el capítulo más sangriento de Bosnia.
La guerra fue para mí fue como una visita interminable al cementerio. Perdí familiares y amigos, y algunos conocidos desaparecieron sin dejar rastro. Amigos que resultaron gravemente heridos cerca de Sarajevo fueron evacuados a Dios sabe dónde. Otros se exiliaron en Canadá o Australia para evitar que les ordenaran matar a un vecino o a un amigo de la infancia. Mi familia paterna en Croacia también perdió a muchos.
En ese momento, los periodistas simplemente se subían a un avión para cubrir un conflicto sin ningún entrenamiento sobre cómo trabajar en una zona de guerra. Algunos que trabajaban como freelance sacaron todos sus ahorros para poder cubrir el primer gran conflicto en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Al igual que en Ucrania, la AFP cubrió la guerra de principio a fin, relevando constantemente a sus equipos. Sin embargo, casi no teníamos cascos ni chalecos antibalas. Y muchos a menudo se negaron a usarlos porque eran demasiado pesados para correr.
Además, los reporteros se sentían incómodos vistiendo chalecos antibalas para entrevistar a civiles que no tenían protección alguna.
Escribiríamos nuestros despachos para prensa o TV en nuestros autos. En cuanto a la protección, era bastante ilusoria, como gritar "¡No disparen!". Entonces no había teléfonos móviles, por lo que a veces teníamos que recorrer largas distancias para dictar nuestros informes por teléfono desde un hotel o una oficina de correos. Tampoco existía internet, los canales de transmisión contínua de noticias no eran comunes y la mayoría de los informes salían en el noticiero de la noche.
Recuerdo a los periodistas de radio constantemente en el aire tratando de despertar al mundo sobre los horrores de lo que estaba sucediendo en Bosnia. Pero nada mejoró sobre el terreno.
Muy pronto, el origen étnico de los periodistas locales como yo se convirtió en un peligro real. Ya no podía pasar los “puntos de control enemigos”. Ya no era una periodista haciendo mi trabajo. En cambio, fui reducida a una etnia por hombres armados empujados por el odio.
También tuvimos que lidiar con la propaganda tanto de los serbios y croatas como de los musulmanes. Al necesitar otras fuentes para confirmar la información ellos nos daban, pasaba días enteros llamando a contactos internacionales en áreas sitiadas o intentando hablar con testigos.
Fue un momento importante para muchas mujeres periodistas que finalmente salían de las sombras.
Cubrir una guerra ya no era cosa de hombres, como lo había sido con algunas notables excepciones en conflictos anteriores. Y a pesar de la competencia, trabajamos bien juntos y nos cuidamos unos a otros.
Los civiles te agarraban del brazo y pedían jadeantes: “Cuéntale al mundo lo que está pasando aquí”. Pero ninguno de nuestros innumerables artículos o fotografías cambió el curso de las guerras en la ex Yugoslavia, a pesar de que ello costó la vida a decenas de periodistas.
Tres décadas después del comienzo de la guerra de Bosnia, las imágenes de mujeres atormentadas por la pérdida de un hijo o un pariente que imploraban al Todopoderoso que "abriera los ojos" todavía me acompañan. Recuerdo todas las fotografías de bodas y de momentos familiares felices esparcidos en los jardines de las casas abandonadas y el hedor insoportable de la muerte.
El acuerdo de paz de Dayton de diciembre de 1995 dividió a Bosnia en dos entidades, la serbia República Srpska y la Federación croata-musulmana de Bosnia y Herzegovina. Actualmente, ambas están más separadas que nunca y la desconfianza entre sus pueblos sigue siendo enorme.
La guerra de Ucrania ha hecho revivir estos viejos traumas, tanto que en los primeros días tras la invasión hubo compras de pánico de harina en Sarajevo, con algunas personas intentando hacerse con yodo en caso de ataque nuclear.
“Los edificios de allá se parecen mucho a los nuestros”, me dijo un veterano de la guerra, que no puede evitar mirar las noticias en la televisión durante horas y horas.
“Es como si estuviera mirando la guerra desde la ventana de mi cocina. Me despierto gritando después de tener pesadillas. Tengo miedo”, dijo. En sus mentes, muchos habitantes de Sarajevo volvieron a sumergirse en el sitio.
Sonia Bakaric es periodista en el desk francés de la AFP en París. Editoras del Blog: Michaëla Cancela-Kieffer y Fiachra Gibbons en París; Yanina Olivera Whyte en Montevideo.