Una conversación inconclusa
La última vez que vi a Dom fue el 30 de abril, después de un concierto de Gilberto Gil, una leyenda viviente de la música brasileña. Sin planearlo, habíamos comprado separadamente los boletos para el concierto en Salvador, la hermosa ciudad portuaria en la costa nordeste de Brasil donde vivía Dom.
Al día siguiente, salimos Dom, su esposa Alê, la mía Raika, y yo. Estaba lloviendo cuando llegamos al restaurante, al aire libre, con la mayoría de las mesas empapadas. Mi esposa y yo habíamos elegido el lugar, y recuerdo haber pensado: "¡Oh! la noche no tiene un buen comienzo". Pero cuando llegaron Dom y Alê ya había dejado de llover y la noche se convirtió en una de esas veladas mágicas: todos estábamos felices de estar juntos, disfrutando y riendo todo el tiempo.
Ni siquiera sé cuánto tiempo nos quedamos... hasta que cerró el bar. Fue genial ponernos al día, pues no veía a Dom desde que se habían mudado de Rio de Janeiro a Salvador para estar cerca de la familia de Alê.
Pasamos mucho tiempo hablando de nuestros últimos proyectos. Dom estaba trabajando en un libro sobre la Amazonia y yo planeando un nuevo viaje a la región. Como de costumbre, teníamos muchos puntos en común. Se estaba preparando para viajar al estado de Acre para visitar una comunidad indígena, los últimos descendientes de los Incas. Y yo me dirigía a filmar una historia sobre una comunidad indígena Kayapo que defiende su territorio contra los buscadores ilegales de oro.
“Ojalá vinieras”, le dije. "No puedo esta vez, tengo el libro", me contestó. “Pero está casi terminado”. Pensamos en hacer muchas otras historias juntos.
Conocí a Dom en 2019, cuando trabajamos juntos en una historia para The Guardian. Él estaba escribiendo sobre el “lavado de ganado”: cuando las autoridades ambientales embargan a los ranchos por destruir la selva tropical, los ganaderos escabullen sus reses al mercado pasándolas por establecimientos con registros limpios. Es una práctica generalizada.
Viajamos a Sao Félix do Xingu, el corazón de la región ganadera brasileña, visitando los ranchos sancionados para documentar que aún estaban en funcionamiento. Tomé las fotos. Era una historia complicada, pues se trata de una región violenta y sin ley, y a los ganaderos no suele gustarles que haya forasteros husmeando. De hecho, cubrir los delitos ambientales es peligroso en toda la Amazonia. Y empeoró con el presidente Jair Bolsonaro, cuyo gobierno ha destruido las protecciones ambientales.
Ese fue el primero de varios viajes que Dom y yo realizamos juntos a la Amazonia. Nos hicimos amigos enseguida. Compartimos una pasión por la selva tropical. Entonces él vivía en Rio y nos reuníamos para tomar unas copas en pequeños bares. Siempre conocía los lugares con la cerveza más barata y la mejor comida.
Tenía mucha calidez y un maravilloso sentido del humor. Recuerdo que una vez me consoló porque tenía una historia que ningún medio me quería comprar. “João”, dijo, “algunas historias son así: somos los únicos que las amamos”.
El último trabajo que hicimos juntos, para The Guardian, fue sobre las minas de oro ilegales que destruyen la reserva indígena Yanomami, la más grande de Brasil. Fue un viaje increíble. Visitamos dos comunidades que habían sido invadidas por los garimpeiros, como se conoce a los buscadores de oro, y también fuimos al campamento minero.
Dom quería entender la perspectiva de los mineros, pues no los consideraba villanos sino gente pobre tratando de ganarse la vida. Siempre estaba buscando formas para que la gente viviera de la selva tropical sin destruirla. Cada vez que hacía una historia sobre algo negativo, trataba de encontrar un ángulo positivo para equilibrarlo. Encuentro eso inspirador.
El viaje que estaba planeando cuando me encontré con Dom duró cuatro semanas, mucho más de lo que pensaba. Cuando regresé, él había terminado su propio viaje y volvió a partir, esta vez con el experto indigenista Bruno Pereira, al Valle de Javari, cerca de las fronteras con Perú y Colombia.
Dom admiraba el trabajo de Bruno con los pueblos indígenas de la región, que tiene la mayor concentración de tribus no contactadas del planeta, a los que ayudaba a proteger sus tierras contra la tala ilegal, la minería y la caza furtiva.
Yo ni siquiera sabía que Dom estaba en el Valle de Javari. Me enteré cuando Alê me llamó el lunes 6 de junio. Estaba en pánico. “João, necesito tu ayuda”, dijo. “No sé dónde está Dom. Se suponía que ya debería estar de regreso”.
“No te preocupes”, le dije. “Acabo de regresar de un viaje de cuatro semanas que se suponía que duraría dos. Sucede en la Amazonia”.
“Pero él tenía un teléfono satelital”, dijo. Entonces también comencé a preocuparme. Si tenía un teléfono satelital, debería haber estado en contacto. Algo andaba mal.
Al día siguiente, era una noticia mundial. La AFP me llamó para preguntarme si tenía fotos de Dom. En nuestros viajes juntos, siempre nos tomábamos fotos por diversión. Llamé a Alê y le pregunté si estaba de acuerdo con publicar algunas. "Definitivamente", respondió. “Cuanta más gente vea la historia, mejor”. Las imágenes se publicaron en todo el mundo. Siempre había pensado en ellas como fotos familiares. De repente, estaban en todas partes.
Carl de Souza, jefe de fotografía de la AFP en Brasil, me llamó un día después para pedirme que viajara al Valle de Javari a cubrir la búsqueda.
Soy un freelance y normalmente estoy feliz de recibir una invitación como esa de la AFP, pues es una gran agencia con alcance mundial. Pero esta vez sentí tristeza, aunque también sentí la necesidad de estar allí.
Así que tomé un avión para salir de Rio y andar el mismo camino que Dom había hecho una semana antes: volé a Manaus, luego a Tabatinga, después un bote por el río Amazonas y finalmente un automóvil hasta Atalaia do Norte, la ciudad de la que él y Bruno partieron el 2 de junio.
Me puse a trabajar de lleno. No era una historia fácil. El Valle de Javari es una jungla espesa, y trabajábamos todo el día, todos los días, sucios y empapados de sudor, hasta altas horas de la noche.
Una noche acampé en el bosque con los voluntarios indígenas que lideraban el esfuerzo de búsqueda. A pesar de todo, estaba tratando de aferrarme a la esperanza por Dom, pero con muchos sentimientos encontrados. Lloré todos los días.
Fue complicado saber dónde surgiría la siguiente noticia: en los serpenteantes cauces marrones donde se realizaba la búsqueda; o en la ciudad, donde los investigadores estaban interrogando a los primeros sospechosos, supuestamente cazadores furtivos que buscaban venganza por el trabajo de Bruno en la lucha contra los delitos ambientales en tierras indígenas. Irónicamente, al igual que con los garimpeiros, Dom también quería contar su historia.
Luego estaba el tema de Internet. Como en gran parte de la región amazónica, en Atalaia es vía satélite. La oficina del alcalde, que tiene la mejor conexión, compartió amablemente su wifi con los medios de comunicación mundiales que habían llegado a la pequeña y remota ciudad.
Pero enviar fotos tomaba horas y videos aún más. Hubo momentos en los que sentí ganas de tirarme de los pelos al ver cómo el indicador de "porcentaje subido" no se movía hacia adelante, sino hacia atrás. Mi ansiedad no facilitaba las cosas. Hubo momentos en que pensé que tendría un colapso.
Lentamente, las piezas del rompecabezas comenzaron a emerger de la red de turbios canales del valle. Las autoridades, encabezadas por un hábil equipo de búsqueda indígena, aunque los funcionarios se negaron a admitirlo, encontraron primero la mochila de Dom, el carné de salud de Bruno y otras pertenencias; luego lo que parecía una tumba; después sus cuerpos.
Es el tipo de cosas que nunca querrías fotografiar. Pero al mismo tiempo, quería hacer el trabajo lo mejor posible. Estaba comprometido a seguir la historia hasta el final. Fui uno de los primeros periodistas en llegar y uno de los últimos en irse, más de dos semanas después.
Mis fotos se publicaron en todo el mundo. Eso ha sido difícil de procesar. Estoy agradecido por el reconocimiento, pero desearía que hubiera sido por una historia diferente. No quería que fuera así. Es como una patada al estómago.
Sigo pensando en esa noche en Salvador: Dom y yo a punto de partir en nuestros respectivos viajes a la Amazonia. “Cuídense ustedes dos”, dijeron nuestras esposas. “Nos vemos pronto”, dijimos Dom y yo mientras nos abrazábamos para despedirnos.
Se suponía que nos volveríamos a encontrar para compartir las experiencias de esos viajes. Quería escuchar todo sobre su periplo para ver a los descendientes de los Incas. Amaba la historia. Estoy seguro de que regresó con historias increíbles. Y yo quería contarle todo sobre mi viaje con los Kayapó, sobre mis cuatro semanas viviendo como un cazador-recolector en la selva tropical, sobre las increíbles fotografías que obtuve de guerreros indígenas deteniendo a una banda de garimpeiros. Teníamos mucho de qué hablar.
Lo más duro es esa conversación inconclusa.
Pero Dom querría que esta historia tuviera un final positivo. Así que prefiero terminar diciendo esto: las comunidades indígenas y otros que desafían todas las dificultades para salvar la Amazonia frente a un gobierno hostil me dan una gran esperanza. Pasaré el resto de mi vida contando esa historia. Ahora tengo otra gran razón para hacerlo.
Puede leer el blog en portugés en http://u.afp.com/wKPr
João Laet es un fotoperiodista basado en Rio de Janeiro. Edición en inglés de Joshua Howat Berger en Rio. Traducción y edición en español de Yanina Olivera Whyte en Montevideo.