Irak, la magia y la guerra
Baghdad - Hay un chiste en Irak que todos conocen: el país estaba asfixiado por las sanciones internacionales contra la dictadura Saddam Hussein en los años 1990 cuando un chamán indio visitó Bagdad y trató de convencerlos de que tenía poderes mágicos.
Pero un soldado escéptico le pregunta: "¿Cómo llamas a una familia que vive un mes con un salario del gobierno equivalente a un dólar?" El chamán responde: "Eso es realmente magia".
Así es como yo veo a Irak. Un país que vive por la magia de su gente, que tiene la capacidad de sobrevivir a las miserias que acechan desde hace 1.400 años. Yo fui testigo de ello en los últimos años, tras asumir en 2017 la corresponsalía árabe de la AFP en Bagdad.
¿Si no, de qué otra forma habrían sobrevivido los iraquíes a la guerra contra Irán en los años 80, a la invasión de Kuwait y a la Guerra del Golfo, a la invasión estadounidense de hace casi 20 años y, justo antes de mi llegada, al avance del grupo Estado Islámico (EI)?
Crecí en Líbano pero Irak estuvo siempre presente. Aprendí que ese país es el corazón donde aun late la antigua Mesopotamia, la amada tierra entre los poderosos ríos Éufrates y Tigris, que fluyen desde Turquía en el norte hasta el Golfo en el sur.
De niño me marcaron las historias sobre Irak, hogar de la fuente de Kahramana de Ali Baba y los 40 ladrones; la tierra que evocaba a Sherezade y el sultán Shariar, Aladín y otros personajes encantadores de "Las mil y una noches".
En Irak, me dijeron, se podía caminar por un bulevar que lleva el nombre del legendario poeta Abu al-Tayeb al-Mutanabbi, asiduo del centenario Shahbandar Café, punto de encuentro de intelectuales, escritores, pensadores y políticos.
En Irak, me dijeron, está la cuna de la música: desde la leyenda del origen del laúd y Ziryab, compositor y poeta que viajó al norte de África y Andalucía en el medioevo, hasta las baladas y los percusionistas de estos tiempos.
Había oído hablar de todo esto y de la fermental cultura iraquí antes de mi llegada. Pero igual me deslumbraron los relatos de los iraquíes, poetas y herederos de las civilizaciones que se sucedieron en el suelo de la antigua Mesopotamia.
Ya más grande, sabía de Irak por la primera guerra del Golfo, las devastadoras sanciones, la segunda guerra del Golfo. Irak era Saddam, la invasión liderada por Estados Unidos y la guerra civil. Irak era el ascenso y caída del Estado Islámico (EI), el grupo yhadista que impuso un brutal califato de Irak a Siria, responsable de miles de muertos.
LLegar a Bagdad fue como entrar en un libro de historia, en el que los personajes te miran a los ojos mientras relatan con doloroso detalle como la cuna de su civilización quedó reducida a escombros.
Me integré a las fuerzas de seguridad iraquíes en Mosul en abril de 2017 para cubrir su lucha para arrebatarle la ciudad al EI. Me consideraba un duro, un periodista libanés de una generación criada en la guerra y la consiguiente ocupación. Pero las olas de desplazados que abandonaban esta ciudad del norte de Irak me desarmaron: Llevaban mucha carga y a su vez dejaban tanto atrás.
Nunca olvidaré a Tabarak, una niña de nueve años que no podía parar de toser y que recién se había escapado del EI en Mosul junto con su abuela. "Mi padre murió. Daesh lo mató. Mi madre fue herida junto con mi hermana discapacitada", me dijo utilizamdo el acrónimo árabe del EI.
Traté de controlar mis emociones frente a Tabarak, de retener las lágrimas. Nunca olvidaré su sonrisa cuando posó sus ojos sobre un trozo de chocolate, algo que no había visto por más de tres años bajo el dominio del EI.
Un anciano que también había logrado escapar me pidió un cigarrillo, algo ilegal en las áreas controladas por el EI. "Esto vale un millón de dólares", dijo mientras inhalaba el humo sentado en el cordón de la vereda. Y recordé a dos chicos, Ahmad y Suhayb, que jugaban al fútbol en su barrio recientemente liberado. Bajo el gobierno del EI, esos pequeños placeres estaban prohibidos.
Aprendí que estar mucho en la calle podía significar una sentencia de muerte. Cuando nuestro euipo llegó al barrio de Ahmad y Suhayb en una Toyota Landcruiser -modelo al que los iraquíes apodaron "Mónica" en honor a Mónica Lewinsky por razones que nadie recuerda- los residentes se mostaron aterrorizados.
Me dijeron que el EI usaba esos mismos vehículos para arrestar civiles antes de matarlos. "Sabíamos que Mónica significaba ejecuciones", dijo Ahmad.
Los apodos que los iraquíes ponen a los vehículos me parecen divertidos.
Los Chrysler grandes y cuadrados se llaman "Obama", supuestamente porque el expresidente de Estados Unidos conducía uno.
Otros modelos llevan el nombre de la famosa actriz egipcia Leila Alwi o del primer líder de los Emiratos Árabes Unidos, Sheikh Zayed, e incluso de figuras más locas, como el personaje de Pokémon, Pikachu, y el inexplicable Umm al-Khobza, que se traduce como "mamá de pan", vocablo de la jerga iraquí para significar en forma genérica algo que te puede beneficiar.
En la ciudad norteña de Tal Afar, miembros de Hashed al-Shaabi, una red patrocinada por el estado mayoritariamente de grupos armados chiítas con estrechos vínculos con Irán, habían apodado "el hutí" a un vehículo militar. Lo habían visto por primera vez en TV en manos del grupo rebelde yemení.
Mi tiempo en Tal Afar – 12 días con los Hashed en medio del desierto en agosto de 2017- no fue nada fácil. Las temperaturas llegaban a los 50 grados Celcius. No había aire acondicionado. No había agua para bañarse.
Eso hizo que nuestra primera ducha -con hielos derretidos de una fábrica de en un gran tanque de agua utilizando el calor solar- fuera memorable. Tomé más "Ayran" -bebida a base de yogur muy popular en Medio Oriente- y comí más pepinos que en toda mi vida, con la esperanza de refrescarme.
Los combarientes de Hashed avanzaban hacia el corazón de Tal Afar en su lucha contra el EI y yo con ellos. Un día, llegamos a un pequeño lago y no pensamos dos veces antes de zambullirnos. De repente, escuchamos el llamado al rezo desde una mezquita cercana. Quedaron petrificados.
Un solo verso del canto puede marcar la diferencia entre una mezquita dirigida por chiítas, considerada amigable, o una mezquita dirigida por sunitas, que puede albergar a combatientes del EI.
Los Hashed se miraron unos a otros con terror, hasta que el muecín nombró a Ali, yerno del profeta Mahoma y figura venerada por los chiítas. Se relajaron. "Ahora estamos seguros de que liberamos a Tal Afar", dijo uno de ellos.
Apenas unas semanas después, en septiembre de 2017, cuando los kurdos iraquíes sostenían un referéndum sobre su independencia del resto del país, yo estaba en Kirkuk, terrotorio disputado y rico en petróleo que reclaman tanto los kurdos autónomos del norte y las fuerzas federadas del sur. El fallecido presidente iraquí Jalal Talabani solía llamarla "la Jerusalén del Kurdistán".
El 21 de septiembre, día del referéndum, estaba temeroso: las tensiones habían aumentado en la ciudad. Parecía como si una guerra entre los kurdos y las fuerzas federales podía desatarse en cualquier momento. Si cualquiera de las dos partes sentía que yo apoyaba a la otra, podía ser arrestado, o incluso peor. Auqnue yo tenía un nombre libanés que no podía asociarse a ninguna secta o región, por lo que de alguna manera me sentía más seguro.
Menos de un año después, estaba cubriendo las protestas masivas contra el entonces primer ministro Haider al-Abadi en Basora. Recuerdo el momento porque coincidió con la Copa Mundial de Fútbol de 2018. El gobierno impuso un apagón de internet a lo largo de todo Irak en un intento por contener las protestas, pero en los hechos significaba que no podía enviar mis reportajes o mirar los partidos.
Francia ganó la Copa, y Abadi perdió el cargo de primer ministro.
En octubre de 2019, masivas protestas mayoritariamente de jóvenes estallaron en Bagdad y a lo largo del sur de Irak. Los cánticos eran ingeniosos, valientes, fuertes: "Queremos una patria". De haber continuado, estoy seguro de que las manifestaciones habrían logrado transformar el futuro político y social de Irak.
Pero fueron acalladas por días negros y armas grandes. Amenazas, ataques, secuestros. Más de 600 muertos y 20.000 heridos, sin que hasta hoy se hayan atribuido responsabilidades.
En enero de 2020, un ataque de dron estadounidense ultimó a Qasem Soleimani, el principal comandante militar de Irán y su lugarteniente en Irak, Abu Mahdi al-Muhandis, un alto comandante Hashed. La tensión escaló a las nubes y nos guarecimos en nuestra oficina, pensando que se avecinaba una Tercera Guerra Mundial. Poco sabíamos de que en realidad sería una pandemia mundial.
Para la primavera (boreal), el aeropuerto internacional de Bagdad, donde Soleimani había sido asesinado, estaba cerrado. Irak se confinó totalmente en un intento por detener los contagios del coronavirus. Yo estaba varado en Bagdad, viviendo día y noche con mis colegas expatriados en nuestra oficina-hogar.
Los periodistas de Bagdad ya nos conocíamos bien. Pero el encierro forzoso nos convirtió en familia. Yo cocinaba constantemente, perfeccionando mis habilidades culinarias para alegría de mis colegas y compañeros de confinamiento.
Mustafa, que trabaja para The Washington Post en Bagdad, a menudo venía a cenar con nosotros. Me tomaba el pelo diciéndome que "aquí en Bagdad tenemos una plaza en honor a Beirut. ¿Por qué no hay una Plaza Bagdad en Beirut?", insistía.
No sé por qué esas pequeñeces quedaron adheridas a mis memorias de Bagdad. O el poema "El sol es mi sol, Irak es mi Irak", que fue transformado en canción para un alto comandante de las fuerzas armadas de Irak. Todos los periodistas que conocí podían tararearlo de memoria.
O "Abu Jassem", el apodo árabe del exembajador de Japón en Irak, amado por hablar el dialecto local. O cómo entonces el primer ministro Adel Abdel Mahdi intentó charlar conmigo en jerga libanesa cuando descubrió que yo era de Líbano.
Mi nombre y mi nacionalidad me abrieron muchas puertas en Bagdad. En muchos sentidos, también me convertí en un iraquí. No puedo dejar de decir "khosh" o usar la jerga iraquí para "bueno". Tampoco puedo evitar el "tetdallal", una forma dulce de decir "estoy a tu servicio".
Mientras me preparaba para dejar Irak, esperaba que el país me dejara un sabor complejo, pero en general agradable, en la boca. Tres semanas antes de terminar mi corresponsalía, una lluvia de balas mató al renombrado académico, consejero y querido amigo Hisham al-Hashemi
Siempre supimos que había una amenaza. Siempre supimos que estaba cerca, pero no tanto. No de esta manera. La muerte de Hisham nos arrancó lágrimas, nos sacudió y nos conmovió, y luego tuvimos que sentarnos a escribir la noticia.
Irak había sido mágico y parte de esa magia desapareció cuando nos quitaron a Hisham. Pero un país como este retiene siglos de misticismo. Si has vivido en él, vivirá en ti, plantando una interrogante que te perseguirá por siempre: "¿Cuándo volverás?"