Amor y miedo a morir en tiempos de coronavirus
París -- Hace tiempo que asumí que algún día sucumbiría a una infección pulmonar. Un brote casi mortal de tuberculosis cuando tenía cuatro años dejó mis pulmones vulnerables a los patógenos, tanto bacetarianos como virales. He sufrido dos veces neumonía y es raro que me pueda deshacer de la bronquitis sin tomar antibiótico. Sólo era cuestión de tiempo, pensé, antes de que un bicho desagradable se metiera en mis bronquios envejecidos y se quedara ahí.
Cuando observaba al coronavirus extenderse desde la zona cero en el centro de China e informaba sobre los perfiles de riesgo que surgían de los primeros grupos de datos, sentí que me convertía en un blanco fácil: hombre, 64 años de edad, con sobrepeso, propenso a la infección pulmonar.
Y al ver que el virus me reducía en un tembloroso y febril caos en menos de una hora - el tiempo que me llevó editar un pregunta respuesta de AFP sobre las tasas de mortalidad de COVID-19 - pensé para mí mismo: "Ya está, me llegó la hora".
El miedo a morir es altamente subjetivo. Pensar en tomar un vuelo comercial - el medio más seguro de traslado masivo - puede aterrorizar a la misma persona cuyo pulso apenas se mueve en un incendio. Pero eso no hace que algún temor sea menos real. Cuando este se desborda como en una inundación o en un tsunami puedes sentir que te estás ahogando.
En retrospectiva, sé que nunca estuve cerca de la puerta de la muerte. Sufrí un dolor insorportable y fiebres implacables de 40 grados centígrados por 12 días mientras estaba aislado en casa, pero mi cuerpo estaba firme. Mis pulmones se infectaron con una mezcla de virus y bacteria, pero sin provocarme el síndrome respiratorio agudo.
Viendo hacia atrás, en realidad no tenía que preocuparme. Pero en ese momento era diferente. El virus jugó con mi cuerpo y se metió con mi mente.
Yo lo sabía y los doctores me alertaron de que las cosas podrían ponerse peores una semana después de que aparecieron los síntomas. Conté los días reprimiendo una creciente sensación de temor. Pero en el sexto día me sentí mejor. La temperatura bajó por primera vez por debajo de los 38 grados centígrados, el dolor del cuerpo cesó. Me permití echar una mirada a la luz al final del tunel.
Al siguiente día, el virus volvió golpeándome como un mazo y siguió haciéndolo por cinco días.
Lo que más me debilitó fueron los espasmos de dolor en los pulmones. El coronavirus puede causar una amplia gama de síntomas, incluida la fiebre, tos, garganta irritada, falta de aliento, nauseas, diarrea, pérdida de olfato y dolor muscular. Pero algunos virus, estoy convencido, buscan debilidades en los huesos que invaden.
En mi caso, sería un daño neurológico ocurrido hace una década cuando un tumor benigno fue removido de mi columna vertebral. El cirujano cortó cada pedazo de su crecimiento pero dañó los nervios conectados a mis extremidades inferiores. Tuve que aprender a caminar otra vez. El recuerdo más duradero de esa cirugía ha sido el dolor crónico de los nervios en mis piernas. El estrés y la fatiga, especialmente en combinación, lo hacen peor, a veces insoportable.
El dolor fue mucho más intenso e insistente que cualquier otro que haya experimentado antes.
Menciono todo esto por una razón. El coronavirus me dio dolores musculares parecidos a los de la gripa, como pasa de manera frecuente, pero se concentró en mis nervios dañados. Me desesperé tanto que encontré una vieja porción de codeína, que apenas me ayudó.
Una dosis de Xanax, para el tratamiento contra la ansiedad y pánico que se estaban apoderando de mí, me permitió dormir por una pocas horas, pero me provoco pesadillas. Cuando tomé la medicina otra vez me sentí mal. Pensé que las punzadas nerviosas y la falta de sueño que vivía eran literalmente una forma de tortura.
Lo que más me temía sucedió el día 11. En la noche, cuando todo estaba en silencio, escuché un aleteo revelador cada vez que exhalaba. Era un sonido familiar que yo conocía de mis propios ataques cuando había tenido infecciones pulmonares, y de las veces que había cuidado seres queridos en sus últimos días. También se conoce como estertor de la muerte. Tenía la fiebre por encima de los 39 grados y ninguna dosis de paracetamol había logrado disminuirla.
En mi delirio empecé a pensar sobre el final del juego. Me pregunté, como si estuviera en una entrevista, si estaba en paz con la idea de morir. Me sorprendí de no estar en un estado de pánico. "Tengo muchas cosas que hacer, pero he tenido una vida abundante", me respondí. Entonces pensé en mi esposa y mis dos hijas. Inmediatamente me sentí abrumado conteniendo las lágrimas. Comencé a redactar en mi mente una carta para cada una de ellas prometiendo escribirlas cuando llegara la luz del día.
Y ¿cómo se lo diría a mi hija mayor de 22 años? La falta de oxígeno al nacer la dejó incapaz de sumar 1+1 o de caminar por la calle sin alguien a su lado, pero tiene una inteligencia emocional y capacidad de empatía desmesuradas. El año pasado corrí a su habítación y la encontré sollozando, algo que nunca hace. Me miró con los ojos llenos de lágrima y me dijo: “Michael Jackson está muerto”. De alguna manera, diez años después de que el rey del pop pereciera, ella había captado el sentido de la muerte. ¿Con qué palabras podría hablarle sobre mi propio deceso? No había ninguna. Estaba perdido. Y ¿qué difícil iba a ser separarse de su hermana que se preparaba para ir a Londres a su primer año de universidad, cuando finalmente podía compartir cosas maravillosas después de una adolescencia complicada? Y ¿cómo podría abandonar a mi compañera de vida por 35 años en una coyuntura de nuestra historia cuando parecía tener en las manos un profundo tipo de felicidad?
Este fue mi momento más oscuro. Mi pecho se agitaba de manera incontrolable con los ataques de tos. Para mi doceavo día de calvario estaba desesperado y exhausto.
La mañana siguiente, me faltaba el aliento. Me desplacé hasta mi médico, un mago con estetoscopio. Me confirmó que mis pulmones estaban obstruidos y me recetó algunos antibióticos para lo que creía que eran infecciones secundarias. Apenas pude volver al apartamento. Finalmente decidí que tenía que llamar al 15, el equivalente francés al 911 en mi país, Estados Unidos.
Yo sabía muy bien que el servicio de emergencia y las unidades de cuidado intensivo de Francia estaban llenos. En algunas regiones estaban desbordados, y la cifra de muertos subía diario. Me llevó 20 minutos esperar que me contestaran. Después de muchas preguntas, y pausas para consultar a un doctor, me dijeron que un equipo de la Cruz Roja estaba en camino hacia mi departamento.
En media hora, una mujer y dos hombres - todos veinteañeros - con equipo de protección de la cabeza a los pies, estaban al lado de mi cama. Después mi esposa me dijo que eran voluntarios. Uno le había dicho que la gente estaba muriendo de ataques cardiacos antes de poder llamar a la línea de emergencia.
Los paramédicos checaron mis niveles de oxígeno, mi respiración, tomaron mi temperatura, escucharon mis pulmones. Más llamadas al los médicos. Entonces el líder me hizo una sorpresiva pregunta: ¿Usted quiere ir al hospital?" Le respondí: "Esa no es mi decisión". Pero el insistió. Le dije: "La verdad, me sentiría más tranquilo".
Finalmente fui transferido en ambulancia al Pitié Salpetrière, un gran hospital universitario cercano a mi casa en el distrito 13 de París. Salí de mi departamento en silla de ruedas y me despedí de mi familia preguntándome si las volvería a ver.
Pocos minutos después llegué a un lugar que reconocí como el ala de emergencias del hospital, que había sido convertida en una unidad de detección de COVID-19. Habían instalado un puesto de recepción cerca de la entrada, donde me registraron. Durante esos 15 minutos, otros seis o siete pacientes llegaron en ambulancia.
Me llevaron en camilla al edificio principal, donde esperé otros 45 minutos en un espacio abierto con muchos otros que iban llegando, la mayoría gente de color, en sillas de ruedas y en camillas. Finalmente fui transferido al privado número 8, un espacio con solo un lavabo y una silla. Una enfermera y un paramédico de ambulancia vinieron 30 minutos después para extraerme sangre y ponerme un cateter en una vena que les permitiera colocarme un goteo itravenoso. El paramédico miró el dorso de mi mano y se negó. "¿Quieres hacer esto?", preguntó a la enfermera. "No. Necesitas practicar", le respondió. "¿Tu crees?, no tengo mucha experiencia", dijo él. "Que bueno que tienes a tu conejillo de indias", respondí. Después fue el famoso examen PCR (prueba de proteina C reactiva) para ver si tenía el virus. Otra enfermera me metió un bastoncillo en la naríz y lo giró. Un par de horas después estaba en silla de ruedas rumbo a un examen TAC (tomografía computarizada).
En tres horas llegaron todo los resultados. Por fin un médico vino y me dijo que tenía el virus, y que sería transferido a otras área del hospital. Cuando eso pasó, me encontré en un cuarto privado con baño propio y regadera. Me sentí en la opulencia. Todos fueron amigables, atentos y profesionales, desde el personal de limpieza, que trapeaba el piso dos veces al día, hasta el médico que venía al menos una vez diario. Por supuesto que todos traíamos cubrebocas. Empecé dos tratamientos de antibióticos y me revisaban cada tres horas los signos vitales, especialmente la saturación de oxígeno y el ritmo de la respiración.
Una vez instalado, me sentí abrumado por el alivio. Estaba en el lugar correcto. El sistema de salud de Francia - identificado en 2000 por la Organización Mundial de la Salud como el mejor del mundo - ha sufrido desde entonces debido a los duros recortes presupuestarios. Pero sigue siendo de clase mundial, y más igualitario que la mayoría. Lo dije en un Twitter.
How lucky I am to live in a country — France — with a world-class, accessible-to-all healthcare system. #COVID2019 pic.twitter.com/CgNhnYtU5G
— marlowehood (@marlowehood) March 27, 2020
Déjenme decirlo otra vez: me siento afortunado de estar vivo.
Me sentí profundamente conmovido de cuantos amigos, colegas y contactos profesionales respondieron con palabras para animarme.
Y algo sorprendente sucedió: docenas, luego cientos y al final miles de personas en Francia le dieron "like", dieron retuit o respondieron mi Twitter. Muchos expresaron agradecimiento por mi comentario diciendo que muchos franceses sabían los afortunados que eran.
El mismo sentimiento surge cada noche cuando los parisinos se paran en sus ventanas aplaudiendo y golpeando ollas para saludar a sus heróicos trabajadores de la salud.
Envié el tuit porque estaba realmente agradecido. También quería contrastar con Estados Unidos, mi país de origen, donde casi 30 millones de personas carecían de seguro médico en 2018 (la cifra oficial más reciente) y millones más cargan con políticas caras y sin compromiso que les obligan a pagar enormes cantidades de dinero de su bolsillo cuando se enferman.
Mañana podré tocar la mejilla de mi esposa y abrazar a mis hijas por primera vez en 30 días. ¿Tengo inmunidad? Probablemente. ¿Ya no estoy infectado? Es muy probable. Pero la verdad es que no lo sabemos con seguridad. Volveré a informar sobre la pandemia, y la muerte y el sufrimiento que conlleva. También volveré a mi principal preocupación, esa otra amenaza existencial que aún se cierne sobre nuestro futuro: la crisis climática. La historia reconocerá un mundo pre y post-coronavirus, y ahora mismo estamos en la zona de penumbra entre los dos. Las decisiones que tomemos ahora, como individuos y naciones, determinarán si nuestra especie prospera o simplemente sobrevive.
Y sí, soy afortunado de estar vivo.
Marlowe Hood regresó a casa con su familia el lunes 13 de abril. Está sano y, como casi todo el personal de la AFP en la sede, trabaja a distancia desde su casa. Cuando no está frente a una computadora y con su familia, se le encuentra en la cocina cocinando una tormenta. Todo, según informa, sabe mejor después de COVID-19.
Editado por Yana Dlugy en París.