Ballenas, focas y caca de pingüino en mi misión en la Antártida
Isla Petermann, Antártida – Hay quienes dicen que los periodistas somos una basura, así que tal vez fue por obra de algún tipo de justicia poética que terminé mi primer día en la Antártida cubierto de excremento.
Había por todas partes cuando me bajé de la lancha neumática y pisé las rocas negras mojadas de la Isla Petermann. No había ningún sitio donde dejar el bolso. Los mejores lugares estaban ocupados por los pingüinos. El resto del espacio estaba cubierto con su “guano”. Caca de pingüino, hablando llano. Y, en ese contexto, yo era un hombre llano.
Tenía prisa. Además de filmar la fauna tenía que hacer entrevistas con científicos y observadores de pingüinos. Éstos son aún más evasivos que las aves. Tienes que perseguirlos por rocas y montañas nevadas y lograr colocarles el micrófono antes de que decidan volver a marcharse.
Apoyé el bolso con el trípode en el espacio más limpio que pude encontrar, luego mi mochila. Me arrodillé sobre el piso fangoso, con manos torpes logré sacar la cámara de video de su estuche impermeable y me puse a trabajar.
Esa noche, cuando llegué a mi camarote y apoyé mis bolsos en el piso, sentí un olor fétido. Tal como lo exige la reglamentación turística en la Antártida, había limpiado mi equipaje y ropa de abrigo con desinfectante antes de volver al barco, pero no lo suficiente como para eliminar el guano.
Mi compañero de camarote, el fotógrafo de la AFP Eitan Abramovich, se mostró muy comprensivo. Menos mal. Íbamos a tener que compartir ese diminuto espacio durante bastante tiempo. Él mismo había tenido que enfrentar el desafío del guano, aunque, al ser fotógrafo, era naturalmente más cuidadoso y ágil con sus pies.
Bromeando, los jefazos en París la habían llamado una “misión dificultosa”: diez días en un crucero en la Antártida, disfrutando de la vista, invitados por ambientalistas. ¿Alguien se apunta? Sentado en bermudas frente a mi computadora en Montevideo, fui el primero en responder el email. ¿Qué podría fallar? Filmar pingüinos, hablar con expertos y escribir la nota… Estaría en Montevideo antes de que comenzara el invierno.
Unas semanas más tarde me encontraba allí, trípode en mano, deslizándome sobre las rocas, con la cámara colgando alrededor de mi cuello como un albatros. Me sentía como un intruso en un planeta ajeno.
No son solo el misterioso azul de los icebergs prehistóricos y la escala suprahumana de las montañas lo que hace que la Antártida se sienta como una tierra desconocida. Es el sentimiento que genera el verse superado en cantidad por otros seres vivos que no logras comprender del todo. Se rigen por sus propios tiempos. Si se dan cuenta de tu presencia, no parece importarles.
Un día, en el mar, nuestros guías nos llamaron a la cubierta cuando descubrieron una ballena. Me trepé al puente de mando junto a mis cotripulantes mientras apuntaban sus cámaras y catalejos hacia el agua neblinosa.
Ahí estaba, haciendo emerger su blanco vientre de la profundidad y luego chocando con la superficie en una lluvia de espuma blanca. Pulsé el botón de grabación. La superficie gris del agua permanecía intacta. Dejé de grabar para guardar espacio en la tarjeta de memoria. De repente apareció de nuevo, el vientre blanco, la espuma. Pulsé el botón, hice zoom, giré el trípode. Ya era tarde.
Luego de una media hora estresante en la cubierta ventosa obtuve unos pocos segundos en imágenes de ballenas.
La mayoría de los pasajeros del barco estaban de vacaciones. Una noche, mientras yo desfallecía agotado en mi cama marinera, ellos acamparon bajo el cielo estrellado sobre el continente congelado, y volvieron a la hora del desayuno contando lo impresionante que había sido.
En una estación ballenera abandonada en una isla volcánica, se desvistieron y se zambulleron en el agua para juguetear en la corriente de agua sulfurosa. Eitan se paró detrás con su cámara. Yo estaba sentado en la arena un poco más lejos en la bahía, filmando unas focas que jugaban y luchaban en la orilla. Se dieron vuelta y comenzaron a lanzarse sobre mí, bramando y golpeando sus aletas en el suelo para impulsarse en la arena.
Me levanté como pude y salí corriendo. Nos habían advertido que ese tipo de focas eran malhumoradas. Pero no me había imaginado que podían moverse tan rápido.
“Para la gente que no conoce la Antártida es difícil comprender cómo se siente estar tan cerca de la fauna”, me explicó Kim Crosbie, jefe de la Asociación Internacional de Operadores Turísticos en la Antártida. “En el resto del mundo, los animales han aprendido a tenerle miedo al ser humano. Es importante que reciban una introducción para entender el comportamiento animal”.
Ya tenía filmaciones de focas, de ballenas y de innumerables pingüinos juanito, cuando un día uno de nuestros guías nos enseñó otras especies más raras en esa zona. Un pingüino barbijo se reconoce por la línea negra que rodea su cuello, como un barboquejo. Pensé que sería bueno tener imágenes de este tipo de pingüino para ilustrar cómo las amenazas medioambientales afectan la población de pingüinos.
Dejé el pesado trípode atrás y empecé a caminar en la nieve por un repecho hacia un intrincado espacio donde tres pingüinos barbijo habían encontrado refugio detrás de unas rocas. La reglamentación en la Antártida te obliga a mantenerte a cinco metros de cualquier animal. Me asomé, apoyé la cámara de video sobre mis rodillas e hice zoom en medio de la niebla. Los pingüinos hacían pucheros, con los picos pegados al pecho. “¡Ánimo!” “¡A ver esos barboquejos!”, les dije y pulsé “REC”. Las rocas estaban cubiertas de neblina y nieve, y los pingüinos casi desaparecían en ellas. Desde ese lugar me miraban, quietitos, como un pingüino cualquiera. Y yo luchaba para captar sus característicos cuellos.
El guía me dijo que saliera de ahí. Había mantenido distancia suficiente de los pingüinos, pero estaba parado sobre un pedazo de musgo antártico y no podía llevarme eso en las suelas cuando volviera al barco. Dejé a los pingüinos en paz y me fui a sentar sobre una piedra, por primera vez sin una cámara o una libreta de notas, solo para disfrutar la vista. Las montañas eran estupendas.
La especie más importante para mi reporte era la más difícil de percibir. Un crustáceo de no más de dos centímetros y medio, el krill, que vive en bancos en el mar y es uno de los alimentos privilegiados de los pingüinos, las ballenas y las focas. Pero a no ser que seas un pescador con una red, es difícil encontrarlo. No se nos ocurría ninguna manera de conseguir imágenes del pequeño ser.
El último día del crucero, un especialista a bordo del buque hizo una presentación sobre la pesca en la Antártida con un proyector. De repente apareció un krill gris proyectado sobre la pantalla y corrí al camarote a buscar a Eitan y mi cámara de video. Llegamos justo a tiempo para grabar y sacarle una foto a la imagen del bicho.
Al fin pude relajarme. Tenía grabadas las imágenes que necesitaba y las entrevistas explicando la importancia del kril y la diferencia entre los pingüinos juanito y barbijo.
El viaje de vuelta a Argentina a través de las olas gigantes del Pasaje de Drake fue movido. El barco se sacudía. Saqué la mano de la cámara para darme vuelta y respirar hondo. El buque se tambaleó, el trípode se cayó y la cámara se estrelló contra el piso.
Mientras no paraba de dar vueltas en mi cama de noche intentando calmar las náuseas, leí el libro del explorador británico Ernest Shackleton sobre su fatídico viaje a la Antártida en 1914. En los tiempos anteriores al Gore-Tex, él y sus hombres sobrevivieron durante meses acampando sobre el hielo luego de que el mar se tragara su navío. Para sobrevivir mataban pingüinos. Eso ya no se puede hacer. El mundo de Shackleton era diferente del nuestro, pero estaba seguro de que él tenía algo para enseñarme. Aunque intentemos parecerlo, no somos aventureros, somos periodistas. Hacemos de cuenta que sabemos lo que estamos haciendo, aunque no podamos ver nada por la niebla, aunque las olas nos tambaleen o tengamos mierda hasta las rodillas. O mirando hacia la profundidad del mar con la esperanza de ver una ballena.