Días de alucinación y desborde: El impeachment de Rousseff
BRASILIA – El Congreso en Brasilia, territorio de la batalla, es una joya arquitectónica inusual imaginada por Oscar Niemeyer. Recorrer sus pasillos subterráneos, su interminable estructura bajo tierra, es una experiencia de abstracción, de lejanía de la vida cotidiana que repiquetea en la superficie. Un microcosmos.
Por allí corrimos durante las deliberaciones, buscando no perder declaraciones de guerra, argumentos de defensa, reuniones partidarias, multipartidarias, frases al paso, ruedas de prensa, siguiendo la ruta de los votos.
Una verdadera inmersión en las catacumbas de la política brasileña.
Cubrir la crisis que, como todo parece indicar a esta altura, le hará perder la presidencia a Dilma Rousseff la semana próxima, ha sido una saga sinuosa, difícil de entender y difícil de contar.
¿Cómo abordar una historia tan líquida, con tantas intrigas y enredos que hasta fue usada irónicamente por los actores de House of Cards para promocionar su serie?
¿Cómo hacerlo sin perder el equilibrio entre protagonistas y siglas partidarias circunstanciales, sin perder la mirada histórica, la crítica y el balance, ni a lectores que pueden estar en Medellín, Nueva York o Shanghai?
Aún falta escribir el capítulo final en el Senado, pero el gran combate se saldó a mediados de abril en la cámara de Diputados. Allí, una generación política buscó dejar su marca sobre una sociedad de 204 millones de habitantes.
Y lo tuvo todo: tragedia, drama y comedia.
El domingo 17 de abril de 2016 dejó a Dilma Rousseff tambaleando sobre la cornisa de su mandato por un pedido de juicio de destitución Duró tres días, la deliberación más extensa de la historia de Brasil, y cerró con una increíble votación de 511 diputados a lo largo de 10 horas. Uno por uno.
Era histórico, pero la crisis había empezado mucho antes como una explosión en cámara lenta al ritmo de las bombas que comenzó a lanzar en marzo del año pasado el escándalo de corrupción en Petrobras sobre buena parte de la casta política brasileña.
El día D comenzó literalmente con choques físicos –yo mismo quedé encerrado entre una turba de diputados que intercambiaron empujones y gritos en la puerta del plenario-, abundantes insultos, invocaciones a Jesús, la paz en Jerusalén, votos dedicados a hijos, nietos y madres, escupitajos y hasta un ominoso homenaje a un jefe de la policía política de la dictadura (1964-1985).
Decenas de microestudios de televisión se apiñaron en la sala principal que antecede al plenario y por allí desfilaron diputados en un sinfín de casi 72 horas, de día y de noche.
Ya la votación fue una cascada de gritos desaforados, abucheos, aplausos. A medida que la lista de más de 500 hombres y mujeres se agotaba y la oposición se acercaba al número dorado de los 342 votos necesarios para aprobar el impeachment, cada “sí” se festejaba con un estallido.
El hijo de un diputado, de unos nueve años, vibraba de brazos abiertos. Faltaba un solo voto. El “mundo impeachment” contuvo el aliento y a las 23:07 Bruno Araújo, socialdemócrata de Pernambuco, consumó la tarea: “Cuanta honra el destino me reservó”, dijo antes de dar el sí que selló el resultado.
Sus palabras desataron un extemporáneo brote de euforia y esculpieron gestos duros en los derrotados
Repasando el video que tomé con el celular, veo que llevaba una bandera de su estado sobre el hombro, levantaba su puño, asentía con los ojos cerrados y estrechaba manos que le llegaban de todos lados. Tenía decenas de legisladores a su alrededor, que lo alentaban y le hablaban debajo de una lluvia de papel picado. Había mucho verde y amarillo.
Cerca de la medianoche, mientras los periodistas aún luchábamos por cerrar las notas del día, el diputado seguía tomándose selfies y filmando videos caseros con partidarios que le pedían que relate su cita con el destino una vez más. El “salón verde” de la cámara estaba casi vacío y se veían los restos de basura, papel, cintas, parte de la resaca de la refriega.
Resultado final: 367 a favor, 137 en contra, 7 abstenciones, 2 ausencias.
“No repitamos el espectáculo vejatorio de la cámara de Diputados”, dijo días después el senador oficialista Humberto Costa cuando el caso aterrizó en la Cámara alta.
Paradójicamente, una de las votaciones más importantes de la historia reciente estuvo regada de acusaciones de “golpe” lanzadas por Rousseff, sus ministros, sus legisladores. Sus militantes.
Y las autoridades no pasaron por alto el potencial de violencia callejera de una sesión que sería transmitida para millones de personas y seguida por decenas de miles en las puertas de un Congreso sitiado.
Instalaron una empalizada de metal de dos metros de altura, cortando en dos la explanada que conduce al parlamento. El dispositivo impedía que los bandos rivales se vieran, después de que la policía los distribuyera a la izquierda o a la derecha de la valla según su posición política (no es broma) . Fueron vedados estandartes, muñecos inflables y cualquier objeto que pudiera divisarse del “otro lado”.
Desde un camión con altoparlantes como los que se usan para animar las procesiones de carnaval, alguien proyectó un rayo láser que imprimió en verde un gigantesco “Fora Dilma” sobre una pared lateral de un ministerio.
No hubo guerra, pero el muro condensó –una vez más- esa cara no tan conocida del país tropical.
Cuando la saga del impeachment empezó a tomar encarnadura en 2015 con la eclosión de la “Operación Lava Jato”, versión brasileña del Mani Pulite italiano que reveló una red de corrupción político-empresarial en Petrobras, los líderes de la oposición decían que tenían que llevar la lucha para derrocar a Rousseff desde el Congreso hacia las calles.
Necesitaban sustento social.
El escándalo en la petrolera insufló el activismo y millones se manifestaron contra el gobierno. La crisis había echado raíces. Era el momento de Eduardo Cunha.
Meticuloso arquitecto del impeachment y dueño de una audacia política casi proporcional a la miríada de acusaciones de corrupción que enfrenta, verlo trabajar revela parte de ese “otro Brasil”, ajeno a los preconceptos for export de torsos desnudos, playas de ensueño, tambores vibrantes.
Evangélico, ultraconservador, metódico, Cunha se mueve dentro del Congreso como una celebridad. Cada una de sus apariciones desata carreras de camarógrafos, periodistas, asistentes, luces, grabadores. Su equipo de prensa debió cambiar el sistema de mensajería para poder admitir a los cientos de periodistas que quieren estar en el “loop Cunha”.
Cunha enfrentó a Rousseff cuando fue acusado por la fiscalía de la república de cobrar sobornos del fraude en Petrobras.
Cuando faltaban algunos meses para el 17 de abril, un asesor de la presidenta se preguntó alzando las cejas si Cunha “caería disparando”.
Y disparó. Lo hizo desde el estrado que domina el recinto de diputados, con una lapicera en la mano y un gesto ajeno al desenfreno de la mayoría de sus pares. Fue tratado de “canalla”, “bandido” y “gánster”. Impávido, esperaba que baje la espuma retórica y solicitaba (ad infinitum) “su voto diputado, su voto”.
El político más impopular de Brasil, Rousseff incluida, probó que el impeachment estuvo muy lejos de ser la venganza de un hombre solo, como afirma el gobierno, que autorizó el proceso luego de que el oficialismo apoyara una investigación en su contra por conductas antiéticas.
“Ahora es agua ladera abajo”, resumió el senador opositor Cassio Lima, imaginando la destitución de Rousseff a mitad de mayo tras un trámite liso en la Cámara alta.
El gobierno del vicepresidente Temer ya está en el retrovisor de todos. Temer, un hombre de contextura pequeña y modales suaves, es considerado por Rousseff y su Partido de los Trabajadores, lisa y llanamente un traidor.
La presidenta necesitará poco menos que un milagro político para evitar que el agua llegue efectivamente al pie de la montaña y no sea apartada de su cargo, en principio por 180 días, mientras se realiza el juicio.
Si las previsiones se cumplen, la semana próxima deberá dejar su despacho en el tercer piso del Palacio de Planalto y recluirse en el Palacio de la Alvorada cobrando la mitad de su paga.
Y ver como Temer asume la jefatura del Estado.
Pero esa será otra historia.