Omaira, recuerdo de la tragedia de Armero hace 30 años
ARMERO (Colombia) 13 de noviembre de 2015 - Armero es de esas tragedias que se graban a fuego en la memoria. A veces no tanto por el espantoso número de muertos como por una imagen, una foto que alcanza para manifestar todo el horror del desastre.
Como la niña quemada por napalm en una carretera de Vietnam, la catástrofe provocada hace 30 años por una gigantesca avalancha de lodo que engulló, en 15 minutos, una próspera villa de Colombia, habría quedado probablemente en el olvido tapada por tantos otros dramas humanos. Si no fuera por Omaira y su mirada, la tan pequeña e impresionante Omaira, atrapada en aguas podridas y cuya lenta agonía fue, durante tres días, filmada, fotografiada, relatada por periodistas del mundo entero.
En 1985, el fotógrafo peruano Cris Buroncle, acababa de aterrizar en Colombia con 31 años. "Recién contratado por la France-Presse. Acababa de llegar a Colombia, unos meses antes, y de cubrir lo de la toma del Palacio de Justicia. Y llegó Armero. ¡Esa misma semana!".
El 6 de noviembre, en pleno centro de Bogotá, guerrilleros del M-19 asaltaron el Palacio de Justicia y tomaron como rehenes a decenas de personas. Querían presionar al presidente Belisario Betancur, con el que este grupo guerrillero se encontraba negociando un acuerdo de paz. En una operación con tanques de combate el ejército recuperó el edificio, que al día siguiente no era más que ruinas humeantes. Un centenar de personas murieron en la acción, algunos fueron torturados y otros siguen desaparecidos 30 años después.
El cráter del Nevado del Ruiz el 17 de noviembre de 1985, cuatro días después de la erupción (AFP / Jonathan Utz)
En esa madrugada del 14 de noviembre, los colombianos estaban aún bajo la conmoción de esos días oscuros de la historia, ya tan violenta, cuando se enteraron de que una ciudad entera había sido tragada la noche anterior. La constatación del capitán Fernando Rivera luego de sobrevolar la zona, cayó como una guillotina: "¡No queda nada! , dijo a radio Caracol.
Una catástrofe anunciada
La próspera ciudad de Armero quedó borrada del mapa después de la erupción del volcán Nevado del Ruiz. El valle no era más que una vasta extensión desolada, en la que sobresalían apenas restos de casas destrozados y cadáveres. La catástrofe dejó más de 25.000 muertos, en su mayoría desaparecidos para siempre en el barro, y una cifra similar de damnificados.
En fase eruptiva desde hacía varios meses, el Nevado del Ruiz, cuya cumbre está a 5.321 metros a unos 45 km de allí, se despertó con todo su poder. El "león dormido" rugió, como dicen las leyendas locales contadas por los ancianos.
Armero bajo el lodo del Nevado del Ruiz el 18 de noviembre de 1985 (AFP)
Por efecto de la lava fundida, sus glaciares y nieves perpetuas se derritieron. Una monstruosa avalancha de lodo y residuos volcánicos de 40 metros de altura -el equivalente de un edificio de doce pisos- resbaló a una velocidad de hasta 300 km / h en el cañón de la Lagunilla, el río que baña Armero, y desembocó en olas de hasta diez metros en el fértil valle del departamento de Tolima, a 160 km al oeste de Bogotá. La última erupción notable de este gigante había dejado 639 muertos en 1595.
"Eso era una playa de fango"
Casi cuatro siglos después, se consideraba que Armero estaba fuera de la zona de riesgo. Pero no contaban con el deshielo de la nieve del volcán. "No teníamos las capacidades de hoy. Esta tragedia sirvió de ejemplo, y no sólo para Colombia", señala sin embargo Harold Trujillo, de 50 años, un médico del hospital y luego de socorrista de la Cruz Roja. El desastre se cobró la vida de 70 de sus 90 compañeros de equipo.
Una víctima de la avalancha de lodo (AFP / Cris Bouroncle)
En el lugar solo había caos. "Cualquier comunicación telefónica era imposible, las carreteras cortadas", según la policía citada en uno de los primeros despachos de AFP de la mañana del 14 de noviembre, cuando Cris Buroncle acabó sumándose a un convoy de enfermeras.
Jairo Higueria, fotógrafo colombiano del diario El Espectador que entonces tenía 33 años, utilizaba bolsas de arroz que ponía una delante de otra para poder avanzar. "Era una playa de fango. Allí nos encontramos con un señor que estaba enterrando a su hijo". Después nada, ni un respiro, hasta que vio a un grupo de socorristas de la Cruz Roja que trataban de ayudar a una niña de 13 años, atrapada entre pedazos de paredes, con una barra de hierro clavada en la cadera y cubierta hasta la barbilla por el agua podrida.
"Lo más triste que uno puede cubrir"
"Omaira en ese momento era la única vida que quedaba. Demoré una, dos horas alli". Después Jairo Higuera tuvo que decidir irse para enviar sus fotos en el primer autobús a Bogotá, desde Mariquita, la ciudad vecina. Entonces no existía transmisión digital. "Ya era de noche. No se podía regresar. Al otro día cuando volví, la habían declarado muerta", recuerda conmovido. "Lloré, lloré... Armero es lo más triste que he tenido que cubrir", dice con modestia este veterano reportero que ha cubierto de todo en una Colombia desgarrada por más medio siglo de conflicto entre las guerrillas izquierdistas, paramilitares de derecha, las fuerzas armadas y capos de la cocaína.
Una imagen del fotógrafo de la AFP Joaquín Villegas muestra una víctima del deslave de barro del Nevado del Ruiz siendo evacuada, en la portada del semanario estadounidense Newsweek en noviembre de 1985.
Para Cris Buroncle, que cubrió la época más descarnada de la guerrilla maoísta de Sendero Luminoso en Perú, las dictaduras de Pinochet en Chile y de generales argentinos, la guerra en Irak, entre otros, Armero fue también una experiencia que lo marcó. En sus archivos personales, conserva una imagen tomada por otro, su colega colombiano Joaquín Villegas, fallecido después. Esta foto, que muestra a una mujer cubierta de barro llevada en brazos por socorristas, le valió a la AFP su primer portada en el semanario estadounidense Newsweek.
Los gallos, mensajeros de la desgracia
Frank Fournier, autor de la foto premiada al año siguiente por el World Press Photo, recuerda que "Omaira tenía una personalidad increíble". "Ella hablaba con un gran respeto a las personas que trataron de ayudarla, diciéndoles que fueran a sus casas a descansar y volvieran luego", contó por teléfono desde Nueva York, donde vive. "La foto fue ella quien la hizo. Su mirada es un regalo. Yo no hice más que sostener la cámara", agregó este fotógrafo francés free lance, actualmente de 67 años, quien recuerda con serenidad la polémica que su imagen pudo haber causado. "Hubo comentarios desagradables, como: ‘¿Por qué los fotógrafos no trataron de sacarla?’. Pero eran reflejo del dolor que la gente sentía al ver la imagen de esta niña". Porque era imposible sacar a Omaira de su ataúd de tierra. Incluso después de que ella muriera, se decidió dejarla allí.
El calvario de Omaira Sánchez (AFP)
Un montón de lápidas y de cruces comidas por la humedad marcan, aquí y allá entre algunas rocas volcánicas, los lugares donde los sobrevivientes piensan que sus seres queridos quedaron sepultados.
Olga Villalobos también pasó horas, una noche entera, en el barro, pero su mirada sonriente no deja percibir lo que vivió. "Treinta años después, aún tengo pesadillas", dice, no obstante. Aún no había cumplido los 13 años, la edad Omaira. La noche del 13 de noviembre de 1985, la niña estaba preocupada. "Llovían cenizas y piedras". Su familia intentó huir en coche, pero no tuvo tiempo. "Hubo un ruido fuerte, como un trueno. Y el agua y el lodo entraron en el carro". Olga, sofocada, pensó que estaba muerta. "Solté a mi mamá, a mi hermanito. Eso me salvó", suspira, conmovida. De ese horror apenas le quedó una pequeña cicatriz cerca de un ojo. Pero aún escucha "el canto de los gallos" que presagiaba el desastre.
"Había temblores, las cenizas cubrían todo, el agua estaba contaminada. Pero la alcaldía solo decía de taparse la nariz", asegura Alma Landínez. Catorce de sus parientes fueron arrastrados, entre ellos cinco de sus siete hermanos. Cada año, esta mujer de 56 años vuelve para limpiar el lugar donde supuestamente estaba la casa familiar, en la parte más devastada de la zona.
Alma Landinez en el lugar de su casa destruida por la avalancha de lodo en Armero el 5 de noviembre de 2015 (AFP / Luis Acosta)
El 15 de noviembre de 1985, en un despacho titulado "Una catástrofe anunciada", Pablo Rodríguez, enviado especial de la AFP, dijo que el Nevado del Ruiz amenazaba desde hacía meses. "No queda nada de Armero", constata, y cuenta haber visto algunos sobrevivientes “semidesnudos o en pijamas, pero sin excepción cubiertos de barro de los pies a la cabeza".
Al día siguiente, Jean-Pierre Bousquet, uno de los muchos otros enviados especiales de la agencia, dio cuenta de la "muerte lenta" de Omaira, que respiró por última vez al cabo de sesenta horas y a la que los rescatistas no pudieron sacar del barro "sin correr el riesgo de arrancarle las piernas, aprisionadas entre los escombros".
Hoy en día, en la entrada de Armero, los árboles han invadido las pocas ruinas aún en pie. El último de los cuatro pisos del hospital, una ferretería y un restaurante fantasmas a lo largo de la carretera, son los vestigios de la "ciudad blanca", en otra época conocida por sus plantaciones de algodón y sus campos de arroz.
Las ruinas de Armero, en noviembre de 2015 (AFP / Luis Acosta)
En lo que fue el centro, en la antigua plaza pública -único espacio abierto de un caparazón de barro, cuya catedral es testimonio de que el pavimento y la campana fueron recuperados a dos kilómetros de allí- se eleva hacia el cielo un arco de tres secciones de hormigón crudo. "Simboliza a los que no están más", según su autor, Hernán Darío Nova.
Junto a otros sobrevivientes, este artista gestiona la página de Facebook "Memoria de Armero" para tratar de mantener vivo al menos el recuerdo. Una película titulada "Armero" y un documental fueron también filmados con motivo de los 30 años de la tragedia. La fundación "Armando Armero" se dedica, por su parte, a recabar muestras de ADN para tratar de encontrar a los niños de más de 200 familias que aún siguen buscándolos.
Una ciudad sumergida
Cerca del arco, al pie de una cruz erigida durante la visita del papa Juan Pablo II en julio de 1986, Hernán Darío colocó 25.000 piedras, tantas como desaparecidos. Aquí es donde cada 13 de noviembre se conmemora el aniversario. Un homenaje marcado por una lluvia de flores, lanzadas desde helicópteros sobre este gigantesco cementerio de tumbas sin cuerpos y muertos sin sepultura.
Pero el resto del tiempo, flota sobre Armero un fuerte aire de abandono. También enjambres de mosquitos, algunas enflaquecidas vacas pastando en la sombra, basura y botellas de plástico arrojadas por los visitantes incívicos, y, tal como una isla, la tumba de Omaira convertida en un lugar de peregrinación. Cientos de exvotos le rinden honor como a una santa. "Le dejamos una nota para agradecerle, para pedirle un favor", cuenta July Amezquita, de 29 años, cuyo marido pliega cuidadosamente un papel que coloca entre las velas, los juguetes y las flores.
Visitantes se reúnen en la tumba de Omaira Sánchez el 5 de noviembre de 2015 (AFP / Luis Acosta)
La inmensidad desolada de Armero me recordó dolorosamente la tragedia de Vargas, en Venezuela, en 1999. Yo acababa de asumir mi puesto en la sede latinoamericana de la AFP en Montevideo, Uruguay. Era mi primer puesto en el extranjero. El 15 de diciembre de ese año, ablandadas por las lluvias torrenciales, pedazos enteros de la cordillera de El Ávila, que separa Caracas del mar Caribe, literalmente se precipitaron hacia el mar. Los torrentes de lodo y enormes rocas blancas se llevaron por delante las barriadas levantadas en la inclinada ladera de la montaña, junto con los lujosos edificios costeros. Esa catástrofe también dejó decenas de miles de muertos. El número exacto nunca se estableció. En algunos lugares, la costa avanzó entre dos y tres kilómetros. Pero de esa masa rojiza había reaparecido, como una señal de esperanza, un niño de 7 años, Vangelis, que estuvo atrapado hasta el torso durante siete horas: "Mi mamá me sostenía por encima del barro. Sentía sus manos calientes. Y en un momento, se pusieron frías ", me confió con voz tenue a su salida del hospital dos semanas más tarde.
De vuelta en el lugar seis meses después, aún no había podido olvidar el olor de la muerte. En Vargas, sin duda, se había diluido. No había más rastros de cadáveres. La carretera principal había sido despejada. A cada lado, las casas, sacadas por las excavadoras, aparecían casi intactas, incrustadas en varios metros de barro seco. Pero reinaba un silencio opresivo. Como en Armero, donde yo no pude dejar de pensar en esas ciudades, en todas esas vidas así barridas de la superficie del planeta por los desastres, cuya memoria se rinde inexorablemente al paso del tiempo.
Florence Panoussian es directora de la oficina de AFP en Bogotá. Síguela en Twitter.