Guerras y guerras
PARÍS, 16 de noviembre de 2015 - Todo comienza con una llamada telefónica a mi casa la noche del viernes, cuando estoy de guardia como fotógrafo en París. La jefa de foto de AFP me avisa que se escuchan disparos en el décimo distrito de la capital. Por el momento no se sabe nada más. Puede ser un atentado, pero también puede ser otro tipo de suceso, como un ajuste de cuentas.
Con mi colega Kenzo Tribouillard, somos de los primeros fotógrafos en llegar al lugar. En los alrededores de la plaza de la República la situación es muy confusa. La gente corre en todos las direcciones, pero aún no sabe por qué. Se habla de tiroteo, pero no escuchamos ningún disparo. Es una situación de miedo a ciegas, de pánico frente a un peligro desconocido.
De repente, la policía me empuja adentro en un restaurante con un grupo de gente que estaba por la plaza de la República. No tengo ningún deseo de entrar allí, quiero quedarme en la calle para seguir haciendo mi trabajo, pero ¡no tengo opción! Los policías recibieron la orden de poner a todo el mundo a resguardo y no quieren escuchar nada. Me quedo atrapado una media hora en el sótano de este restaurante hasta que logro negociar con éxito mi "liberación". Muy tensos, los policías tratan de convencerme del peligro que acecha afuera, pero finalmente me dejan ir. Por fin de vuelta en la calle, tomo unas fotos un poco movidas de los alrededores de la plaza de la República para ilustrar el pánico, que sigue en pleno apogeo. Transeúntes y socorristas corren para todos lados.
Mientras tanto, he conseguido por teléfono informaciones más precisas sobre lo que está sucediendo en París esta noche. Ahora sabemos que una sangrienta toma de rehenes está en marcha en la sala de conciertos Bataclan, muy cerca de donde me encuentro. Un cordón policial bloquea el acceso al lugar de la tragedia, pero me las arreglo para evadirlo. Al llegar cerca de la sala, elijo un lugar desde donde casi puedo ver lo que pasa y decido no moverme. Si cambio de sitio, es posible que me pierda algo o me expulsen del perímetro. Me quedo allí de pie las siguientes cinco o seis horas para fotografiar a los rescatados y las víctimas que han logrado huir del Bataclan y que, traumatizados, reciben apoyo de socorristas y las fuerzas del orden.
En los últimos días, he oído hablar mucho de "escenas de guerra", de "situación de guerra", "medicina de guerra". Pero hay que relativizar. Este viernes 13 de noviembre asistimos en París a una serie de atentados, de masacres indiscriminadas, los eventos más graves ocurridos en la capital francesa desde la Liberación. Pero esto no es la guerra.
La guerra, como las que he cubierto en Líbano, en Chad, o más recientemente en el este de Ucrania, es vivir con el temor diario de la muerte, tener constantemente la impresión de estar en suspenso, de no estar seguro en ninguna parte. Es ver todos los días gente caer a tu alrededor bajo las balas y los proyectiles que llueven sobre ciudades enteras, y los cadáveres que cubren las aceras sin que nadie se atreva a recogerlos. La guerra es cuando corremos el riesgo a cada instante de estar a merced de un francotirador, de un demente o de uno de esos innumerables matones armados que deambulan sin control por la mayoría de las zonas de conflicto del mundo. Es cuando no puedes contar con la policía para garantizar tu seguridad, cuando miles de refugiados se lanzan hacia las carreteras. La medicina de guerra es verse obligado apresuradamente a amputar un miembro que se podría haber salvado bajo circunstancias normales.
Aunque sí, en cierto sentido, es la guerra. Francia está en guerra contra el terrorismo. El grupo Estado Islámico nos declaró la guerra a nosotros. Es una guerra en el sentido político del término, y bajo la influencia de las emociones muchas personas pueden verse tentadas a utilizar esta palabra para hablar de la situación en París este 13 de noviembre.
Pero contrariamente a lo que ocurre en una verdadera guerra, la policía y los servicios de emergencia pueden aquí hacer su trabajo, establecer perímetros de seguridad, proteger a los transeúntes, curar a los heridos, evacuar a los muertos sin que queden abandonados durante días en las calles. Incluso en medio de esta noche del 13 de noviembre, la mayoría de los restaurantes y los bistrós permanecen abiertos y, por otras zonas de la ciudad, la situación es normal. Dos días después de la tragedia, la vida retoma su curso. A veces somos testigos de escenas muy duras, movilizadoras, pero una vez que los ataques han pasado la situación no supone ningún peligro. Mientras que una guerra es completamente otra cosa. Por no hablar de nosotros, los periodistas, que tenemos que usar chalecos antibalas que pesan una tonelada y ponernos cascos para la más mínima incursión en el terreno, además de convivir con el temor permanente de ser elegidos como blanco.
Así que no, por más trágicos que hayan sido los atentados en París, no me gusta hablar de guerra. Sería guerra, por ejemplo, si este tipo de ataques se produjeran todos los días durante semanas. Eso es, probablemente, lo que desean los que causaron esta tragedia. Pero afortunadamente, no es el caso.
Dominique Faget es un fotógrafo de AFP destinado en París. Este artículo fue escrito con Roland de Courson.