La resurrección del Rímac
LIMA, 01 de junio de 2015 - El Rímac, el barrio donde crecí, alguna vez fue la zona de descanso y recreo de los nobles de la colonia española en Lima, sede del virreinato. Se ubica en las márgenes del río que lleva el mismo nombre, en el lado centro. Antiguamente se podían pescar camarones allí. También fue sede de un hospital de leprosos.
En sus calles aún destacan antiguos y colosales monumentos, algunos construidos por un virrey para demostrar su amor a una actriz y plebeya peruana. Con el paso del tiempo muchos se han deteriorado o han sido objeto de vandalismo. Ya no está tan parecido a como lo recuerdo.
El Rímac pasó en los últimos años a ser sinónimo de “peligro”, la delincuencia y el desorden se apoderaron de la zona, pero aún mantiene un espíritu de tradición que se aferra a la vida.
Vivía en la calle San Román, muy cerca de la fábrica textil Inca Cotton, donde trabajaban mis padres. Hasta mi casa se oía el pitido de la fábrica, en cada cambio de turno, un sonido que nos acompañó hasta inicios de los 90, cuando la fábrica cerró. Ahora es un terreno baldío.
Cuando la UNESCO incluyó al Rímac en la lista de Ciudades Patrimonio Mundial, sentí que podía ser un salvavidas para el distrito, que alberga el 40% de los sitios históricos de la capital peruana.
“Incorporar al Rímac en esta lista de la UNESCO significa una oportunidad de buscar recursos para recuperar sus monumentos históricos, tan olvidados en las últimas décadas, así como enfrentar la delincuencia", explica el alcalde del Rímac, Enrique Peramás.
Pese a que ahora vivo en otro distrito, no he dejado de visitarlo, de sentir sus calles y el bullicio de barrio. Todavía recuerdo el pregón del vendedor: "Revolución caliente… música para los dientes, azúcar clavo y canela, para rechinar la muela", que en las noches de mi niñez, un hombre negro de andar lerdo, con un lamparín en la mano y una bolsa de tela al hombro, vociferaba para ofrecer un panecillo dulce con anís, que era una delicia.
Caminar por sus calles es sentir el aroma de los anticuchos –trozos de corazón de res macerados, colocados en espetos y a las brasas– muestra de la influencia africana en la gastronomía peruana, o detenerse en una esquina a comer un arroz con leche o una mazamorra morada, un postre a base del maíz andino morado, mezclado con maicena y frutas, además de los picarones, dulces hechos con harina de camote y zapallo, y fritos en aceite hirviendo.
Décadas después, el bullicio del transporte público, las invasiones, proliferación de comercios y supermercados, se apoderaron del distrito.
Bajopontino
"El Rímac era conocido como ‘Abajo el puente' porque se tenía que cruzar el río por un puente de madera en el barrio de los Camaroneros, caminar por una calle empedrada, donde en el siglo XVII se construyó la Capilla del Puente, de apenas 50 m2, hoy considerada la más pequeña del Perú", cuenta el historiador Luis Repetto, profesor de la Pontificia Universidad La Católica. Por eso, al rimense se le conoce como bajopontino.
Por siglos, aquel territorio fue una franja de árboles malambo, y usado como sitio de recreación de españoles y mestizos. También lo fue durante la República. Sus habitantes africanos (esclavos o descendientes) aportaban la mano de obra para atender a la vieja aristocracia limeña, señala Repetto.
Amor de birrey
El apogeo del Rímac ocurrió durante el mandato del virrey Manuel Amat y Juniet (1704-1782), un aristocrático catalán sesentón, que quedó prendado de una joven actriz peruana, Micaela Villegas, a quien popularmente se le conocía como La Perricholi. Según los historiadores, era así como se escuchaba a Amat cuando, en catalán, le decía cariñosamente ‘Petit-choli’ (algo así como, Cholita). Los detractores del virrey soltaron el rumor de que en verdad, cuando se peleaban, él la llamaba de “Perra Chola”.
Para ardor de los envidiosos, Amat edificó en su honor la Plaza de Toros de Acho y el Paseo de Aguas que usaba agua del río por medio de un canal y en donde se formaba una fuente. En ella, se reflejaba la luna. Fue la forma en la que el virrey puso la luna “a los pies” de Micaela.
También remodeló la denominada Alameda de los Descalzos -construcción semejante a la Alameda de Hércules de Sevilla- y que culminaba precisamente en la Iglesia de los Franciscanos Descalzos. En esa alameda, el virrey caminaba con “La Perricholi”, siendo escoltados por esculturas de mármol que representaban a dioses griegos y signos del zodiaco, y a los que el amoroso noble le agregó olorosas flores. Frente a la alameda, le mandó construir una casa, que luego, con la modernidad, fue reemplazada por la sede de una cervecería.
Y, en la iglesia de Los Descalzos, se conserva la mayor pinacoteca de Lima, con cuadros del siglo XVI a XIX. "En ese recinto religioso estaría enterrada La Perricholi", dice Repetto. Después de décadas de abandono, la Alameda de los Descalzos ha empezado a ser lentamente recuperada.
Caminando un poco, y siempre con el temor de no ser sorprendidos por algún amigo de lo ajeno que interrumpa nuestra sesión de fotos, llegamos a la Quinta Presa, una inmensa mansión campestre de estilo barroco francés del siglo XVII. Con apoyo de un patronato y la empresa privada se busca conservarla para convertirla en museo, porque ahora sus cuartos son almacenes de piezas antiguas, y sus muros externos no han perdido la majestuosidad.
Nos pintaron al virrey Amat como un hombre rechoncho y hasta ridículo, por enamorarse de una mujer mucho menor que él. Pero dice el historiador Repetto que el amor de Amat fue platónico primero, y luego plenamente correspondido.
Volver a vivir
Mi calle, San Román, quedaba a escasos metros de la avenida Francisco Pizarro -que debe su nombre al conquistador y fundador de Lima- en donde aún está la iglesia San Idelfonso. Al lado estaba su famosa tienda de vinos, hechos por los curas que tenían un campo de uvas a espaldas del templo. Hoy nada de eso queda.
Era tradicional para mis padres ir a la fiesta de San Juan de Amancaes, cada 24 de junio, donde se juntaban bailarines, cantantes y grupos musicales, y las vendedoras de comida, allá en la pampa donde crecía la flor amarilla de amancaes, casi extinguida. Ahora, en esa loma han proliferado casas.
También ha ocurrido lo mismo en el punto más alto el distrito y que los españoles bautizaron como Cerro San Cristóbal, coronada por una cruz, colocada originalmente el día que los conquistadores vencieron una batalla contra los nativos. Desde su cumbre se ve a Lima en su esplendor.
En mi época había una cruz de madera, colocada por un franciscano, para señalizar el camino hacia el cerro. Una noche, la cruz desapareció. La veía cuando iba al cerro, en cuya faldas del macizo aún podían contarse con los dedos las casas. Ahora, el cerro parece un distrito aparte.
Con los años y el descuido, muchos de los balcones coloniales ya cayeron, aunque aún pueden apreciarse algunos balcones republicanos. Sus iglesias han sobrevivido a los sismos y aún son muy concurridas en Semana Santa.
A partir de 1940, el Rímac creció por la gran cantidad de migrantes venidos a ocupar plazas laborales creadas a raíz de la industrialización y modernización de Lima.
Se hicieron famosos los callejones de un solo caño, los corralones y solares donde vivía la clase trabajadora, y donde era común sentir el aroma de una carapulcra (papa seca cocida con trozos de cerdo), y el trinar de las guitarras y el cajón, en las fiestas, al son del vals peruano. En la actualidad, hay urbanizaciones y edificaciones nuevas. Pero muchos de sus espacios parecen haberse congelado en el tiempo.
El municipio, con 176 mil habitantes, además tiene el desafío de reducir el 70% de morosidad de pago de impuestos para incrementar los fondos.
Impulsado por la declaración del Patrimonio Mundial, el alcalde Peramás espera concretar el postergado sueño de construir un teleférico que lleve desde las cercanías de los Descalzos hasta el Cerro San Cristóbal, y convertir al Rímac en el distrito turístico que siempre quiso ser.
La idea es ofrecer a los turistas, además de un paseo por los monumentos, una oportunidad para rememorar aquel espíritu festivo de los callejones.
El Rímac como miembro de ciudades Patrimonio Mundial, asistirá por primera vez a la reunión internacional que tendrá como sede la ciudad peruana de Arequipa (sur) del 3 al 5 de noviembre. "Para recuperar el distrito se necesitan 25 millones de dólares" dice el alcalde, en el local municipal construido en 1937.
Volver al Rímac es sentir las jaranas en los callejones donde se venera a una virgen, a lado del único caño del callejón, impregnados por el aroma de un buen arroz con pato y el hervor en una paila del dulce frejol colado. Es volver a vivir.
Roberto Cortijo es corresponsal de AFP en Perú