Los amos del valle de San Quintín
MÉXICO, 15 de mayo de 2015 - Algo anda mal cuando un empresario que paga 13 dólares al día a sus trabajadores es considerado un héroe. Pero así ocurre en el valle mexicano de San Quintín. En pie de lucha contra patrones explotadores, los jornaleros de esta zona rica en frutos rojos y tomates de Baja California consideran a Dewayne Carlos Hafen como un jefe ejemplar. Mientras los demás capataces evitan dejarse ver en los días de manifestación, Hafen comparte espacio y micrófono con los jornaleros.
-¿Qué piden los jornaleros? ¡Justicia!
El patrón grita y centenares de campesinos aplauden. Algunos, incluso, se le acercan al final del mitin con la esperanza de poder trabajar para él. “No soy ningún héroe, simplemente soy uno más del montón que se ha levantado del surco. Y la gente clama justicia porque merece justicia”, dice con falsa modestia este mexicano con aires de cowboy detrás de sus lentes de sol. En una zona donde un jornalero recibe 7,8 dólares al día por recoger cerca de una tonelada de tomates durante al menos nueve y, a veces, hasta 14 horas, quizás no sea tan extraño que este pequeño empresario sea un héroe.
Pese a que Dewayne acabe multiplicando –como los otros- el sueldo de sus 200 trabajadores por dos o tres dígitos cuando venda casi todas sus frutas a un distribuidor en Estados Unidos, él se supone que está del lado de los buenos. Porque en el rancho “El Molino” este patrón ofrece a sus jornaleros el mismo salario que ellos reclaman como “digno”: 200 pesos por día trabajado en los campos de tomate o pepino y 20 pesos por cada caja de fresa cosechada.
Dewayne dice que lo hace porque de joven fue jornalero y sabe “lo que se siente” al no llegar a fin de mes. “Dios me dio esa oportunidad”, asegura. Muchos patrones de San Quintín creen, de hecho, que están dando lo mejor a sus trabajadores.
-Habla con ellos, verás que están contentos.
Me lo dijo el joven dueño de un rancho de fresas donde, por la falta de piezas maduras, sus jornaleros ganaron ese día 2 dólares. Ahí conocí a María y Cresencio, un matrimonio de Michoacán (oeste) y Guerrero (sur) que creció y se conoció en el campo. Terminada la jornada, cada uno cargaba a hombros una pequeña carreta metálica. Se me ocurrió preguntar si era para sentarse. María no pudo parar de reír durante un minuto. “Es para cargar cajas”, reveló.
Jornaleros en un cultivo de tomates en San Quintín, Baja California, México, el 23 de abril de 2015 (AFP Foto/Alfredo Estrella)
Si lo que quiere es evitar problemas, un periodista no debe entrar a un rancho de San Quintín sin el permiso de su dueño. Por eso creíamos imposible acceder a Los Pinos, el mayor campo de la zona y blanco de buena parte de las críticas de los jornaleros que se levantaron inéditamente en marzo contra una situación que afecta a dos millones de mexicanos.
A los dueños de este rancho se les culpa, por ejemplo, de haber fijado un aumento máximo del 15% del salario como respuesta a las tensas manifestaciones, que recién el sábado acabaron con varios vehículos oficiales incendiados y cinco jornaleros y tres policías heridos. Pero unas cuantas llamadas desde el DF bastaron para abrirnos la puerta de Los Pinos, el nombre que curiosamente recibe la residencia oficial del presidente de México.
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Ahí nos recibió Luis Rodríguez Hernández, un afable químico de 70 años, encargado de las relaciones públicas. Luis defendía con pasión el negocio que su padre fundó en 1954 y que ahora llevan él y sus nueve hermanos.
Con cierta nostalgia, nos contaba que los Rodríguez emigraron a Baja California desde Michoacán con la idea de pasar a los Estados Unidos, aunque acabaron siendo ejidatarios (trabajadores de parcelas colectivas). Y laboraron duro en el campo hasta que su padre logró comprar 25 hectáreas en San Quintín en los 50 y, de ahí, fueron expandiendo el negocio familiar hasta llegar a las 600 hectáreas de tomates y pepinos de hoy en día.
Para muchos, el imperio económico de los Rodríguez no se puede entender sin su buena sintonía con el poder político. Sin ir más lejos, Antonio, uno de los diez hermanos, era hasta 2013 el secretario de fomento agropecuario de Baja California por el Partido Acción Nacional (PAN, conservador) y quería lanzarse a la alcaldía de Ensenada, a la que pertenece el valle agrícola.
Su mujer, María del Carmen Iñiguez, fue regidora en esa ciudad. Pero además de haber legislado sobre la materia de la que se lucran, los Rodríguez han mantenido históricamente una buena amistad con las más altas esferas políticas mexicanas. En 2009, el entonces presidente Felipe Calderón (2006-2012) visitó las instalaciones del rancho y medios locales aún recuerdan la gran fiesta que ahí disfrutó.
Antes de eso, el “apoyo” del presidente Ernesto Zedillo (1994-2000) permitió a Los Pinos ceder unos terrenos con 300 viviendas a sus trabajadores. Y, en noviembre de 2013, el presidente Enrique Peña Nieto decidió otorgar al rancho el Premio Nacional a la Exportación, un galardón que recibió personalmente Antonio Rodríguez. “Siempre es bueno tener buenas relaciones con el poder”, admitía Luis. Prueba de su gratitud son las fotos que adornan su despacho: entre los rostros de varios familiares, están Zedillo y Calderón.
Estuvimos más de tres horas en Los Pinos. Luis nos acompañó por las instalaciones en su camioneta, saludando alegre a los encargados que nos íbamos cruzando. Además de los kilómetros de invernaderos y las modernas plantas de empaque, el empresario quiso enseñarnos el campamento para los trabajadores. Visitamos las escuelas para los niños y, luego, nos mostró las casas en las que viven más de un millar de sus jornaleros de Guerrero y Oaxaca, dos de los estados más pobres e indígenas de México.
“Los Pinos ha tenido siempre la idea fundamental de que el trabajador tiene que tener los mejores beneficios y las mejores oportunidades, con salud y con educación”, nos dijo. Lejos de su presencia, Álvaro, un indígena mixteco de 25 años, me invitó a pasar a su vivienda: un precario cubículo de menos de 10 metros cuadrados para él, su esposa y sus cinco hijos.
Alumbrado por una pequeña ventana y un bombillo, sólo tenía una litera -en cuya parte superior había esparcida toda su ropa- y una pequeña mesa. La cocina y los baños eran comunitarios. Sosteniendo el cuaderno de lectura de su hijo en las manos, este campesino analfabeto pensaba en voz alta: “Sería bueno que ellos estudien para que no hagan como yo y trabajen en el campo”.
Como demostración de las buenas condiciones que hay en Los Pinos, donde los jornaleros reciben un máximo de 16 dólares por ‘piscar’ tres toneladas de tomates, Luis afirmaba orgulloso que “año con año” los campesinos de Guerreo y Oaxaca regresan a trabajar.
Ropas al sol en un abrigo de jornaleros de un cultivo de tomate en San Quintín, Baja California, México, el 22 de abril de 2015 (AFP Foto/Alfredo Estrella)
Acabamos el tour con una vista panorámica del rancho al atardecer. En una colina, al lado de un gran salón de fiestas familiar cobijado por una monumental cruz blanca, el amo observaba orgulloso los vastos campos a sus pies.
-¿Cree que les paga un salario justo?
-A lo mejor no es lo justo que debería ser, pero debemos mirar de no afectar a la empresa y decirle mañana al trabajador "¿Sabes qué?, ya no te necesito".
Carola Solé es corresponsal de AFP en México