El Mayon tiene el sueño ligero
Recuerdo una foto de un libro del colegio que me fascinaba cuando era niño: un campesino se protegía de la lluvia debajo de una palmera, al lado del volcán Mayon. La imagen de esta montaña, con su forma de cono perfecto, permaneció grabada en mi memoria y me juré que algún día iría a verla de verdad.
Años más tarde, cuando estudiaba en Manila, cada semestre, al regresar a casa de vacaciones, veía la silueta de la montaña desde la ventanilla del autobús hasta que, por fin, diez años después de haber empezado mi carrera de reportero gráfico, pude acercarme para cubrir su erupción en 1994. Años más tarde, cubrí la erupción de 2009. Y ahora, la de 2018. El Mayon tiene el sueño ligero.
El pasado 24 de enero, la oficina de la AFP en Manila envió una misión de foto y video a Legaspi, la ciudad situada a los pies del volcán, así que nos pusimos rumbo al gigante, apenas dos días después de que hubiera despertado. Tras diez horas de carretera pasamos por Guinobatan, una localidad en las faldas de la montaña situada a medio camino hacia las nubes ardientes del Mayon.
En cuanto tomamos la ruta hacia la capital regional, vi una enorme columna de humo que se levantaba sobre el cráter, oculto tras las nubes. El volcán nos recibía de forma espectacular. Frenamos el auto en seco, saltamos fuera y nos pusimos a grabar y a hacer fotos. Pude ver cómo algunos habitantes observaban el humo denso mientras otros se ponían las mascarillas y muchos se lamentaban. “Va a seguir cayendo ceniza”, decían.
Llegamos al hotel de Legaspi cuando caía la noche y en seguida nos pusimos en marcha hacia Lignon Hill, una colina del norte de la ciudad situada al pie de la montaña donde los vulcanólogos contratados por el gobierno habían instalado su observatorio.
En medio del cielo nocturno, el Mayon comenzó a escupir lava y cenizas, y por sus flancos comenzaron a deslizarse ríos espesos de rocas en fusión. Decenas de turistas sacaban fotos de la escena, y cada nueva emisión de lava emitía una especie de crujido estremecedor, como la copa de un árbol sacudida por un viento poderoso.
Pasamos los días siguientes grabando en el campo y buscando buenos lugares para hacer fotos pero, una vez que los encontramos, se convirtieron en escenario de lluvias y lluvias que no dejaron de caer hasta que la niebla cubrió el monte.
No parecía una buena señal para los habitantes, ni para mí colateralmente, ya que la lluvia incrementa el riesgo de « lahars », una palabra indonesia utilizada por los científicos que describe las coladas de barro formadas por cenizas, rocas y restos volcánicos, que descienden rápidamente por las pendientes antes de destruir todo lo que encuentran a su paso: ciudades, vidas humanas, todo. Afortunadamente, esta vez no hubo, pero el riesgo estaba ahí.
Poco antes de las lluvias, había ido hasta los pies de las plantaciones, a los pies del volcán, donde vi aparecer dos arcoíris enormes mientras charlaba con un campesino. Parece que, según una leyenda local, cuando aparece un arcoíris cerca de Mayon quiere decir que va a entrar en erupción pronto. Y no había uno, sino dos...
Al día siguiente, mientras miraba cómo el volcán escupía una columna de cenizas por el aire, me acordé de la historia del campesino. La columna es pequeña, me dije, y finalmente, el arcoíris simplemente colorea el cielo…
Para cubrir el tema, seguía faltándome « la foto ». La imagen que englobara la historia. Un poco desesperados por encontrar el sitio ideal nos aventuramos hasta una aldea de una zona que había sido despoblada ante el temor de una erupción.
Dejamos la carretera principal, tomamos un camino derruido y tras media hora de trayecto, llegamos a un río seco cuyo cauce estaba lleno de rocas y de materiales expulsados por el Mayon. Cerca, localizamos un punto alto más elevado desde el que se podía ver la base del volcán, a unos 4 o 5 kilómetros de ahí. Bajo mis ojos, se extendía la ladera ennegrecida de la montaña, salpicada de restos de troncos de árboles calcinados.
Comprendí entonces que eso era todo lo que quedaba de la vegetación tras el paso a gran velocidad de materia volcánica a una elevadísima temperatura, y aquello me transportó a una experiencia estremecedora, años atrás, tras la explosión de otro volcán filipino, el monte Pinatubo en 1991, cuando escapé de milagro a una enorme nube piroclástica que provoco gran cantidad de muertos.
Así que, después de evocar aquel episodio, estimé que ya nos habíamos acercado demasiado y metí prisa a mis colegas para que nos fuéramos rápido. Me sorprendió que nos cruzáramos con algunos habitantes que regresaban a sus hogares, poniendo en riesgo sus vidas para ocuparse de sus granjas y sus animales.
Al día siguiente trepé a una colina para conseguir una foto matinal. No fue tarea fácil, sobre todo porque llevaba diez kilos de equipo, y caminaba por sobre un sendero deslizante lleno de piedras y una vegetación espesa, pero qué alegría al llegar a lo alto y contemplar el cono perfecto, grandioso, desprovisto de nubes y majestuoso bajo la luz dorada de la mañana.
Si uno pudiese enamorarse de una montaña, pensé, sería en un momento así.