Detrás de la vergüenza y el silencio
KABUL – Su teléfono finalmente dio señal.
Posiblemente era mi 18 o 19 intento. Estaba sentado en el jardín de la oficina de la AFP en Kabul para tener más cobertura. Intentaba contactar con un hombre en la remota provincia afgana de Uruzgan. Su “precioso” hijo adolescente había sido secuestrado por un comandante de la policía local para convertirlo en su esclavo sexual, según me contaron unos vecinos suyos.
Había perdido prácticamente todas las esperanzas de dar con él, cuando finalmente su teléfono dio tono. Pero se negó a hablar, tal vez por miedo o tal vez por vergüenza. “Lo que escriba no cambiará nada”, me dijo. Luego colgó.
Al escuchar los pájaros que cantaban en los árboles del jardín, me di cuenta de algo: estaba intentando traspasar una pared invisible de silencio. Desde que soy periodista, nunca me había sentido tan solo investigando una historia. Una historia de la que nadie quiere hablar. Una historia rodeada por la vergüenza.
Esta experiencia tuvo un papel muy importante en los siguientes meses, en los que estuve buscando a víctimas de abusos sexuales. Pero realmente sentía que debía continuar, porque era una historia que tenía ser contada.
Unas semanas antes de la llamada, en el verano boreal de 2016, había informado sobre cómo los talibanes usaban a niños esclavos sexuales como caballos de Troya para matar a los policías que abusaban de ellos, lo que supone una doble victimización de los niños afganos.
La información, una exclusiva de la AFP, provocó una ola de reacciones.
El presidente de Afganistán, Ashraf Ghani, lanzó una “investigación minuciosa” y prometió tolerancia cero a la hora de tratar los abusos de niños por parte de las fuerzas afganas. El asunto también reforzó las peticiones de varios congresistas estadounidenses de poner fin al “bacha bazi”, la esclavitud sexual de menores por parte de las fuerzas afganas, que reciben dinero de Washington.
Algunos agentes me acusaron en privado de “intentar ensuciar la reputación de Afganistán”. Pero esa es otra historia.
Lo más extraño que percibí en todas las conversaciones que tuve sobre el tema es que no se hablaba de la suerte de estos niños, de sus familias o de los esfuerzos de las autoridades (o la falta de los mismos) por rescatarlos.
“¿Recatarlos para llevarlos a dónde?”, me preguntó un miembro de una delegación occidental durante un encuentro privado en Kabul.
“Europa se está derrumbando”, dijo, en referencia a las crisis de los migrantes que vive el continente.
Me quedé boquiabierto. Su justificación de la inacción de las autoridades me pareció preocupante.
Cuando pedí ayuda a la comunidad diplomática para un niño esclavo que había conocido en un rincón de Uruzgan, un chico de mirada triste que llevaba dos años en manos de un comandante de la policía, nadie me hizo caso.
Básicamente me intentaron convencer de que esa era la cultura afgana. La prioridad del país era afrontar el conflicto bélico, que se estaba agravando. Los abusos sexuales a menores debían esperar.
Esta increíble indiferencia me llevó a iniciar una búsqueda de víctimas y sus familias por tres provincias afganas que duró meses.
Los testimonios que recogí, principalmente en el sur de Helmand, Uruzgan y Baghlan, agregaban información inquietante a la primera investigación que hice. Sus relatos, muchos parecidos, contaban la solitaria e inútil lucha de las familias para liberar a sus hijos, sobrinos y primos de una arraigada tradición que permite la esclavitud y la violación.
Todos ellos aportaron información sobre quiénes son estos abusadores. Una idea generalizada es que las familias pobres venden a sus hijos a poderosos oficiales o que los menores escogen una vida al servicio de otros, atraídos por la idea de recibir regalos y dinero.
Pero los 13 testimonios que reuní revelaron una epidemia oculta de secuestros.
Los chicos son raptados la mayoría de las veces a plena luz del día en sus casas, los campos de opio y los parques de sus ciudades y pueblos.
Los propios agentes de la policía, quienes deberían castigar a los criminales, son quienes secuestran a los menores. Esta realidad deja sin esperanza a las familias afectadas, en un sistema que además no tiene ninguna ley que condene el “bacha bazi” y aparentemente ninguna voluntad oficial para actuar contra los policías abusadores, considerados un problema menor frente a la lucha contra los talibanes.
“¿Quién puede ayudarnos?”, me preguntó un hombre, cuyo cuñado adolescente había sido secuestrado. “¿Los talibanes?”.
El “bacha bazi”, que no termina de considerarse como una conducta homosexual ni una contraria al Islam, ha desatado una violenta cultura de superioridad entre policías, que compiten por raptar a los chicos más lindos.
Un ex alto cargo de la seguridad de Helmand me llegó a contar que algunos se pelean por los chicos “que no han visto el sol por años”, un eufemismo para referirse a los que tienen una tez clara e inmaculada. Tener en su poder a jóvenes lindos mejora el estatus social, da poder y fortalece la masculinidad.
Esto ha llevado a muchos padres a vestir a sus hijos con ropa sucia para evitar la atención de los agentes.
“El ‘bacha bazi’ descontrolado está destruyendo nuestra sociedad”, me advirtió un activista de Helmand. “Nuestros hijos crecen creyendo que la violación de niños es normal”.
Se sabe que algunos policías alardean públicamente de sus víctimas.
El testimonio más terrible que obtuve fue el de Sardarwali, quien, tras meses de infructuosa búsqueda, atisbó a su hijo en un mercado de Helmand donde yo mismo hallé la mayoría de casos.
Sardarwali estaba desesperado por abrazar a su hijo, pero no se atrevía a acercarse a él porque tenía miedo de los agentes que lo rodeaban.
“Lo vi desaparecer en la distancia”, me dijo. “Su madre ha quedado trastornada por la pena. No puede parar de gritar ‘¡Hemos perdido a nuestro hijo para siempre!”.
Al dolor que provoca perder a un hijo al que convierten en esclavo sexual se le suma el miedo a que se vuelvan adictos a ciertas sustancias opiáceas, que les proveen durante su cautiverio para que sean sumisos.
Y lo que es peor y muchos temen es que los puedan usar para reforzar la primera línea de combate en la lucha contra los talibanes, donde las autoridades están registrando un número récord de bajas. O morir en el fuego cruzado de los insurgentes cuando pasan los puestos de control donde los tienen retenidos.
“Muchas veces, la única escapatoria para los ‘bachas’ esclavizados es llegar a un acuerdo con los talibanes: ‘Libérenme y les ayudaré a encontrar al hombre que abusó de mí y sus armas’”, explicó la fuente.
Algunas familias encuentran un amargo consuelo al saber que no son las únicas que sufren. Sus pueblos están llenos de víctimas “bacha bazi”, que son abandonadas por sus raptores cuando les comienza a crecer la barba, y se vuelven propensos a repetir el mismo círculo de abusos.
La mayoría de las familias que entrevisté habían perdido toda esperanza de recuperarlos. Solo una de Helmand logró rescatar a su hijo de 11 años tras 18 días de cautiverio, gracias a la ayuda de un poderoso miembro de los servicios secretos.
“La familia quería justicia, pero mi consejo fue: ‘Huyan de Helmand o volverán a buscar a su hijo”, me contó. “’Bacha bazi’ no es crimen que se castigue”, apuntó.
Después de varias semanas de investigación, un equipo de la AFP se entrevistó con el chico en un lugar remoto y secreto en el sur de Afganistán, donde vive dos años después de su dura experiencia.
Se sentó discretamente al lado de su padre, encorvado sobre una bandeja de tés y dulces, pero con la mirada perdida, luchando por superar sus traumas psicológicos e incapaz de contar su dolorosa historia.
Conocerlo me permitió entender el poco apoyo psicológico que reciben estos jóvenes, muchos de ellos víctimas de violaciones.
Puede que los testimonios que recogí sólo sean una pequeña muestra de un profundo y perverso problema.
A muchas de las familias entrevistadas las encontramos gracias a la ayuda de activistas, responsables tribales y líderes de comunidades. A otras llegamos a través de terceras familias. En las zonas más remotas, los problemas de comunicación y de seguridad impidieron contactar con las familias afectadas, mientras que algunas, como la de Uruzgan, no quisieron hablar.
Por otro lado, algunos activistas que al principio ofrecieron su ayuda declinaron después seguir cooperando por miedo a provocar a las autoridades. Tienen información y no hacen nada.
El problema no desaparecerá a corto plazo y ninguna de las víctimas ni sus familias verán que se haga justicia. Pero tal vez hay algo de esperanza ahora que el velo que ocultaba a los ‘bacha bazi’ comienza a levantarse.
Tras la publicación de la historia, una televisión local organizó una mesa redonda para abordar el tema. Nunca había visto algo así en Afganistán.
Tal vez, solo tal vez, el silencio ya no sea una opción.