Desde el corazón de la Tierra
En las laderas del monte Kilauea, Hawái – Me había hecho a la idea de que iba a “aburrirme mortalmente” en mi nueva vida playera en Miami, tal y como me advirtieron varios colegas. Después de siete años cubriendo guerras, insurgencias islamistas y desastres naturales, se acabó poner la vida en peligro, me dijeron.
Pero no fue así… ¿Cómo pasé, en menos de un mes, de la vida playera a perseguir ríos de lava de un volcán enfurecido? Todo comenzó un lunes por la mañana cuando recibí un email de mi jefa con el asunto “Hawái”.
“¿Puedes ir cuanto antes?” me preguntó. Sin pensarlo dos veces compré un pasaje, hice las maletas y esa misma noche estaba rumo al aeropuerto para embarcarme en un viaje de 15 horas.
Hace apenas unos meses, mi última “gran” misión del puesto anterior – siete años en Indonesia – había sido cubrir la erupción del Monte Agung en Bali. El volcán había entrado en erupción en varias ocasiones en una de las islas más turísticas de la zona, obligando a 100.000 personas a huir. Las primeras tres noches de cobertura no dormí ni un minuto. El suelo no dejaba de moverse, sacudiendo mi cama arriba y abajo cada media hora. No era precisamente un movimiento al que estuviera acostumbrado, sobre todo teniendo en cuenta que estaba alojándome en un hotel del que todos los turistas habían huido aterrorizados por el volcán y que se encontraba en la frontera de la declarada “zona roja”.
Antes de aquello, había cubierto en 2013 la espectacular y violenta erupción del monte Sinabung, en el norte de Sumatra. Ese fue mi bautismo en coladas piroclásticas. Recuerdo que venían directas hacia mí mientras las apuntaba con mi cámara.
Con esas erupciones en mi haber, sentí que estaba bien preparado para lo que me esperaba en Hawái. “Ahora eres un experto en volcanes”, bromeaban mis jefes en sus emails.
Cuando aterricé en la Gran Isla, la isla más grande del archipiélago de Hawái, donde se erupcionaba el volcán Kilauea, mi prioridad era encontrar “historias humanas”.
La AFP ya había obtenido varias fotos espectaculares de la erupción del servicio estadounidense de geología y sismología (USGS) y de otras agencias locales y gubernamentales, pero nos hacían falta historias de los primeros afectados: los habitantes locales.
Nada más aterrizar, subí en mi auto de alquiler y me fui directo hacia el volcán. Apenas había conducido 30 minutos desde el aeropuerto cuando ya empecé a ver los primeros centros de evacuación junto a los controles de carretera del ejército y de la policía.
Siempre es delicado trabajar en esas condiciones. Como periodistas, tenemos que ponernos a charlar con personas que acaban de perder todo y preguntarles cómo se sienten. “¿Cómo crees que me siento, idiota?”, creo que me van a decir.
Y, sin embargo, nunca, en todos mis años de experiencia, he obtenido una respuesta semejante. Al contrario, en cualquier parte del mundo, la gente que padece ese tipo de situaciones se vuelve más cálida y abierta. Se acercan más a los demás y a menudo los medios de comunicación se convierten para ellos en una oportunidad para dejar salir sus emociones, desde la tristeza hasta la frustración, que han mantenido retenidas hasta entonces. Me gusta pensar que, en ese tipo de escenarios, los periodistas nos convertimos en algo parecido a un psicólogo. Alguien con quien la gente puede hablar.
Entrevisté a un señor mayor que tenia una barba gris. Parecía tener un carácter duro hasta que, de repente, se echó a llorar cuando empezó a hablarme de sus gatos que tuvo que dejar atrás a causa de la repentina evacuación.
No fue hasta el último día de mi misión en la isla, pocas horas antes de tomar el avión para regresar a la “pacífica y segura” Miami, cuando pude experimentar una de las cargas de adrenalina más intensas de mi vida.
Estaba con un grupo de fotógrafos y videastas que había conocido esa misma mañana en el aparcamiento de una iglesia, en una reunión de la prensa con la Guardia Nacional estadounidense, cuando empezaron a circular rumores de que una nueva fisura se había abierto la pasada noche: la “Fisura 16”. Un camarógrafo local consiguió las coordenadas GPS del lugar y nos aventuramos enseguida. En poco tiempo nos encontrábamos haciendo una caminata en un área residencial remota en busca de algo que yo no había visto nunca.
No tenía ni idea de lo que nos íbamos a encontrar una vez que llegáramos al lugar y estaba sudando como un pollo mientras arrastraba mis bártulos por verjas con alambradas punzantes y propiedades privadas.
La primera cosa que me empezó a impresionar a medida que nos acercábamos fue el ruido. Demasiado impresionante como para describirlo en palabras. Era como una vibración intensa con una sonoridad muy grave. Me sentía como si estuviera enfrente de un edificio en obras, donde la gente y las maquinas se movieran alrededor de grandes bloques de tierra mientras rugen los motores. Casi podía sentirme sacudido por las ondas de sonido. Era un ruido efervescente que iba creciendo y creciendo hasta que por fin, a unos metros y entre los árboles, empecé a ver burbujas rojas y llamaradas saltando hacia arriba, a una altura de entre 20 y 30 metros.
Habíamos llegado al sitio donde teníamos que estar. Justo ahí la tierra se había abierto y había empezado a escupir lava. “Fisura” es el nombre técnico para ese fenómeno y esta era la número 16 que se generaba desde que el monte Kilauea, que entra en erupción periódicamente desde 1983, empezó a abrir brechas de lava tras un terremoto registrado a principios de mayo en la zona.
Cuando llegamos por fin al sitio, un infierno se abría ante nosotros. El espectáculo era tan hipnotizador que me costó sacar la cámara y empezar a grabar. Lo único que quería hacer era quedarme ahí parado sintiendo y mirando.
Parecía que la lava estaba viva. Era una fuerza de energía tan intensa, procedente directamente del corazón de la Tierra. Llamas, burbujas, flujos de lava y rocas incandescentes salían propulsadas por el aire con una fuerza impresionante. El calor, el ruido y las vibraciones eran estremecedoras y me sacudían. Solo quería quedarme ahí y absorber toda esa fuerza.
¡Pero no! Tenía que conseguir imágenes de todo aquello y salir de ahí cuanto antes, rápido. Nada de lo que rodeaba el espectáculo hipnotizador estaba a salvo. La experiencia total apenas duró 15 minutos, pero cuando descargué las fotos en mi computadora lo primero que pensé fue: “Guau, son unas de las imágenes más increíbles que he rodado en mi vida”.
Nací en la ciudad italiana de Catania, a los pies del volcán activo más grande de Europa: el Etna. Aunque no viví mucho tiempo en esa ciudad, me acuerdo del espectáculo de ver la cumbre roja del volcán cada vez que iba a visitar a mi padre. En cierto modo soy hijo de un volcán, o eso me gusta pensar. Y quizás esa sea la razón de que me haya convertido en ¡“El experto en volcanes” de la AFP!