Cuando se pierde la esperanza
Kabul – La época posterior a la invasión estadounidense fue de gran esperanza. Eran años dorados. Después del oscuro régimen talibán, parecía que finalmente los afganos se encaminaban a una vida mejor. Pero hoy, 15 años después, esa esperanza se ha desvanecido y la vida parece ser más dura que antes.
Comencé a trabajar como fotógrafo de la AFP durante el régimen talibán en 1998.
Los talibanes odiaban a los periodistas. Por eso siempre fui muy discreto y siempre usaba el salwar kameez, la vestimenta tradicional, cuando salía a la calle, y tomaba fotos con una pequeña cámara que escondía bajo una bufanda que llevaba enrollada en mi mano. Las restricciones impuestas por los talibanes hacían que fuera extremadamente difícil trabajar; prohibieron fotografiar a cualquier ser viviente, fueran personas o animales.
Un día estaba tomando fotos de una cola afuera de una panadería. Entonces la vida era dura, había desempleo y los precios estaban por las nubes. Unos talibanes se me acercaron.
-̶ ¿Qué haces?, me preguntaron.
-̶ “Nada”, respondí. “¡Estoy tomando fotos del pan!”.
Afortunadamente eso ocurrió antes de las cámaras digitales, y no pudieron comprobar si estaba diciendo la verdad.
En esa época rara vez firmaba mis fotos, solo ponía ‘stringer’, para no llamar la atención.
La AFP no tenía una oficina, sino una casa en el mismo barrio, Wazir Akbar Khan, en el que la tenemos ahora. Los enviados especiales se turnaban para venir aquí y regularmente íbamos a la frontera en la llanura de Shomali, donde la Alianza del Norte se defendía de los talibanes. Además de la BBC, sólo tres agencias –AFP, AP y Reuters –, permanecieron en la ciudad. Para el año 2000 todos los extranjeros fueron perseguidos y me dejaron solo haciendo la guardia en la oficina de AFP. Con un teléfono satelital enviaba información a la oficina de Islamabad.
Vi los ataques del 11 de septiembre de 2001 en la BBC, sin dejar de pensar un solo segundo que repercutirían en Afganistán. Unos días más tarde la oficina de Islamabad me advirtió: “Hay rumores de que los estadounidenses van a atacar”.
Menos de un mes después comenzaron los bombardeos. El 7 de octubre el blanco fue la ciudad de Kandahar, cerca de la frontera con Pakistán, donde los talibanes habían instalado su capital.
Yo estaba a punto de enviar por teléfono la información a Islamabad cuando escuché los aviones sobre Kabul. Las primeras bombas fueron lanzadas cerca del aeropuerto. No dormí esa noche, pero no podía salir.
A la mañana siguiente fui al aeropuerto en mi auto. No muy lejos de allí, me crucé con varias decenas de militantes talibanes vestidos de negro. Uno de ellos se me acercó. “Escucha, hoy estoy amable y no voy a matarte, pero lárgate de aquí ahora mismo”, me dijo.
Di la vuelta, conduje de regreso y dejé el auto en la oficina. La ciudad estaba desierta. Regresé al aeropuerto en bicicleta como un tipo común, una bufanda alrededor de mi mano escondía mi cámara. Ese día tomé solo seis fotos y terminé enviando dos.
Los talibanes se fueron una mañana, se desvanecieron en el aire. Tenían que haberlo visto. Las calles estaban llenas de gente, era como si hubieran salido de las sombras a la luz de la vida otra vez.
Montones de colegas empezaron a llegar. Inmediatamente la AFP envió un reportero y un fotógrafo desde Moscú; y antes de que te dieras cuenta, ya éramos una docena. Kabul se convirtió en el país de los periodistas. La oficina nunca estaba vacía.
Ayudé a todo el mundo a buscar hospedaje, un auto, un productor local o aconsejándoles sobre el mejor modo de llegar a un lugar. Mi mejor amigo abrió la posada Sultan Guesthhouse, la primera en Kabul, y me pidió que me uniera en esa aventura. Tenía que hacerlo, ¡terminó haciendo una fortuna!
Era increíble ver a todos esos extranjeros después de años de aislamiento bajo el régimen talibán. Venían de todas partes y los niños corrían delante de ellos en las calles. Recuerdo a un joven, sosteniendo un dólar, repitiendo una y otra vez: “Es el primer dólar que he tenido en mis manos”.
Era una época de gran esperanza. Los años dorados. No había combates en la ciudad. Las calles estaban llenas de tropas del Reino Unido, Francia, Alemania, Canadá, Italia y Turquía. Los soldados patrullaban la ciudad a pie, saludando, relajados y sonriendo. Yo podía fotografiarlos tanto como quisiera.
Además podías viajar a donde quisieras, al sur, al este, al oeste. En todas partes era seguro.
Los talibanes regresaron en 2004. Primero a la provincia de Ghazni, en el sureste. Después en 2005 y 2006 empezaron a esparcirse como un virus. Y los ataques comenzaron en Kabul, donde el blanco eran los lugares frecuentados por extranjeros. La fiesta había terminado.
Hoy los Talibanes están otra vez en todas partes y la mayor parte del tiempo estamos atrapados en Kabul. Los T-walls, esos bloques de concreto diseñados para protegerse de autos y camiones bomba, han proliferado por toda la ciudad. La gente ya no es amable con alguien que tiene una cámara. A menudo se vuelven agresivos. Las personas no confían en nadie, especialmente en alguien que trabaja para una agencia de noticias extranjera: ¿Eres un espía?, preguntan.
Quince años después de la intervención estadounidense, los afganos se vieron a sí mismos sin dinero, sin trabajo y con los talibanes en el umbral de sus casas. Con el retiro de lo esencial de las tropas occidentales en 2014, muchos extranjeros se marcharon y han sido olvidados, al igual que los miles de millones de dólares invertidos en este país.
Recuerdo con nostalgia esos años, inmediatamente después de la llegada de los estadounidenses. Por supuesto que la ciudad ha cambiado mucho desde 2001. Se construyeron nuevos edificios y largas avenidas han reemplazado a las calles pequeñas. Los signos de la guerra han desaparecido: con excepción del antiguo palacio real Darulaman, no ves ruinas en la ciudad. Las tiendas están llenas y puedes encontrar casi cualquier cosa.
Pero ya no hay esperanza. La vida parece ser aún más difícil que bajo el régimen talibán debido a la inseguridad. No me atrevo a llevar a mis hijos a dar un paseo. Tengo cinco y pasan el tiempo encerrados en casa. Cada mañana cuando voy a la oficina y cada tarde cuando regreso, solo pienso en autos con bombas ocultas o en suicidas con bombas que salen de la multitud. No puedo correr el riesgo, entonces no salimos. Recuerdo demasiado bien a mi amigo y colega Sardar, quien fue asesinado junto a su esposa, una hija y un hijo cuando salían de un hotel. Sólo sobrevivió al ataque el menor de sus hijos.
Nunca antes había sentido que la vida tuviera tan pocas perspectivas y no veo la manera de salir. Es un tiempo de mucha angustia.
Este post fue escrito con Anne Chaon en Kabul y traducido del inglés.