Aprendiendo a amar los Juegos Olímpicos

RIO DE JANEIRO - Los de Rio fueron los primeros Juegos Olímpicos que cubrí como periodista, pero así como para la mayoría de los habitantes del planeta, las olimpiadas marcaron gran parte de mi niñez y adolescencia.

Carl Lewis cruza la línea final del relevo 4x100m en Barcelona, Agosto de 1992 (AFP / Ronald Kuntz)

Quedé boquiabierto con los triunfos de los más rápidos y más fuertes del mundo. Los estudiantes británicos de fines de los 70 y 80 idolatraban al decatleta Daley Thompson. El velocista estadounidense Carl Lewis nos tenía en ascuas. La pequeña Nadia Comaneci, la del 10 perfecto, era más o menos todo lo que sabíamos sobre Rumania, sin hablar de gimnasia. Estábamos enamorados.

Esos recuerdos nos marcaron. Jugábamos a los Juegos Olímpicos en las canchas de la escuela. Con nuestras rodillas flacas y nuestros shorts anchos corríamos bajo la lluvia inglesa creyéndonos Sebastian Coe o Steve Ovett. Geoff Capes era sinónimo de la fuerza que todos deseábamos tener.

En un nivel más profundo, los Juegos Olímpicos capturaron nuestra imaginación porque representaban el ideal de convertirse en el mejor, de un mundo en paz, en el que el espíritu deportivo burlaría al dinero.

En otras palabras, el tipo de cosas que en 2016 – otro año más de escándalos de dopaje, guerra y terrorismo – suena un poco como un cuento de hadas.

O quizás no…

Ciertamente no sentía que estaba en un cuento de hadas a principios de agosto, cuando esperaba junto a los cariocas ver llegar la antorcha olímpica a la ciudad.

 

Debo admitir que ya me sentía bastante saturado.

El relevo de la antorcha no fue inventada por los antiguos griegos, como las autoridades olímpicas nos quieren hacer creer, sino por los nazis en los Juegos de Berlín de 1936. Durante tres meses, este rito, costoso y desproporcionado, había serpenteando por todo este vasto país, enfrentando problemas regularmente.

El alcalde de Rio Eduardo Paes lleva la antorcha olímpica el 3 de agosto de 2016 (AFP / Tasso Marcelo)

Los corredores sufrieron caídas. Los guardias que los acompañaban cayeron unos sobre los otros. Violentos manifestantes chocaron con la violenta policía. Un raro ejemplar de jaguar fue traído para dar la bienvenida a la antorcha y luego ultimado de un disparo cuando intentó escapar. Numerosas personas intentaron lanzar agua a la supuestamente sagrada llama.

Nada sin embargo, pudo haberme preparado para la grotesca procesión que finalmente desfiló por las calles de Rio.

La llama olímpica recorre Rio, el 3 de agosto de 2016 (AFP / Yasuyoshi Chiba)

Lo primero que apareció no fue la antorcha. Fue un inmenso camión de Coca Cola en el que atractivas jóvenes bailaban con una música a todo volumen, distribuyendo latas de refrescos a la multitud. ¿Después? Otro camión de Cola Cola. 

El tercero fue un camión que promovía los automóviles Nissan. El cuarto, otro camión con bellas jóvenes bailando a altos decibeles que publicitaba un banco brasileño.

Luego pasó un pelotón de policías con equipos antimotines, policías en motos aún más amenazadores, armados de rifles automáticos y más policías en vehículos con los cañones de sus rifles automáticos saliendo amenazadoramente por las ventanas. 

Solo después, casi perdida en el espantoso caos de las empresas patrocinadoras, hombres armados y cariocas tratando de obtener una Coca-cola gratis, pasó la antorcha.

Esta vez nadie la apagó, pero un hombre que con una inscripción en su espalda pedía la renuncia del presidente interino Michel Temer, se bajó los pantalones.

En el tumulto de dinero, fuerza bruta, protesta y excitación, tomé conciencia de lo que acababa de ver: toda la experiencia olímpica brasileña en miniatura.

No se esperaba que las cosas sucedieran así.

Cuando Rio ganó el derecho a organizar los Juegos en 2009 el país estaba en pleno auge. El presidente Luiz Inacio Lula da Silva era tan popular y exitoso que se esperaba que Brasil fuera catapultada a la categoría de las poderosas naciones desarrolladas. Los Juegos Olímpicos serían una fiesta de presentación.

(AFP / Jewel Samad)

Puesto que los dioses griegos siempre castigaron la vanidad, probablemente los brasileños deban asumir la responsabilidad de lo que ocurrió después.

Los precios de las materias primas se hundieron y el milagro de la economía brasileña se evaporó. Una corrupción generalizada se hizo evidente, manchando la reputación de Lula (e incluso poniéndolo en el banquillo de los acusados).

Dilma Rousseff, la sucesora electa de Lula, se convirtió en una política solitaria y odiada por gran parte de la población y acaba de ser destituida. Su reemplazante, Michel Temer, no puede jactarse de ser más popular.

(AFP / Christophe Simon)

El sorprendente resultado fue que Lula y Rousseff declinaron concurrir a la ceremonia de apertura, mientras que la presencia de Temer fue recibida con un ruidoso abucheo.  

 Pero los Juegos, como el relevo de la antorcha, son imparables.

No importa que el gobierno estatal de Rio se quedara sin fondos semanas antes de los Juegos y requiriera un rescate federal. No importa que el hospital público, los maestros y la policía pasaran meses este año sin saber si recibirían sus salarios.

(AFP / Yuri Cortez)

Las dos semanas de fiesta para medio millón de turistas, 10.500 atletas y cerca de 2.500 empleados de los medios tenían que continuar.

Limusinas VIP custodiadas por motociclistas tronaban día y noche por las atiborradas calles de Copacabana y Barra. Los ricos y famosos festejaban en las opulentas casas nacionales olímpicas, en muchos casos a pocos metros de la más abyecta pobreza.

Algunos visitantes, como el ministro portugués que fue rapiñado en Ipanema, experimentaron en carne propia el otro Rio.

Comandos de la policía militarizada (PM) patrullan la favela Mare Complex en Rio, el 1 de abril de 2015 (AFP / Christophe Simon)

Pero los turistas estaban protegidos por unos 85.000 soldados y policías, por lo que no les podía pasar nada grave, a menos que se alejaran un par de kilómetros hacia las favelas, donde solamente la policía está enfrascada en la batalla contra los gánsteres de la droga.

No es de extrañar que muchos cariocas llegaran a los Juegos deseando que terminaran.

Durante la ceremonia de apertura en el Maracaná, me senté en un típico bar barrial de Rio, a una cuadra del estadio. Tenían la ceremonia en la TV, por supuesto, pero ni siquiera se habían molestado en subir el volumen.

(AFP / Roberto Schmidt)

Dentro del Maracaná, Brasil mostraba su mejor imagen: creativo, hermoso, culturalmente fuerte y diverso.

Fuera del estadio, los cariocas se preocupaban por la violencia criminal, la falta de médicos y trabajos para sus hijos.

“No me interese para nada la ceremonia”, dijo Patricia Palma, administrativa de 43 años, que bebía una cerveza helada con amigos. “Siempre muestran lo mismo, solo es un montón de dinero tomado de nuestros bolsillos”.

Fuegos artificiales vistos desde una terraza en la favela de Mangueira, durante la ceremonia inaugural el 5 de agosto de 2016 (AFP / Andrej Isakovic)

A pocos kilómetros de allí, en las favelas de Complexo do Alemao y Mare, el sentido de alienación era incluso más profundo.

“Los Juegos son para los ricos”, comentó Marcos Enrique Nascimento, conductor de una mototaxi. “Nadie viene a preguntarnos si alguien de la favela quiere ver los Juegos”. 

Pero el deporte tiene un extraño poder y una vez terminado el preámbulo, una vez que los atletas comenzaron a correr, saltar, luchar, navegar y enviar la pelota, el humor cambió.

El estadounidense Michael Phelps compite en los 100m mariposa, el 11 de agosto de 2016 (AFP / Francois-xavier Marit)

Al día siguiente del show en el Maracaná, visité una nueva área peatonal (uno de los legados más valorados del alcalde) en el puerto viejo y encontré multitudes entusiastas. Al parecer, los brasileños se enamoraron súbitamente de los Juegos.

La explicación que me dieron varias personas fue abrumadoramente simple: el gran alivio de que la ceremonia de apertura haya marchado bien.

“Mucha gente – incluso yo – temía que fuera un desastre”, admitió Fabiana Amaral, arquitecta. “Ahora estamos orgullosos”.

Los brasileños aprendieron a amar los Juegos y lo mismo, con mis reservas, hice yo.

Es cierto, el deporte funciona como una brillante distracción. La perfección de Usain Bolt, Simone Biles o Michael Phelps es una maravillosa manera de hacernos olvidar por un momento las imperfecciones del mundo. Mirar a esos superhéroes de cerca en el Brasil tropical me hizo revivir la excitación que sentí en aquellos años en la nublada Inglaterra.

Y además, al abrazar los Juegos, los brasileños contagiaron su alegría y energía a los estadios. Incluso el poco simpático hábito de abuchear ruidosamente a los atletas – con frecuencia por razones jocosas imprevisibles – ha provocado más fascinación que controversia.

Hubo pocos que contuvieron las lágrimas cuando Rafaela Silva, la judoka brasileña que ganó la medalla de oro, relató cómo esa chica de la peligrosa favela Ciudad de Dios no solo sobrevivió, sino contra todos los pronósticos – y sus racistas detractores – llegó a ser una triunfadora. Haberse declarado homosexual poco después solo confirmó su valentía. 

Los tunecinos Riheb Hammami y Hedi Gharbi compiten en la Nacra 17, el 13 de agosto de 2016 (AFP / William West)

Luego sucedió algo aún más asombroso en este país de machos y fanáticos del fútbol: el equipo de fútbol femenino consiguió numerosos seguidores, superando incluso a los de sus famosos contrapartes masculinos.

Conocí a los primeros navegantes olímpicos tunecinos de catamarán, Hedi Gharbi y Riheb Hammami. Estaban llegando últimos en todo, pero declararon con orgullo: “el mero hecho de estar aquí y ser recibidos de esta manera” vale la pena.

También estaban la estadounidense Abbey D’Agostino y la neozelandesa Nikki Hamblin, que cayeron en la carrera de los 5.000 metros. Cuando Hamblin estaba en el suelo, D’Agostino se inclinó hacia ella y la alentó a levantarse y continuar. “Tenemos que terminar esto”, le decía.

Cuando volvieron a correr, la estadounidense se tambaleaba y Hamblin a su turno, alentaba a su rival. No habrán ganado la carrera, pero merecieron una medalla de oro por su espíritu deportivo.

Mi momento favorito fue un pequeño incidente, alejado de los reflectores.

La italiana Odette Giuffrida (d) ayuda a la kosovar Majlinda Kelmendi (i) a levantarse (AFP / Toshifumi Kitamura)
((AFP / Toshifumi Kitamura))

 

Majlinda Kelmendi acababa de vencer a la italiana Odette Giuffrida en judo y fue un momento importante porque Kelmendi le dio a Kosovo su primera medalla de oro olímpica desde su independencia. Pero lo que me impresionó vino después.

Llorando de emoción, Kelmendi estaba tan abrumada que parecía que se iba a desvanecer. 

¿Y quién vino a abrazar a Kelmendi? ¿Quién levantó el brazo de la kosovar en señal de victoria frente a la multitud?

La derrotada Giuffrida. 

Ya, esos sueños olímpicos de la niñez no parecían ser solo un cuento.

(AFP / Jeff Pachoud)

 

Sebastian Smith