México, verdades y clichés
Ciudad de México - Cuando te instalas por primera vez en un país para empezar en un nuevo puesto, aterrizas con una buena dosis de prejuicios. Cuando llegué a México, además de las maletas, una bicicleta y una guitarra, cargaba varios estereotipos: que es un país violento, que el aire es irrespirable, que las rutas son suicidas, que los terremotos son demasiado frecuentes, que hay una corrupción palpable a todo nivel.
Después de pasar algunas semanas en la capital, se impone una primera conclusión, similar a las que tuve al llegar a mis puestos previos de Washington o Jerusalén: todo es cierto, o casi.
La violencia
En México, no pasa un día sin su cuota de muertes violentas, ya sea por luchas entre los carteles, ajustes de cuentas entre pandillas rivales, robos que salen mal o feminicidios. Las cifras oficiales hablan por sí solas: 250.000 asesinatos y unos 40.000 desaparecidos desde que el gobierno inició a finales de 2016 una ofensiva federal contra los carteles de la droga.
Asimismo, se cuentan 3.366 feminicidios desde 2015, el número más alto en toda América Latina, y 100 colegas periodistas asesinados desde 2000, incluido Javier Valdez, nuestro corresponsal en el estado de Sinaloa (noroeste), asesinado a tiros el 15 de mayo de 2017 en Culiacán, capital estatal.
La contaminación
Combinada con los 2.240 metros de altitud de Ciudad de México, la contaminación hace más difícil respirar, especialmente durante los primeros días. Llenar los pulmones de aire sin intentarlo adrede parece complicado. Especialmente cuando pasas cerca de los muy locales “peseros”, microbuses siempre atestados de gente que escupen su humo negro en la cara de los transeúntes.
Sin mencionar los escapes de las camionetas, la contraparte mexicana de las SUV estadounidenses, conducidas por chilangos que viven en hermosos barrios de la ciudad y que no parecen preocuparse por consideraciones ecológicas. Están más interesados en llegar a casa lo más rápido posible, que en disminuir el daño ambiental que provocan.
Las rutas
Mientras la bienvenida que los mexicanos dan a los extranjeros es genuinamente cálida, en las carreteras es la guerra. Allí, algunos mexicanos se transforman en conductores de tanques bélicos, abalanzándose sobre todo lo que se mueve, incluso sobre vehículos mucho más grandes que el propio, y a menudo prefieren dar un golpe repentino de volante para pasar al ras de un peatón, en lugar de cederle el paso.
La consigna parece ser: nunca espere y disminuya la velocidad solo cuando sea absolutamente necesario (en otras palabras, casi nunca). Cualquiera que no haya pasado un crucero en Ciudad de México nunca sabrá lo que es el extraño y milagroso alivio de haber llegado al otro lado en una sola pieza.
La bicicleta
La experiencia en bicicleta merece una explicación aparte. Es cierto que en los últimos años, la alcaldía de la Ciudad de México ha realizado grandes esfuerzos para promover la seguridad de más ciclistas, en particular mediante la construcción de una red de ciclovías alrededor del Bosque de Chapultepec, el Central Park de la capital mexicana.
Pero está claro que todavía son insuficientes. En un país donde se puede comprar un permiso de conducir y la educación vial no es obligatoria, las reglas se subestiman.
Muchos conductores estacionan sus autos sobre ciclovías, los camiones ignoran los carriles para ciclistas en las grandes arterias y las motocicletas los usan para eludir el tráfico. Incluso no es raro ver a madres empujando sus cochecitos de bebé sobre las sendas para bicicletas.
Pero un día a la semana es el paraíso de los ciclistas. Los automóviles están prohibidos todos los domingos en el centro de la ciudad, y miles de bicicletas se apoderan de sus calles.
En las esquinas, voluntarios armados con megáfono les explican los beneficios de un casco, la importancia de hidratarse y protegerse del sol, o dónde reparar un pinchazo. La calma dura poco. Al final del día, la jungla urbana resurge y las bicicletas solo pueden volver a resistir.
Los terremotos
La amenaza de los terremotos es omnipresente, y no solo en el inconsciente colectivo.
De vez en cuando -cuatro veces en los últimos dos meses- un ligero temblor recuerda a la población y a los recién llegados que lo peor está por venir. En casas, oficinas, salas de espectáculos, supermercados, esquinas, terminales de autobuses, aeropuertos, etcétera, las señales indican el procedimiento a seguir, así como los lugares más seguros en caso de terremoto.
Como incentivo para respetar estas consignas -una de ellas, quizás la más útil, recomienda no entrar en pánico- aún son visibles los restos del último terremoto, que en 2017 mató a 369 personas. Los letreros colgados en las ruinas de edificios derrumbados indican que se emprenderán trabajos para reconstruirlos. No se estipula ninguna fecha.
La corrupción
En lo que llevo de estadía, no la he comprobado de primera mano, pero puedo decir que la corrupción es recurrente en las conversaciones. Junto a la inseguridad y la delincuencia, es el problema más preocupante para los mexicanos. Nadie parece haber tomado muy en serio a su presidente, Andrés Manuel López Obrador, quien prometió hacer una gran limpieza en ese tema. Da la sensación de que la gente común tiene poca fe en sus líderes, funcionarios públicos e incluso en los oficiales de policía, que deben hacer cumplir la ley.
Sin embargo, las personas se corrompen con facilidad. Tienen poco o ningún respeto por los oficiales. Basta con mirar la forma en que se pasan los semáforos rojos bajo las narices de los policías que en vano hacen sonar sus silbatos.
Por momentos, tengo la impresión de caminar bajo el sol de Tel Aviv o Jerusalén, la misma distracción alucinada de los conductores, la misma costumbre de mirar su teléfono móvil, especialmente en las esquinas, antes de detenerse a tres milímetros de una anciana que cruza con su perro. Pero hasta ahí va la comparación. En Israel, la policía hace al menos el intento por detener ese comportamiento, fotografiando por ejemplo la matrícula del infractor. En México, los agentes, desplomados en sus motocicletas o bebiendo una Coca-Cola, son testigos de este tipo de escena sin siquiera levantar una ceja.
¿Y los mexicanos?
La gran dificultad es conciliar la imagen que algunos de ellos ofrecen y la sonrisa y la amabilidad de la mayoría en la calle, los edificios públicos, los museos, en la gran cantidad de restaurantes y cafeterías.
En este último caso en particular, estamos lejos de la sordidez y la oscuridad de otros cielos. El servicio suele ser atento, sonriente, y a veces incluso... rápido. Sin mencionar el menú, tan rico como soleado. Y no sólo en las taquerías donde se sirven durante todo el día los famosos tacos que se comen parado en el pavimento y en platos de plástico.
Los "ancianos" advierten a los gringos recién llegados de su país aséptico y sobre la siniestra maldición de Moctezuma, que podría golpear su sistema digestivo mal preparado para aguantar chiles incendiarios y agua adulterada.
La experiencia confirma que es posible escapar a esta maldición intestinal atribuida a este rey débil e indeciso cuyo reinado marcó el inicio de la conquista española del siglo XVI. Un cliché más sobre el colapso de México después de dos meses aquí. ¡Vamos, chíngale!