La vida por una langosta
PUERTO OBALDÍA, Panamá 10 de junio de 2015 - Había pasado una hora de vuelo desde que salimos del aeropuerto de Albrook en la capital panameña rumbo a Puerto Obaldía, en la frontera, cuando divisamos en medio de una extensa vegetación bañada por el mar una pequeña pista de aterrizaje.
Rascacielos, bancos, casinos y centros comerciales dieron paso a un paisaje más idílico y paradisiaco, donde pequeñas islas indican que hay otro mundo, no muy lejos del centro financiero y el canal interoceánico de Panamá, donde parece haberse detenido el tiempo.
Por unos momentos mis ojos se clavaron en esa pequeña extensión de cemento por donde se suponía que debía aterrizar la pequeña aeronave donde, además de dos tripulantes, viajaban también un par de agentes del Servicio Nacional de Fronteras (Senafront) de Panamá.
Allí, en medio de la nada, el avión aterrizó sin problemas. Habíamos llegado a Puerto Obaldía, un pequeño poblado, donde el agua y la electricidad son un lujo, fronterizo con Colombia, a donde habíamos ido en busca de cubanos.
Sí, a por inmigrantes cubanos, que desde hace unos cinco años, cambiaron las balsas en el estrecho de la Florida por largas rutas a través de Ecuador, Colombia, Centroamérica y México para ingresar de forma irregular a los Estados Unidos.
De camino al cuartel policial, por un pequeño camino a medio asfaltar y entre casas de madera y tejados de palma, comenzamos a ver los primeros grupos de inmigrantes que usaban este pueblo ubicado en la comarca indígena de Guna Yala (Caribe) como parada inicial de su periplo.
Aunque el primer choque con la realidad nos lo dio el joven José Sosa, quien daba gritos de dolor mientras era asistido por un médico en el cuartel de Puerto Obaldía. Sosa lastimó sus costillas durante la travesía clandestina para probar suerte en el béisbol estadounidense.
"Quieren llegar a Estados Unidos, ese es su afán su preocupación y su desesperación (...) se trasladan a otros países en busca del dichoso sueño americano", lamenta el comisionado del Senafront, Feliciano Benítez, mientras observa los lentos movimientos del aspirante a pelotero.
Desde 2010 miles de cubanos llegan desde La Habana a Ecuador, donde unos trabajan por un tiempo y otros saltan de manera clandestina inmediatamente a Colombia para llegar hasta Panamá.
Primero lo hacían por la difícil selva del Darién –que une a Colombia y Panamá- donde algunos morían por picaduras de serpiente, la humedad o víctimas de grupos delincuenciales.
Ahora, arriesgan sus vidas en viejas embarcaciones que salen desde la costa colombiana hacia la frontera panameña, a donde muchos llegan heridos después de una travesía de horas a mar abierto y donde la mayoría de las veces los únicos que tienen chaleco salvavidas son los piratas que los transportan por 700 dólares, un precio 25 veces mayor al costo de un pasaje normal.
Las autoridades panameñas lidian con la avalancha de cubanos de una manera práctica: en lugar de detenerlos, les dan atención humanitaria en Puerto Obaldía y un salvoconducto para que abandonen el país rumbo a Costa Rica en tres días.
Sosa es el primero en contarnos una historia que se repite. Algunos cubanos dicen que abandonan su país porque su salario en la isla, gobernada por los Castro desde hace 56 años, no les da para vivir; otros, porque quieren probar fortuna en los Estados Unidos; los hay también que quieren conocer cosas diferentes y reunirse con familiares e, incluso, hay quien afirma que deja Cuba por cosas más mundanas.
"A veces dicen que nos morimos de hambre pero eso es mentira. Los mismos cubanos hablamos cosas que no son verdad", refuta Kenia Sánchez, mientras termina de desperezarse en el parque del pueblo.
Cuando se trata de política no hace falta tirarles de la lengua mucho para que hablen, y saltan las opiniones encontradas entre los que defienden los logros sociales de la revolución y no tienen "nada que criticar" al gobierno de Raúl Castro, y los que lo culpan de su autoexilio. Lo que sí saben, es que son un negocio para las mafias y los funcionarios corruptos de los países por donde pasan.
Y también saben que la demanda de Estados Unidos como destino idílico y el mercado migratorio definen los costos de esta travesía clandestina por la que llegan a pagar hasta 10.000 dólares, entre sobornos, coyotes y gastos del viaje.
La mayoría de los inmigrantes cubanos con los que conversamos en Puerto Obadía aseguran que en Colombia son extorsionados por la policía, que según ellos les pide dinero en los retenes a cambio de no deportarlos.
"Ahí te quitan lo que tengas y lo que no tengas y si no les das te deportan para Cuba", dice José González, quien intenta ir para Miami.
También denuncian que los conductores de autobuses les cobran pasajes más caros para no avisar a la policía, aunque a veces terminan traicionándolos. No es extraño que lleguen a Panamá con documentos falsos vendidos como legales, según cuentan agentes de inteligencia panameña.
Mientras esperan sus documentos toman cerveza en los pocos bares y restaurantes del lugar y se reúnen a fumar en un bucólico embarcadero, para alegría de un pueblo que ha visto aumentar los ingresos en los distintos negocios con la llegada de estos huéspedes.
"En Cuba no vas a tener buen trabajo ni ropa que ponerte ni vas a tener un carro. No se puede comer carne de res ni langosta. Por eso buscamos nuevos horizontes", cuenta Fernando Moreno, oriundo de Villa Clara.
Adriana Ruiz, quien viaja acompañada de su novio Vicente, cree que en Estados Unidos se obtiene el resultado de su trabajo para "pagar tus cosas y tener una vida como una persona normal", lo que, en su opinión, no ocurre en Cuba.
Compatriotas de Ruíz compran víveres en una pequeña tienda de madera donde consiguen desde frutas y medicinas hasta tintes para el cabello. Otros aprovechan un pequeño internet café para comprobar que sus familiares les han depositado dinero para seguir el viaje.
Las pensiones están llenas y en diferentes casas se ven colchones y ropa desperdigada de una gente que viaja con lo básico (un par de mudas, utensilios para el aseo, dos pantalones y dos camisetas) en una mochila que no pesa más de 3 kilos, y donde no faltan fotos familiares.
"En Miami me espera mi padre con un Cadillac de 2005", dice orgulloso González, antes de tomar un avión y hacer, en sentido contrario, la ruta que un día antes habíamos iniciado en Albrook. Algo no anda bien cuando un auto o una langosta pueden ser más importantes que la propia vida.
Juan José Rodríguez es corresponsal de AFP en Panamá