La fuerza nace del miedo
Multan, Pakistán -- Unos años después de comenzar a trabajar como camarógrafa en la región de Pakistán en la que vivo, un grupo de hombres me atacó con furia porque estaba grabando. Me empujaron y rompieron mi cámara. Mi madre y mis hermanos, muy preocupados, me rogaron que dejara el periodismo y que buscara un trabajo que pudiera hacer desde una oficina o desde casa. Me negué.
“No hay ningún lugar completamente seguro para una mujer en Pakistán”, les dije. “Por todas partes hay peligro y riesgos. Conozco este trabajo y me gusta lo que hago, a pesar de los riegos. Cuando trabajo en medio del peligro, me siento más fuerte, me siento más viva”.
Trabajar como fotógrafa y camarógrafa en Pakistán implica muchísimos desafíos. Para empezar, el país es muy conservador y Multan, la ciudad en la que vivo --situada en la región del Punjab (centro)--, es una zona conocida por la violencia contra las mujeres. Está llena de historias sobre crímenes de honor, violaciones colectivas aprobadas por los consejos tribales y chicas entregadas a grupos enemigos para poner fin a disputas. Cualquier mujer que salga de su casa se enfrenta a un sinfín de hostilidades.
Es incluso más complicado cuando te dedicas a algo que la gente no está acostumbrada ver hacer a una mujer, como grabar acontecimientos informativos. Muchas veces tengo que tener un ojo en el visor y el otro en la nube de hombres de mirada lujuriosa que se forma a mi alrededor. Cuando voy al sur del país a filmar historias sobre grupos extremistas en zonas rurales, tomo medidas especiales.
Comencé en el mundo del video por casualidad. Tenía 18 años y uno de mis vecinos, Iqbal Butt, me pidió que le ayudara a grabar una boda. Necesitaba a una mujer para grabar todo lo que ocurre en la zona reservada para las mujeres. No había sostenido nunca una cámara en mis manos, pero me dio algunas instrucciones rápidas, me confió una VHS y me mandó a la fiesta.
El resultado no fue muy malo y me ofreció otro trabajo. Estaba encantada porque pensaba que podría ayudar a la economía familiar, dado que mi padre se dedicaba a vender cabras, pero su negocio le reportaba muy poco dinero.
Las cosas no salieron bien la segunda vez: mezclé los ajustes de la cámara y el video quedó azul. El cliente se enfadó tanto que no pagó a mi vecino. Volví a la escuela con la idea de graduarme, pero me vi obligada a dejarla porque mi madre se puso enferma. La tuve que cuidar en el hospital, ocuparme de la casa y atender a mis dos hermanos pequeños.
Pasado un tiempo contacté de nuevo a Iqbal para que me enseñara a usar correctamente una cámara. Aceptó y rápidamente estaba ganando 400 rupias al día (unos 40 dólares) filmando bodas. También aprendí a editar. Las cosas iban bien así que busqué una oficina.
Descubrí el periodismo un año más tarde, en 1997, cuando una agencia internacional nos llamó para ir a la ciudad de Dera Ghazi Khan, a unos 80 kilómetros de dónde estábamos, porque se había caído el techo de un edificio durante una boda, provocando varios muertos. Mi jefe me pidió que le acompañara porque esa región es muy conservadora y él sabía que no le hubiesen dejado entrar, como hombre solo en la casa de la familia.
El techo , donde se realizaba la boda, se derrumbó al no tener la capacidad para sostener a tanta gente. No sé cuántas personas murieron, pero una decena de personas, incluidos mujeres y niños, fue enterrada viva. Grabé imágenes y también hice fotos. Después de eso Iqbal y yo comenzamos a cubrir noticias de forma regular.
Cubrir noticias conllevó muchas sorpresas y experiencias únicas.
La primera vez que me encontré en una situación peligrosa fue en octubre de 2001, durante una protesta en la ciudad de Jacobabad, a unos 360 kilómetros al suroeste de Multan. Filmaba a las afueras de una base aérea cedida a Estados Unidos después de los ataques del 11 de septiembre. Los manifestantes reclamaban que, desde que Washington la usaba, se habían llevado a cabo bombardeos en Afganistán. La policía atacó a los manifestantes, les golpeó con palos y les lanzó gases lacrimógenos. Catorce resultaron heridos y 200 fueron detenidos.
Fue una de las protestas más violentas que he cubierto hasta ahora. Los agentes se ensañaban con el primero que se cruzaba, incluidos periodistas y camarógrafos. Cuando me encontré en medio del tumulto, no supe qué hacer. La gente corría en todas las direcciones y la policía les perseguía. Llegué a pensar que no llegaría viva a casa, pero logré seguir filmando. Todavía no sé cómo escapé a los disturbios.
Fue la primera vez que sentí miedo trabajando. Fue totalmente diferente a filmar bodas, donde todo el mundo está feliz, baila, sonríe y las mujeres lucen sus coloridos vestidos y sus mejores joyas en oro y plata.
Eso fue el caos total. Los manifestantes y los policías libraban un pulso del que emanaba ira y el gas lacrimógeno te hacía llorar. El peligro estaba en cada esquina.
Pero, en medio de todo eso, mantuve la calma y continué grabando el caos y la violencia. Fue realmente gratificante que canales de noticias internacionales usaran mis imágenes. Sentí un impulso fuertísimo. No sólo hice bien mi trabajo, sino que lo pude hacer en circunstancias difíciles como cualquier reportero.
Es difícil explicar este sentimiento tan poderoso para una mujer paquistaní: la confianza de ser igual que los hombres. Fue entonces cuando me di cuenta que quería vivir persiguiendo la noticia. Me enfrentaba a un universo dinámico, pero llene de desafíos. Entendí que podía hacerme un nombre por mi trabajo y que la gente me tendría más respeto que filmando bodas.
Tal y como le dije a mi familia después de otra protesta violenta, en la que me maltrataron y rompieron mi cámara (me las arreglé para seguir filmando), cuando trabajo rodeada de peligro me siento más viva, más fuerte.
En 2016, la vez que más expuesta me sentí fue en junio, cuando fui a la casa de un hombre que murió después de que su amante le atacara con ácido. Cuando sus familiares vieron la cámara, se enfadaron muchísimo. Dijeron que estaban llorando su muerte y que yo estaba grabando su pena para “entretener” a sus rivales. Algunos hombres comenzaron a empujarme. Mi asistente y yo acabamos rodeados por docenas de hombres gritándonos. Tuvimos que huir por miedo a que nos pasara algo.
Mi vida profesional y mi vida personal se unieron en 2005 cuando me casé con Iqbal, después de que su esposa falleciera. Tras tantos años trabajando juntos, logramos conocernos muy bien. Me propuso matrimonio porque pensó que podía encargarme de nuestro negocio y de sus hijos. Siempre alentaba mi trabajo y me animaba a ser valiente para demostrar que una mujer puede hacer lo mismo que un hombre. Con el tiempo, mi familia fue aceptando mi profesión y confió en mis capacidades para estar siempre a salvo. Era muy feliz.
Pero la tragedia llegó tres años después.
Mi esposo tenía la presión alta y murió hace seis años. Fue devastador. No supe qué hacer. Me sentí muy sola y desamparada. No tenía hijos propios, pero tenía los suyos. Vivíamos en una casa pegada a la de su familia, pero mis suegros me dijeron que me fuera. Volví a la de mis padres y comencé de nuevo.
Empecé a trabajar como colaboradora de distintos canales de televisión. Eran tiempos convulsos, donde ocurrían muchas cosas en Pakistán. Hubo una gran inundación en 2010, varios atentados con bomba, asesinatos y peleas de camellos y perros. También cubrí la historia de Mukhtar Mai, la mujer que fue violada en grupo, pero que llevó el caso a los tribunales y se convirtió en un símbolo de esperanza y lucha.
La historia de Mai es mi favorita. Fui testigo de cómo su voz contra la violación llegó a todo el mundo desde su pequeño pueblo en el centro de Pakistán. También fue único ver cómo una mujer humilde se erigió en un ícono global contra la violación y abrió escuelas para niñas y albergues para mujeres que sufren el maltrato de sus esposos y su familia. Ha sido una inspiración para mí.
Ser una mujer trabajadora tiene tantas ventajas como desventajas. Muchas veces me ha ayudado a acceder a lugares prohibidos para hombres.
Puedo trabajar sola en Multan la mayor parte del tiempo. Peroen otras ciudades y pueblos es impensable que vaya sin compañía. Cuando trabajo, irremediablemente atraigo a una multitud. Algunos son simplemente curiosos, pero muchos intentan empujarme o tocarme, lo que complica mi trabajo.
Para que todo sea más fácil, he contratado a un asistente que va conmigo a todas partes. Hace las veces de aprendiz y otras ayuda a mantener lejos a los hombres irritables. Se puede decir que es mi guardaespaldas.
A lo largo de estos años, he entrenado a camarógrafos que hoy trabajan para las televisiones más importantes de Multan. No daré sus nombres porque algunos sentirían vergüenza y otros sufrirían las burlas de sus compañeros si supieran que fueron entrenados por una mujer.
Cuando aprenden a volar solos, no quieren mirar atrás y reconocer que una mujer les ha enseñado lo que saben. No es ninguna sorpresa teniendo en cuenta que viven en una sociedad dominada por los hombres, donde las mujeres tienen que librar una lucha diaria para sobrevivir.
Pero da igual si lo reconocen o no. Yo sé la verdad.