El rostro femenino de dios
BOGOTÁ, 6 de abril de 2015 - “Las cosas por algo pasan”. Luis Acosta, el curtido jefe de fotografía de la oficina de la AFP en Bogotá, lo repitió una y otra vez durante las semanas que preparamos este reportaje. Y tenía razón. Él fue quien recibió el mensaje esa mañana de marzo, cuando íbamos en un taxi rumbo a Medellín a poco de llegar al aeropuerto de Rionegro, en pleno Valle de San Nicolás en el oriente antioqueño.
Juanes Restrepo, el videasta, estaba feliz de regresar a su tierra y ya hablaba del suculento “calentao” que nos comeríamos antes de empezar a trabajar. Desayunamos sí, pero tratando de ver si lográbamos al menos cumplir nuestro objetivo de conocer a Olga Lucía Álvarez Benjumea, la primera colombiana ordenada sacerdote, en diciembre de 2010, por la Asociación de Mujeres Presbíteras Católicas Romanas (ARCWP), un movimiento internacional nacido en 2002 en el río Danubio y que hoy cuenta con 210 mujeres sacerdotes.
“Su madre está muy grave. Suspendió la ceremonia. No cree que pueda recibirnos”, dijo Luis, que había rastreado con esmero la historia de Olga Lucía y de las otras colombianas ordenadas por la ARCWP - Aída Soto Bernal (marzo, 2011), Marina Sánchez Mejía (enero 2014) y Judith Bautista Fajardo (noviembre 2014) -, cuatro mujeres que en los últimos años predican la palabra de dios cual curas convencionales y en abierto desafío al Vaticano, que no las reconoce y las considera excomulgadas.
La voz de Lucho sonaba grave, pero no vencida. Plan B: llamar a Aída, la única que recibió el ministerio sacerdotal en Colombia de la obispa estadounidense Bridget Mary Meehan. Meehan también ordenó al resto, pero en Sarasota, Florida, en Estados Unidos. Todavía recordábamos a la afable Aída, que días antes nos había contado su experiencia como miembro de la ARCWP. Al compartir sus vivencias, el mensaje de servicio y entrega de Aída era contagioso. “No puedo imaginar vivir sin dios”, decía esta madre que ha criado sola a sus hijos, el menor de ellos con síndrome de Down. Una educadora con fuerte compromiso en barrios carenciados. Una defensora de los derechos femeninos. Una convencida de que “sin fe, la vida no tiene sentido”.
Sí, Aída podía ayudarnos. El viaje a Medellín, donde Olga Lucía había previsto celebrar una misa con varios miembros de su comunidad, no había sido en vano, nos decíamos Luis, Juanes y yo mientras comíamos fríjoles, arepa de choclo y huevos en un típico restaurante paisa de la Avenida Las Palmas de Medellín.
Ese sábado, víspera del Día Internacional de la Mujer, parecía el mejor momento para entrevistar precisamente a una que no había temido enfrentarse a la Curia Romana con tal de cumplir su vocación “apostólica, católica y romana”. Unas horas después, Olga Lucía, mujer de sonrisa ancha y voz firme, septuagenaria con una vida entera de devoción a Jesucristo, estaba finalmente frente a nosotros.
“Mi mamá fue carmelita. Con mis hermanos jugábamos a decir misa todos los días. Hacíamos procesiones, imitábamos las cosas de iglesia. ¡Es que no había televisión!”, exclama Olga Lucía, los ojos brillantes y las manos moviéndose al ritmo de los recuerdos de su infancia en el municipio de Yalí, a unos 130 km de Medellín. De los seis hermanos que eran, tres, incluida ella, optaron por la vida religiosa.
Estamos en la cafetería de la Clínica San Juan de Dios, en La Ceja, un municipio a unos 40 km al este de Medellín. Juanes, que conoce la zona, manejó cuesta arriba, entre curvas y bajo lluvia hasta dar con el hospital donde la madre de Olga Lucía se debate entre la vida y la muerte. La sacerdote, cuya comunidad promueve como primera obispa latinoamericana de la AWRCP, no oculta su pena. Siente desasosiego por la enfermedad de su madre y por haber tenido que cancelar la ceremonia para la cual viajamos desde Bogotá.
Si su mensaje hubiera llegado apenas unos minutos antes no hubiéramos subido al avión. Pero estamos allí y Olga Lucía no oficiará la misa donde, entre otros, estaban invitadas representantes de las Madres de la Candelaria, la asociación de las víctimas olvidadas del largo conflicto armado en Colombia, que funciona en Medellín inspirada en la argentina Madres de Plaza de Mayo.
“El grupo nuestro es muy Teología de la Liberación”, explica Olga Lucía, en referencia a esa corriente cristiana que surgió en América Latina luego del Concilio Vaticano II y a instancias de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que se realizó precisamente en Medellín, en 1968. Olga Lucía participó activamente en esa reunión junto a monseñor Gerardo Valencia Cano, un sacerdote según ella, “abanderado del movimiento feminista”, con quien trabajó como misionera laica en zona pobres y remotas del país, con indígenas y negros abandonados, y que marcó profundamente su destino como presbítera. “Él pensaba en empoderarnos”, dice Olga Lucía con su marcadísimo acento paisa que por momentos recuerda al más puro español ibérico.
Son más de las cuatro de la tarde y ya escampó. Pero el entusiasmo de Olga Lucía, a pesar de no haber dormido en toda la noche por cuidar a por su madre, es inagotable cuando habla de su lucha por justicia e igualdad ante el Evangelio, e invita a honrar el legado de coraje y perseverancia de la santa Madre Laura Montoya (1874-1949), la primera colombiana canonizada. “Es un ejemplo esa mujer. ¡Lo que luchó contra la jerarquía!”, apunta.
Como sus colegas, Olga Lucía sintió el llamado del ministerio apostólico porque percibió la necesidad de ese tipo de servicio en las comunidades donde trabajaba. “Si una regla no sirve, hay que romperla”, afirma sobre la restricción impuesta por la jerarquía de la Iglesia al sacerdocio femenino. Monseñor Valencia Cano estaría orgulloso de ella hoy, no lo duda. “Muchos sacerdotes hombres nos apoyan. He concelebrado misa con jesuitas, con claretianos, con varios misioneros. No he renegado de mi bautismo. No me considero una apóstata. Me considero parte de la Iglesia”, agrega esta mujer de fuertes convicciones y palpable empatía por el prójimo sufriente, especialmente el prójimo pecador al que “hay que liberar del miedo y atraer a la Iglesia”.
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Antes de despedirnos para regresar junto a su madre, repite: “Amo la Iglesia. Lucho por la Iglesia. Estoy con la Iglesia”. Para ella, “no tiene asidero” que la sucesión apostólica sólo sea por vía masculina: “Es pecado de sexismo”.
Los mismos conceptos resuenan dos semanas más tarde en la sala de una casa en los cerros orientales de Bogotá, un domingo de Cuaresma mientras Luis, Juanes y yo asistimos a una misa oficiada por Olga Lucía y Aída para un grupo de fieles. “Estamos para construir un mundo mejor. Cada eucaristía es para renovar nuestro compromiso de servicio a los demás”, dice Olga Lucía junto a Aída, ambas revestidas con el alba y la estola violeta que usan comúnmente los curas.
“Creo en ese dios padre y madre que está presente”, añade, indiferente a las cámaras de mis colegas y a mi libreta de apuntes. Somos los tres testigos de un rito ancestral pero renovado: los feligreses reunidos en círculo, una participación activa de los asistentes, un Credo con aportes de todos los presentes en vez del Credo de Nicea recitado de memoria, la comunión sacerdotal al final. “Es muy femenino eso de servirse al final y comer última. No es exclusivo nuestro”, explica luego Olga Lucía.
Luis, Juanes y yo nos miramos complacidos. Tenemos suficiente material para nuestro reportaje. Costó reunirlo, pero como suele decir un colega amigo: “¿Quién dijo que esta vaina del periodismo era fácil?”.
Para Olga Lucía, Aída, Marina y Judith seguramente tampoco ha sido ni es fácil legitimar su apostolado, concretar su vocación. Judith, por ejemplo, estuvo más de ocho años en un convento de las Hermanas Paulinas en Bogotá antes de decidir tomar este camino, que a diferencia del sacerdocio masculino que propugna el Vaticano, no implica celibato ni vida comunitaria. “Todos tenemos derecho a experimentar la bendición de Dios”, nos dijo hace unos días.
Muchos quizás se escandalizan al saberlo, pero desde diferentes carismas, como la educación, la comunicación o la psicología, estas cuatro mujeres predican la palabra de dios a sus comunidades como lo hace cualquier sacerdote hombre. Han estudiado años de teología en universidades pontificias, están entrenadas en acompañamiento terapéutico y conocen los recovecos de la Biblia. Pero sobre todo, se sienten cerca de sus comunidades. Escuchan, enseñan, liberan de culpas, reconcilian, bautizan, casan, dan la Primera Comunión, alivian al moribundo. “Es dar a conocer el rostro femenino de dios”, dice Olga Lucía.
Alina Dieste es la jefe de redacción de la AFP para Colombia y Ecuador