El camino a un Año Nuevo distinto
Faltaban pocos días para el Año Nuevo Andino cuando decidimos que queríamos ir más allá de la cobertura habitual.
Cada 21 de junio, el gobierno boliviano organiza una muy pintoresca celebración en las ruinas de Tiwanaku -una civilización andina previa a los incas y aimaras, aunque con menos fama- y se encarga de trasladar a la prensa al lugar.
Todos filman, fotografían y escriben más o menos lo mismo: el presidente y otras autoridades hacen arder una fastuosa ofrenda al dios Sol y a la Madre Tierra bajo la tenue luz del alba, antes de recibir los primeros rayos de sol con las palmas al cielo.
Sin dejar de contar esa historia, sabíamos que queríamos algo más genuino y con menos marketing.
La respuesta la obtuvo nuestro videasta William Wroblewski y se llama Pinaya, un minúsculo pueblo de agricultores a 72 kilómetros de La Paz, justo al lado del nevado Illimani, la segunda montaña más alta de Bolivia.
Junto a las comunidades vecinas, todas ellas de origen aimara, los locales suben cada año hasta una roca en la ladera del cerro. Munidos de alcohol y ofrendas agradecen, como es de orden, pero también piden.
Sus plegarias para el año 5529 se unieron en un solo grito desesperado: ¡agua!
Repleto de montañas y glaciares, Bolivia es un país donde no hace falta ser un experto para percibir los efectos del cambio climático. El Illimani, por ejemplo, perdió más del 20% de su superficie de hielo entre 1963 y 2009, según un estudio de una ONG local. Eso significa que quienes viven del agua del deshielo reciben un poco menos de ese tesoro cada año.
Yo también tenía que aportar mi granito de arena; no podía llegar con las manos vacías. Me sugirieron llevar mi propia ofrenda, a la que llaman waxt’a o “mesa”, y una botella de alcohol, pero no cualquier bebida: alcohol puro. Eso beben durante el ritual. Y más adelante, me tocaría a mí probarlo.
Las ofrendas no son -o no deben ser- algo estandarizado: cada quien encarga la suya a la medida de sus necesidades. Una tía del corazón que me adoptó apenas llegué a Bolivia me llevó a su “casera” de mesas y me aseguró que con ella estaría en buenas manos.
Nos sentamos frente a frente. Me escuchó con atención e hizo el diagnóstico.
Se paró, tomó un paquete muy colorido de un estante y se sentó de nuevo.
Lo que siguió se pareció bastante a una lectura de tarot, solo que, en lugar de cartas, la señora sacaba figurines de azúcar del paquete y los iba colocando sobre la montañita de yuyos. Cada uno tenía un significado: éxito, salud, trabajo, ahorro, prosperidad. “Te falta amor”, me dijo. Ninguno de esos cuadrados azucarados era de amor. “Te lo voy a aumentar”.
Revolvió una caja de la que sacó dos muñequitos: un hombre y una mujer. Los ató con una piola y, mientras los colocaba en mi ofrenda, me explicó: “esto es para que encuentres a alguien que te quiera de verdad”.
Remató con hojas de numerosas hierbas. La envolvió, me la entregó y le pagué los 50 bolivianos (unos siete dólares) que valía su milenario trabajo. Hay mesas que cotizan a diez veces ese precio: aquellas que tienen un “sullu”, o feto de llama, la ofrenda más valiosa.
Faltaban un par de días para el Año Nuevo y era el momento de nadar entre libros de historia y antropología para poner este evento en perspectiva. Muchos hablaban de una celebración milenaria que marca el comienzo de un nuevo ciclo agrícola en la fecha del solsticio de invierno austral.
Pero cuando hablé con el antropólogo boliviano Milton Eyzaguirre, me aclaró que “en la perspectiva andina hay dos comienzos del año", que el 21 de diciembre “también regulaba el ciclo agrícola” en la antigüedad y que el 5529 surgía de un conteo inventado en los años ochenta por movimientos de reivindicación, junto con la idea de celebrar en Tiwanaku.
Un texto del académico y activista Carlos Macusaya me dio la respuesta. Él compara el Año Nuevo Andino con la celebración de la Navidad en la religión cristiana el 25 de diciembre, argumentando que “se dice que es cuando nació Jesús y sin embargo no hay ninguna prueba de ello”, aunque no por eso es una “farsa”.
Si los judíos y los chinos tienen su año nuevo, ¿por qué nosotros no?, reclamaban los militantes en los ochenta.
Y entendí que este festejo, actualmente feriado nacional en Bolivia, tenía sentido a pesar de ser una creación moderna.
El fotógrafo Aizar Raldes se encargaría de asegurar nuestra presencia en el evento oficial. A mí me correspondía hacer el texto de la fiesta en el Illimani; a William, el video. Entonces, ¿quién haría las fotos?
Asumí el nuevo desafío. Dos meses antes, mi trabajo en la agencia estaba en el servicio de video. Los azares de la profesión me llevaron a terminar produciendo texto y foto mano a mano con quien, hasta hacía muy poco, me enviaba videos desde una lejana Bolivia a mi Uruguay natal para que yo los editara y publicara.
Salimos a las tres de la mañana. Llena de baches y asfaltada en tramos contados, esta ruta boliviana promedio nos demandaría unas tres horas al volante.
Llegamos 50 minutos antes de la hora a la que, creíamos, saldría el sol. Aún era noche cerrada y el sol demoraría en aparecer mucho más de lo esperado: primero debía superar los 6.460 metros de altura del Illimani.
Hombres y mujeres en sus mejores trajes típicos subían el sinuoso camino que rodea la montaña cargados de palas, baldes y azadas. A las horas, entenderíamos el porqué: se propusieron hacer zanjas para desviar el agua hacia donde ya casi no llega.
Pero el alcohol y la coca pudieron más. Un referente del pueblo, Eucadio, se paseaba entre quienes iban llegando y les servía alcohol, a todos en el mismo vasito de plástico, para que echaran unas gotas a la Madre Tierra y se bebieran el resto de un solo sorbo, mientras otros mascaban coca a mansalva.
Llegó mi turno. Me tragué las recomendaciones sanitarias contra la pandemia y tomé mi buen sorbo de alcohol puro. Por cierto, nadie me había avisado que debía verter parte mi trago en el suelo. Sentí cómo me quemaba la garganta y el esófago. Sobre todo, después del cuarto trago que me sirvieron, siempre en el mismo vasito. El ardor persistiría por casi una semana.
No fue fácil fotografiar a los presentes; los aimaras, especialmente las mujeres, suelen ser reacios a ser retratados. Era solo mi segunda colaboración en foto y ni ofrenda y alcohol mediante lograba acercarme a ellos cámara en mano. Muy de a poco, algunos fueron cediendo.
Eucadio ya estaba totalmente borracho cuando empezó a armar la ofrenda y la fogata. Entre rezos en aimara, balbuceaba “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. El sincretismo entre el catolicismo y los cultos andinos es común.
El feto de llama fue lo último que Eucadio colocó en la waxt’a previo a la quema. Enseguida, prendieron la fogata y algunos empezaron a danzar a su alrededor echando alcohol a las llamas. El acto de salpicar alcohol sobre un objeto, llamado ch’allar, es un clásico para pedir protección o agradecer a la Madre Tierra.
Entre burlas en aimara que no pude entender -lo que me llevó a tomar clases de ese idioma- y una bendición cristiana, Eucadio me besó la mano, que quedó llena de baba, y se alejó a charlar con sus pares.
De repente, un resplandor desvió la atención de todos. Se dieron vuelta, se amucharon en el borde de la roca y alzaron las manos: estaba saliendo el sol, estaba empezando el Año Nuevo Andino.