Déjennos ir a Europa
Dimitar DILKOFF
SOFÍA, 25 de julio de 2015 – A comienzos de este mes fui a trabajar al este de Bosnia por el aniversario de la masacre de Srebrenica, que ocurrió en 1995. Antes de volver a casa me detuve en Serbia para constatar la situación de cientos de migrantes que viajan hacia el norte, tras la quimera de la Unión Europea. Colegas de AFP habían trabajado en el tema y yo ya había escuchado historias sobre los migrantes que cruzan hacia Serbia, provenientes de Macedonia, rumbo a la frontera con Hungría. Estas familias recorren a pie buena parte de su dura jornada.
En Macedonia, por ejemplo, se les prohibió utilizar el transporte público, hasta que las autoridades cambiaron las reglas recientemente. En Serbia, pueden utilizar el tren o el autobús para ir hacia la frontera húngara, pero para hacerlo necesitan un permiso de tránsito de 72 horas. En Presevo, el primer pueblo serbio al que llegan tras cruzar desde Macedonia, las autoridades instalaron un campamento –que alberga a 1.000 personas, quizás más– para alojar a la multitud de viajeros a la espera del permiso.
Muchos se veían extenuados después de dos o tres días de espera para conseguir los permisos de viaje y algunos tenían que dormir a cielo abierto. Sin esta autorización, la policía podría arrestarlos y enviarlos de vuelta a la frontera. En ese momento, además, había una ola de calor que alcanzaba temperaturas de hasta 35 grados. Era muy duro para ellos.
Escuché que había un tren que partiría en breve hacia Subotica, al norte de Serbia, así que después de dos días en Presevo, decidí seguir la jornada de los migrantes. Al final solo seis personas estaban a bordo, así que cambié mis planes y tomé un tren que une Thessaloniki y Belgrado, que sí estaba lleno de familias migrantes.
Había quizás entre 70 y 100 migrantes que tomaron el tren en Presevo dispuestos a realizar el viaje de 10 horas. Algunos iban en grupos, otros solos; muchos estaban con sus familiares, con niños pequeños e incluso bebés. También fotografié un grupo que abordó un tren desde Nis hacia Belgrado.
Hablamos un poco mientras les pedía permiso para fotografiarlos. Me contaron que venían de Siria, Afganistán y Pakistán, sin dar muchos detalles. Muchos estaban trabando de llegar a Alemania y Suiza y, algunos de los paquistaníes, a Italia.
Valía la pena documentar este fenómeno. Estas migraciones hacia la Unión Europea son las mayores historias periodísticas en los Balcanes en este momento. El número de gente detenida cuando intentaba cruzar la frontera entre Serbia y Hungría saltó más de 2.500% en cinco años, de 2.370 a más de 60.000 de acuerdo a Amnistía Internacional.
Sentía que mucha gente aquí en los Balcanes había olvidado que sus propios abuelos habían migrado en el siglo XX. Habían olvidado las historias de sus antepasados.
He visto gente con buenas intenciones, ayudando a los migrantes dándoles comida y agua en Presevo y en otros lugares. Pero también hay muchos –no solo los serbios, macedonios o búlgaros, sino gente de toda la región de los Balcanes– que los ven como enemigos.
Eso refleja un poco los prejuicios contra los musulmanes en los Balcanes. La mayoría de estos migrantes viene de países musulmanes y la gente los ve como terroristas o miembros del grupo Estado Islámico.
Parece una fantasía o producto de la imaginación furtiva de personas que observan la situación desde afuera, porque cuando ves a esta gente desde cerca está claro, al menos para mí, que son apenas familias ordinarias haciendo un viaje largo y difícil.
Dimitar Dilkoff es un fotógrafo de AFP radicado en Sofía. Este post fue escrito junto con Emma Charlton