Un rebelde prorruso en un puesto de control en Slavyansk, Ucrania, el 10 de mayo de 2014 (AFP Photo / Vasily Maximov)

Cuando vi la guerra de cerca

SLAVIANSK (Ucrania), 27 de mayo 2014 – Antes de partir tres semanas para cubrir las tensiones en el este de Ucrania entre el ejército y los rebeldes pro-rusos, nunca había cubierto un conflicto.

Extrañamente, las explosiones que hacen temblar los muros de mi habitación de hotel en plena noche, el peso del casco y del chaleco antibalas, el ruido ensordecedor de las balas que silban cerca de mis orejas, la tensión, la violencia… Nada me sorprende.

Como todo el mundo, he visto películas, he leído libros sobre el tema. Y, antes de partir, amigos con experiencia, algunos de ellos reporteros de guerra, me inundaron de consejos. También la AFP me hizo asistir en febrero a una formación para periodistas en ambientes hostiles.

Eso me enseñó las bases, los reflejos que hay que adoptar cuando uno se encuentra en medio de una situación riesgosa. Todo eso no hace que las cosas sean menos intensas, pero cuando algo sucede, uno es capaz de aceptarlo casi con resignación. Lo esperaba.

No obstante, nadie me había preparado para esos extraños momentos de distensión que prevalecen entre un episodio de violencia y otro.

Un soldado ucraniano en una barricada abandonada de los rebeldes prorrusos cerca de Slavyansk, el 24 de abril de 2014 (AFP Photo/Kirill Kudryavtsev)

Es lo que ocurre en un puesto de control, donde la tensión está en su punto álgido: los residentes prorrusos gritan “¡Traidores!” a los soldados ucranianos que montan guardia. Pero los soldados, de rostro impasible, se mantienen en su posición.

El camarógrafo Paul Gypteau, el reportero Max Delany y yo nos acercamos discretamente. Sabemos que caminamos en terreno delicado. Los soldados se ven nerviosos.

Y así, súbitamente, un soldado avanza hacia mí. “Estoy perdida”, me dije. “Vamos a tener que dejar de filmar y nos dirán que abandonemos el lugar”. Pero viene a darme un casto beso sobre mi mejilla, como un escolar. Quiere poder decirle a su madre que había besado a una chica francesa.

Pocos minutos más tarde, llegan vehículos del ejército ucraniano. Los pobladores, personas mayores en su mayoría, intentan detenerlos usando sólo sus manos. Se disparan tiros al aire, a unos metros de nosotros. La magia se rompe.

Una niña entrega flores a militantes prorrusos durante un desfile en celebración a la victoria de los soviéticos en la Segunda Guerra Mundial, en Slavyansk, este de Ucrania, el 9 de mayo de 2014 (AFP Photo/Vasily Maximov)

Yo creía que estar en un terreno de conflicto significaba vivir en tensión permanente, siete días a la semana. Pero, en realidad, los breves momentos de violencia son seguidos por largos lapsos de calma. Cada uno retoma sus actividades, la vida continúa. Y, a veces, la hostilidad y la normalidad van codo a codo, de una manera muy extraña.

Como en otro puesto de control, donde los rebeldes intentan confiscarnos un chaleco antibalas. Logramos convencerlos de que nos lo deje después de largas negociaciones en las que los insurgentes me ofrecen té, café y chocolates. Claro, estaban tratando de robarme, pero eran bien educados.

De hecho en los puestos de control, tanto del lado de los insurgentes como de los soldados, muchas veces recibo golosinas de manos de hombres armados hasta los dientes que verifican mis papeles y revisan el baúl del vehículo. Gestos cándidos que hacen bajar un poco la tensión.

Otro regalo inesperado me llega mi primer día en Slaviansk, un bastión de la insurgencia rodeado por el ejército donde paso una semana junto a mi compañero de texto Bertrand de Saisset  y el fotógrafo Vasily Maximov. Allí, un poblador me da un casquillo de AK47. “Un recuerdo”, me dice sonriente. Y, de golpe, la violencia se acuerda brutalmente de nosotros.

Un niño regula el tránsito en torno a una de las barricadas de Slavyansk, en el este de Ucrania, el 14 de mayo de 2014 (AFP / Vasily Maximov)

El 9 de mayo (que marca el Día de la Victoria, cuando los nazis se rindieron a la URSS en la Segunda Guerra Mundial) los niños juegan en las calles de Slaviansk, mientras los insurgentes desfilan en tanques con flores y fusiles en las manos. Me doy cuenta de que estoy delante de algo poco común. Los niños tienen una visión rara del conflicto. Las escuelas están cerradas, los padres los envían lejos para protegerlos.

Esa tarde, tras el desfile militar, mi compañero Bertrand de Saisset y yo vamos a recorrer la ciudad para ver si hay algo que cubrir, una historia para contar. Nos encontramos con un grupo de gente cerca de un arenero. Nos invitan a tomar cerveza y comer papas fritas con ellos, mientras sus hijos juegan a un lado.

Yo no hablaba una palabra de ruso antes de llegar y ahora, luego de algunas semanas, balbuceo algunas palabras básicas. Pero me siento bien acogida, nos comunicamos con mímica y, gracias a la ayuda de mi compañero, que habla ruso fluidamente, podemos intercambiar experiencias de nuestras muy diferentes vidas.

Hasta que una de las mujeres recibe una llamada. Su rostro se apaga, la cortina cae: un niño de unos 12 años recibió disparos, a pocos pasos de mi hotel, en medio de una bella tarde. Partimos, con la muerte en el alma. Debemos acercarnos, verificar la historia. Casi habíamos olvidado que estábamos en una ciudad sitiada. Pero el conflicto finalmente nos capturó.

Un día, mi colega Max Delany y yo quedamos en medio de un fuego cruzado entre el ejército ucraniano y los insurgentes, cerca de un puesto de control a la salida de Slaviansk. Las balas silban cerca de nosotros. Debemos correr, a pesar del peso del chaleco antibalas y de la videocámara, para resguardarnos detrás de los muros, arrojarnos al piso en cada detonación e intentar salir de allí.

Mientras corro, el micrófono se desconecta sin que me dé cuenta, porque estoy demasiado ocupada buscando un lugar donde resguardarme. Sólo luego, cuando veo las imágenes, descubro que les falta el audio. Es frustrante. Pero en ese momento no tengo tiempo para lamentarlo. Algunas personas han sido alcanzadas por las balas a sólo pocos metros de nosotros.

En momentos como ese, el tiempo se acelera y enlentece a la vez, como para que las escenas de violencia extrema se graben en mi memoria. Un hombre baleado en las piernas yace sobre su sangre, en medio de los tiros. Levanta los brazos, sin duda para pedir ayuda, pero es imposible socorrerlo sin ser alcanzado también por un tiro. El sentimiento de impotencia es terrible. Más tarde supe que murió a causa de sus heridas.

Otro hombre recibe un disparo en su auto. Mi compañero y yo le ayudamos a refugiarse. Pero muere minutos más tarde, a menos que ya estuviera muerto.

 
El funeral de un activista prorruso abatido cerca de Krasnoarmeysk, Ucrania, el 13 de mayo de 2014 (AFP / Fabio Bucciarelli)

Más tarde converso con una periodista que también presenció un tiroteo de cerca. Me cuenta que ese momento fue decisivo para ella y que no realizará de nuevo ese tipo de coberturas.

En cuanto a mí, incluso mientras corro para eludir las balas, en ningún momento cuestiono mi profesión ni mi decisión de ir a Ucrania. Ignoro por qué. En mi cabeza, en medio del caos, mis ideas están sorprendentemente claras y calmas. Creo que incluso antes de partir había aceptado la posibilidad de ser herida. O peor.

Básicamente, el riesgo mayor no es perder la vida. Claro que me tenso cuando me encuentro en medio de los combates que ocurren casi a diario en Slaviansk. De hecho un día pasamos junto a un cohete en el suelo que, milagrosamente, no explotó. Pero eso no es lo más difícil.

Con mis colegas hemos encontrado personajes apasionantes. Por ejemplo un rebelde apodado “el checheno”, con un tatuaje de Siux en el hombro. O un soldado ucraniano con una sonrisa juvenil. O un insurgente con el que compartimos improbables carcajadas en medio de una entrevista. U otro con un cuerpo imponente, Kalashnikov en mano, que jura que jamás me disparará.

Y algunos días más tarde, nos enteramos de que su puesto fue atacado, de que hubo muertos y heridos. Y nos preguntamos si ellos son parte de las víctimas.

De repente la muerte tiene un rostro. Es una sonrisa que desapareció para siempre. Eso nos hace reflexionar.

Nos esforzamos por no juzgar, no tomar partido. Al convivir con rebeldes y soldados, tengo muchas veces la impresión de que ellos mismos no saben lo que hacen ni por qué pelean. A veces da la impresión de que la situación sería graciosa si no fuera porque todas estas personas tienen una Kalashnikov en el hombro.

Un rebelde prorruso en un puesto de control cerca de Slavyansk, en el este de Ucrania, el 10 de mayo de 2014 (AFP / Vasily Maximov)

En este tipo de misión, la camaradería con los demás reporteros es fundamental. Guardo muy buenos recuerdos de complicidad compartida con colegas, de todas las edades, de todos los países. Una fraternidad natural en la adversidad.

Recuerdo especialmente el momento en que, tras abandonar Slaviansk con el periodista Bertrand de Saisset, cenamos en Donetsk. De repente fuegos artificiales explotan en el cielo. Los dos nos sobresaltamos, tensos, y luego nos miramos con una sonrisa. Hará falta un tiempo para que dejemos de confundir los fuegos artificiales con explosiones de mortero.

Claro, hay escenas violentas que me persiguen y no me abandonarán jamás. Antes de esta misión, ya había cubierto el tifón Haiyán en Filipinas, que había dejado varios miles de muertos. Como reportera, avanzo, acumulo recuerdos. Cada uno tiene sus propios límites y es necesario ser lo suficientemente fuerte darse cuenta de cuándo nos afecta.

En cambio el poder de los buenos recuerdos, de esos momentos de gracia… Para mí, a pesar de la muerte, de la violencia, esos momentos son la prueba de que la vida triunfa, a pesar de todo. Ahora más que nunca quiero seguir llevando la cámara para ser testigo del coraje de todas estas personas que luchan por tener una vida normal en circunstancias que están muy lejos de ser normales.

La periodista Agnès Bun en el este de Ucrania (Foto: Roman Pilipey)
Agnès Bun