Una batalla perdida

Tangier, Virginia, Estados Unidos – Fotografiar la isla de Tangier en vías de desaparición fue una experiencia extraña en varios sentidos. A pesar de que la isla se está hundiendo paulatinamente en la bahía de Chesapeake, en la costa este de Estados Unidos, vimos que muy pocos de sus 500 habitantes cree en el cambio climático, pero nos encontramos, sin embargo, con una sorprendente dimensión social anclada en los años 50 y con un lenguaje único.

Hace tiempo que quería hacer una historia sobre esta isla. Situada 150 kilómetros al sureste de Washington DC, se estima que ha perdido dos tercios de su masa terrestre desde 1850, lo que me pareció un buen punto de partida para contar la historia del cambio climático.

El sol se pone en Tangier, Virginia, el 15 de mayo de 2017 (AFP / Jim Watson)

Para llegar al territorio, hay que tomar un ferry que tarda poco más de una hora. Aún recuerdo mi primera impresión al bajar: “¿Por qué alguien querría vivir aquí? Está tan aislado”, pensé.

Casi todo el mundo en la isla (los hombres, quiero decir) son lo que viene a llamarse un “hombre de agua”: salen todos los días a pescar cangrejos y alguna ostra y la verdad es que, además de pescar y de mantener las casas, no hay mucho más que hacer.

(AFP / Jim Watson)

En Tangier todos están muy unidos y cada uno tiene su lugar. El lugar de las mujeres está en la casa y el de los hombres en el exterior, saliendo a pescar cangrejos. Las mujeres, además, se encargan de gestionar el pequeño flujo turístico que llega a la isla, sobre todo en verano, cuando casi todos los días atraca un ferry con algunos jubilados que dan un paseo, almuerzan, curiosean las tiendas de souvenirs y vuelven a subirse al barco de vuelta.

La mentalidad del lugar se va imponiendo a cada paso. Viajé al lugar con mi colega de video Eleonore Sens y lo primero que hicimos al llegar fue alquilar un carrito de golf, que es el medio de locomoción más utilizado porque en la isla no hay muchos coches. Se lo alquilamos nada menos que al alcalde, James ‘Ooker’ Eskridge, y Eleonor estaba tan emocionada por poder conducir uno que cuando nos dio las llaves, se las entregué a ella directamente. “¿Va a dejarla conducir a ella?”, me preguntó el alcalde. Me lo decía gravemente serio… fue un momento un poco surrealista.

La gente de Tangier lleva una vida dura: los hombres se levantan a las 4:30 de la mañana y se sumergen en el agua en busca de cangrejos hasta la una o dos del mediodía, cuando regresan al pueblo para hacer algunos trabajos de mantenimiento o bricolaje hasta las 8 o 9 de la noche que termina la jornada. Al día siguiente retoman la rutina otra vez.

(AFP / Jim Watson)

Cuando digo que la isla está unida, es que lo está verdaderamente. Fundada por un puñado de familias de las regiones inglesas de Cornwall y Devon que se fueron instalando en los siglos XVIII y XIX, todavía hay cinco o seis apellidos que se repiten: los Pruitts, los Parks, los Pritchards, etc. Y todo el mundo conoce a todo el mundo.

Los habitantes de Tangier hablan incluso de forma diferente. Cada día un grupo de hombres, los veteranos, acuden a lo que ellos llaman “el lugar de situación” donde comentan los acontecimientos del día y charlan. Uno de los lugareños me dijo que era su equivalente a lo que en tierra firme supone ir a un café y hablar con sus amigos. Se sientan en círculo, fuman y conversan. Y cuando se juntan, lo hacen en su jerga local, que es prácticamente un lenguaje propio. Eleanore y yo no fuimos capaces de entender nada. Más tarde leí en el New York Times que el idioma, “un  dialecto envuelto en una vibración de Virginia … había llamado la atención de lingüistas y antropólogos”.

(AFP / Jim Watson)

Pasamos tres días en  la isla y experimentamos verdaderamente la sensación de aislamiento. Tienen televisión e internet pero muy poco servicio de telefonía móvil, apenas conseguíamos tener una débil señal en una esquina de la isla. Resultaba francamente extraño estar con una cobertura como esa, sobre todo para nosotros, los periodistas, que estamos constantemente mirando a nuestros teléfonos en busca de mails, breaking news o mensajes. Los días que pasé ahí me pasaba el rato echando la mano instintivamente a  mi teléfono, pero la única conexión que tuve con el mundo exterior fue cuando hablé con mi mujer alguna vez.

Era muy raro pero, al mismo tiempo, era refrescante y relajante… aunque no puedo imaginarme viviendo así todo el tiempo.

Algunos dicen que el aislamiento acabará por matar a la isla antes de que lo haga el nivel del mar. Cuando llegamos, el tipo del ferry me dijo que en una generación todo el mundo se habrá ido porque la gente joven no quiere quedarse hasta desaparecer con el ascenso del agua, como sus padres. Y, para ser honesto, les entiendo. Hay muy pocas cosas que hacer aquí. Un día estábamos charlando con un hombre que estaba enseñando a su nieto adolescente a pescar cangrejos y le pregunté al chaval qué hacía cuando no estaba en el colegio. “Nada”, me dijo. “Aquí no hay nada que hacer”.

(AFP / Jim Watson)

La mayoría de la gente que vive aquí son cristianos devotos, ideología que se ejemplifica probablemente en algo que una habitante, Carol Pruitt Moore, nos comentó: “Dios está en todas partes, pero reside en Tangier”.

Hay señales del ascenso de las aguas en todos los lados. La isla está apenas un metro y medio por encima del nivel del mar y la gente nos cuenta que los sitios y las viviendas que antes no se inundaban, ahora se inundan regularmente. Hay una zona del norte, llamada Uppards, que antes formaba parte de la isla pero a la que ahora hay que ir en bote. Uno de los días estuvimos en casa de una mujer y nos acercamos a la playa con ella. Apenas tardamos unos minutos pero esta señora nos contó que, cuando era pequeña, tardaba media hora en ir andando desde su casa a la playa. Eso nos hizo darnos cuenta de cómo estaba llegando el agua a las casas de esa gente.

(AFP / Jim Watson)

A pesar de que está desapareciendo progresivamente, la isla es sólidamente pro-Trump, aunque éste no haya dejado de cuestionarse el cambio climático y haya retirado a Estados Unidos del pacto de París. Más del 80% ha votado por él y la mayoría de la población no cree que el ascenso del nivel del mar sea debido al cambio climático, sino a la erosión, y consideran que la mejor solución sería construir un muro para protegerlos.

Muchos de ellos ven a Trump como el tipo que puede hacerlo: deshacerse de las regulaciones gubernamentales y, sencillamente, construir un muro para salvar a su isla tras años y años de papeleos burocráticos. 

(AFP / Jim Watson)

También confiaban en que la cobertura mediática de su isla (CNN hizo una historia poco después de nosotros) haría que su problema llegara a oídos de Trump. Y parece que así fue: pocas semanas después de nuestro viaje, un periódico local de Maryland citó al alcalde de la isla diciendo que el presidente le había llamado al ver la historia en los medios. “Dijo que no había que preocuparse por el ascenso del nivel del mar”. Según el Salisbury Daily Times, citando a Eskridge. “Él (Trump) dijo: tu isla ha estado ahí durante cientos de años y pienso que tu isla seguirá estando ahí unos cuantos cientos más”.

(AFP / Jim Watson)

Por mi parte, yo sigo sin entender porque siguen viviendo ahí, luchando contra lo que parece ser una batalla perdida contra la Madre Naturaleza. Creo que uno puede pescar cangrejos también en tierra firme, sin necesidad de que su casa sea engullida por las aguas.

Y sin embargo ellos parecen decididos: esta es nuestra tierra y vamos a quedarnos. Su determinación a permanecer me pareció formidable e impresionante.

Jim Watson