Del Brexit al independentismo escocés

HONG KONG – Después de treinta años viviendo como expatriado escocés, pensaba que sabía más o menos cuál era el lugar de mi familia en el mundo. Pero eso fue antes del Brexit...

Nací en Glasgow. Entré a la AFP en París en 1984. Me casé con una estadounidense, nuestros dos hijos fueron a la escuela francesa y hablan francés con fluidez. Mi familia mantiene fuertes vínculos con Estados Unidos y el Reino Unido, así como con nuestros países adoptivos como Francia y, más recientemente, Hong Kong. Si nos preguntan de dónde somos, la respuesta puede ser vaga, pero al menos damos algunas de estas pistas.

Mi acento me identifica inequívocamente como escocés –como bien dice el dicho, puede salir un hombre de Glasgow pero no puede salir Glasgow de un hombre. Nuestra casa en Francia y nuestra identidad europea constituyen otros fuertes lazos. Pero el resultado del referéndum del 23 de junio sobre el Brexit nos precipitó repentinamente a un territorio desconocido, en especial a mis hijos adultos, que han pasado gran parte de su infancia en Francia y que tienen pasaportes estadounidenses y británicos, y que pronto pueden quedarse sin ningún derecho en la Europa continental.

Manifestación pro-UE delante del Parlamento escocés en Edimburgo, el 28 de junio de 2016 (AFP / Andy Buchanan)

Mi carrera de más de treinta años en la AFP es, sin duda, el factor que más nos une a Francia y Europa. Siempre tuvimos la intención de adquirir la nacionalidad francesa. Pero conseguir toda la documentación necesaria de parte de las autoridades británicas e irlandesas, así como de varias municipalidades de Estados Unidos, siempre ha sido un obstáculo insalvable: en el plazo  que la copia certificada de la partida de nacimiento de un pariente lejano nos llega del registro civil de Omaha, Nebraska, otra partida de nacimiento emitida en Escocia había superado el período de tres meses impuesto por el gobierno francés para aceptarla en el archivo de naturalización.

Afortunadamente, como todos en casa teníamos un pasaporte británico, esto no tenía mucha importancia: éramos libres de vivir y de trabajar donde mejor nos pareciera en Francia y el resto de la Unión Europea. Nunca nos imaginamos que un día podría ser de otra manera.

Este 24 de junio tengo un zumbido en mis oídos, mi cabeza me da vueltas. Estoy en estado de shock. Me acabo de enterar del resultado del referéndum y de golpe tengo la sensación de haber sido separado de Francia, de Europa. Toda mi vida me opuse fuertemente incluso a la idea de independencia de Escocia. Pero hete aquí que en los segundos posteriores a enterarme de la novedad del Brexit, me descubro proclamando en mi Facebook: “Me acabo de convertir en partidario de la independencia de Escocia, de verdad”.

Al mismo tiempo, la famosa frase de George Bush padre (y de El gran Lebowski) me atraviesa el alma como un rayo: “La agresión no será tolerada”. Creo profundamente en el Reino Unido, en sus valores, en su historia compartida. Pero, ¿qué otra opción me dejan? Escocia se manifestó de forma mayoritaria por la permanencia en la Unión Europea, pero los habitantes de la Inglaterra profunda, al sur de la frontera, decidieron otra cosa.

Constato rápidamente que mi cambio de postura recibió en Facebook unos cuantos “me gusta”, sobre todo de amigos ingleses, tan sacudidos como yo por el resultado de la votación. “¿Me puedo hacer escocés?”, pregunta alguien desesperado. “Ya que tengo pasaporte británico, seguramente puedo elegir la parte del Reino Unido a la que pertenezco...”.

Por supuesto que una cuenta de Facebook es una caja de resonancia. Pero en algunos momentos es también una zona de confort en la que se pueden compartir en tiempo real los propios sentimientos con amigos que piensan como uno. Y descubro que el resultado del referéndum le da náuseas a la mayoría de mis amigos.

En la frontera entre Escocia e Inglaterra cerca de Berwick-upon-Tweed, el 26 de junio de 2016 (AFP / Oli Scarff)

Pasarme al campo independentista es algo que me ha ocurrido tardíamente. Nací en el viejo Glasgow, ahogado por el humo del carbón de los años 1950. Era una ciudad obrera gris, en la que hombres de gorras tejidas trabajaban en los astilleros, tal como lo habían hecho sus padres antes que ellos. Los días de partido en el estadio Hampden Park se sentía el clamor de los 120.000 espectadores –el famoso rugido de Hampden– en toda la ciudad. Durante las vacaciones anuales de la Feria de Glasgow, se veía a los padres embutiendo a niños sobreexcitados y maletas en los trenes a vapor para pasar dos semanas al borde de mar. Era también una ciudad herida por la división sectaria entre protestantes y católicos. Esa mala atmósfera inoculó en mí un profundo odio al tribalismo que perdura hasta hoy. Los dos grandes clubs de fútbol de la ciudad, los Rangers y el Celtic –protestante uno y católico el otro–, catalizan la intolerancia que dividía a la sociedad de la Escocia occidental.

Mi familia materna es católica irlandesa. Mi tío abuelo era miembro del “viejo” IRA en Cork durante la guerra de independencia. Gracias a mi abuela, tengo además la nacionalidad irlandesa. Mi padre era escocés y protestante. Un ancestro suyo, George Wishart, murió como mártir en la hoguera en St Andrews en 1546.

El Monumento Nacional de Escocia en Edimburgo, en junio de 2016 (AFP / Oli Scarff)

Concurrí a una escuela “no confesional”, en la que sobre todo había protestantes y yo usaba un  blazer azul. Los católicos tenían sus propias escuelas y llevaban blazers verdes. Desde nuestra primera infancia, y de acuerdo con un proceso institucionalizado, se nos intentó inculcar el temor, el odio al “otro”.

Di mis primeros pasos como periodista en la Escocia de los años 1970, durante la edad de oro del Scottish National Party (SNP, Partido Nacional Escocés). Se acababa de descubrir petróleo en el mar del Norte, y ello supuso un arrebato del sentimiento independentista. “Es petróleo escocés”, era uno de los eslóganes del SNP. Me preguntaba qué sucedería cuando se agotaran los pozos de petróleo, y no me tomaba muy en serio al movimiento separatista.

Concentración independentista en Edimburgo, en septiembre de 2013 (AFP / Andy Buchanan)

Al mismo tiempo empecé a viajar. Primero a Francia, luego por toda Europa, con una tarjeta Inter-rail. Esa experiencia marcó el inicio de mi gusto por el descubrimiento de otras culturas, un gusto súbitamente traicionado por el Brexit... Mi estupefacción es compartida por numerosos expatriados británicos que, de un día para el otro, ven cómo sus hijos son despojados de su futuro en Europa. De ahí mi alegato en favor de la independencia de Escocia.

No soy lo que se dice un expatriado escocés tradicional. Desde que me fui de Escocia, sólo alguna vez preparé la cena de Burns, pero jamás me uní a ninguna Sociedad de St. Andrews ni usé el kilt (la falda típica escocesa). Ser escocés era mi identidad nacional, que nunca me abandonó.

Recuento de votos en Edimburgo tras el referéndum sobre la independencia escocesa el 19 de septiembre de 2014 (AFP / Leon Neal)

En 2013 entrevistamos con un colega en Hong Kong a Alex Salmond, entonces primer ministro de Escocia, que comenzaba a preparar su referéndum de autodeterminación. Era afable y encantador. Recordaba a mi padre –quien también se llamaba Eric Wishart–, que era jefe de redacción nocturno en el Glasgow Herald cuando Salmond iniciaba su carrera política. Pero sus argumentos en favor de la independencia no me convencieron. Y tuve la impresión de que en su fuero íntimo no creía en la victoria de su causa. 

El autor (der.)  con el primer ministro escocés Alex Salmond, en 2014 en Hong Kong (AFP)

Yo ya hacía mucho tiempo que vivía en el extranjero cuando el referéndum sobre la independencia de Escocia en septiembre de 2014 y no tenía, por ende, el derecho de votar. Me oponía intensamente a la independencia por varias razones: la incertidumbre económica y mi aversión al nacionalismo. Y además Escocia ya era un país, con una identidad nacional bien marcada. Era la patria del golf y del whisky. Teníamos prestigiosas universidades en Glasgow y Edimburgo, nuestro propio Parlamento y nuestro propio gobierno tenían el poder de recaudar impuestos y amplias competencias en materia educativa, judicial, sanitaria e incluso agrícola. Teníamos nuestros equipos deportivos nacionales y nuestra propia lengua, el gaélico, que poca gente se tomaba el trabajo de aprender.

Y además de todo eso, formamos parte del Reino Unido, éramos un miembro clave de la OTAN, de las Naciones Unidas y, por supuesto, de la Unión Europea. En pocas palabras, teníamos un peso desproporcionado para un pequeño país como el nuestro. Los argumentos en favor de la independencia parecían más emocionales que racionales. Los separatistas invocaban el espíritu de las héroes escoceses William Wallace y Robert the Bruce: “Nos levantaremos para convertirnos en una nación”, “Ya basta de ser gobernados por Westminster”, “Tenemos que liberarnos del yugo inglés”, etc. No había, en mi opinión, nada sólido, nada convincente.

 

Pero ahora que el Reino Unido ha elegido abandonar la UE, Escocia ha encontrado súbitamente motivos serios para separarse. Escocia votó masivamente en favor de quedarse en la UE, pero como diría el actor Billy Connolly, “poco importa su voluntad, recibe lo que los ingleses quieren para ella”.

Simpatizantes del equipo escocés de rugby durante los Juegos de la Commonwealth, el 26 de julio de 2014 en Glasgow (AFP / Ben Stansall)

Desde mi punto de vista, la campaña en favor de abandonar la UE explotó las frustraciones y los temores de los ciudadanos. Apeló al sentimiento tribal en el que crecí en Glasgow: el odio y el temor al otro, a las llamadas hordas de extranjeros que se instalan entre nosotros para quitarnos los empleos y amenazar nuestro modo de vida. Un poco de todo, condimentado con una enorme dosis de oportunismo político.

Estoy triste por las generaciones jóvenes, que tal vez nunca conozcan la libertad de viajar, estudiar y trabajar en el resto de Europa de la que gozamos los británicos en los últimos cuarenta años. Y me parece injusto que Escocia, que el pueblo escocés, quede encerrado en la fortaleza británica bajo la influencia de Westminster y, me atrevo a decirlo, del nacionalismo estridente de la Pequeña Inglaterra, privada de los beneficios de pertenecer a la Unión Europea, por más defectos que tenga esta última. Si la única manera de que Escocia se mantenga en la UE pasa por separarse del Reino Unido, pues entonces que así sea. Y lástima por las consecuencias y las incertidumbres que se derivan de ello.

La primera ministra escocesa Nicola Sturgeon en la Conferencia del Partido Nacional Escocés  en Aberdeen, el 17 de octubre de 2015 (AFP / Andy Buchanan)

Algunas horas después de mi post en Facebook, la primera ministra escocesa, Nicola Sturgeon, anuncia que el Brexit constituye “un cambio sustancial” de la situación desde el referéndum de independencia de Escocia, y que es “altamente probable” una nueva consulta sobre la secesión. Vi a Sturgeon el año pasado en Hong Kong durante un desayuno en el Club de Corresponsales Extranjeros. Me dejó una buena impresión. Fue incisiva, convincente. Una dirigente moderna para una Escocia moderna. Y si me otorga el derecho de voto, la próxima vez lo ejerceré en favor de una Escocia independiente y, espero, miembro de una Europa unida.

(AFP / Andy Buchanan)
Eric Wishart