"Alerta sísmica", en caso de ...
19 de septiembre de 2017: es el aniversario del sismo de 1985 que devastó la ciudad de México y dejó más de 10.000 muertos hace exactamente 32 años. En México se ha convertido en un día de simulacro nacional. La ocasión para ensayar nuestro procedimiento en caso de…
11h00: La alarma se activa a la hora prevista. Salimos rápidamente. No podemos olvidar la mochila ubicada en un estante junto a los periódicos y que contiene una maleta con un transmisor satelital Bgan, una computadora, un teléfono satelital, unos walkie-talkie y un botiquín de primeros auxilios. Nos reunimos en el punto de encuentro sobre la plaza Cibeles, muy cerca. Oficinistas de la zona se alinean ordenadamente detrás de letreros que indican el número de sus inmuebles. Los brigadistas designados dan instrucciones con la ayuda de megáfonos. Desplegamos la antena satelital, llamamos a la oficina regional en Montevideo para avisarles. Todo funciona.
Retornamos a la oficina. El inicio de mes ha sido denso con un sismo de magnitud 8,2 que golpeó al estado de Oaxaca, una cobertura que nos ha costado algunas noches en blanco. El 17 de septiembre, una falsa alarma en nuestro vecindario hizo remontar la tensión, pero la alarma sísmica de la oficina, más confiable, permaneció muda. Todos le tenemos confianza, nos protege, nuestra vigía no fallará, está de nuestro lado. La alerta está diseñada idealmente para sismos con epicentro en el Pacífico, a por lo menos 400km de la capital. En una auténtica carrera de velocidad, alerta entre 40 y 60 segundos antes del arribo de la onda sísmica, dejándonos tiempo para escapar, siempre que no decidamos atarnos los zapatos en medio del camino o caernos en las escaleras.
Consulto mis correos, tengo una entrevista prevista con un especialista de cine mexicano que cambió nuestro encuentro de la mañana para las 13h00. Llegada la hora lo llamo pero no obtengo respuesta. Su reunión debió prolongarse. Decido marcarle nuevamente en 10 minuto
De pronto, bajo mi silla, una vibración sorda, como si algo se expandiera. ¿Es un camión que pasa por la calle? No, no realmente. Es otra cosa, más amplia, más potente. Y luego, una violenta sacudida. La alerta sísmica empieza a gritar en la sala de redacción: “¡Alerta sísmica! ¡Alerta sísmica!” Maldita alarma, sonó al unísono del sismo. La razón, el epicentro fue cerca, en los límites de los centrales estados de Puebla y Morelos, a menos de 150km. En algunos puntos de la ciudad, sonó escasos 5 segundos antes de la sacudida.
Hay que evacuar. Al diablo con todo. Los objetos se caen. Gritos de pánico desde la calle. Primero, darle la vuelta al escritorio, después alcanzar la puerta, luego bajar cinco escalones, luego girar hacia la derecha, ocho escalones más y dirigirse hacia la puerta. Una eternidad. Lo hago lo mejor posible, pero olvido mi computadora portátil en contraste con el simulacro de dos horas antes. La escalera se sacude violentamente, las paredes también y el horrible crujido de la casa que parece a punto de derrumbarse. No es realmente una pesadilla, sino más bien un sentimiento irreal, trágico, una pérdida de orientación que busca neutralizarte pero que es imperativo extirpar para mantenerte con vida.
Abajo, nuestro fotógrafo jefe Yuri Cortez intenta enganchar la cadena de la puerta en un gancho que está en el muro para mantenerla abierta y facilitar la evacuación de todos como lo hemos ensayado en muchas ocasiones. Esta vez es imposible porque el muro se sacude, se ha vuelto indomable. Finalmente, con la estampida que sigue la cadena se rompe y salimos atemorizados sobre el pavimento.
A la izquierda, a unos 100 metros, una fachada acaba de desplomarse y la gente corre hacia nosotros gritando, seguida por una nube de polvo. Enrumbamos a la derecha hacia la plaza Cibeles avanzando como títeres desequilibrados sobre la calle movediza. Centenares de personas acuden al lugar para resguardarse como dos horas más temprano, pero nada es lo mismo.
Una mujer grita, algunos pronuncian plegarias, otros se abrazan. Dominando la plaza, el esqueleto metálico de un alto edificio en reparación, cubierto por un inmenso e inquietante manto negro, se balancea emitiendo ruidos de metales que chocan. De pronto, las sacudidas se atenúan. Cincuenta segundos han pasado. Se acabó.
Para nosotros, periodistas, esto no es más que el comienzo. El inicio de una larga, muy larga, cobertura. Hay que ir rápido, mantener las ideas claras. Relatar lo que acaba de ocurrir rápidamente, tratar de medir los daños, desplegarnos por la ciudad en busca de inmuebles colapsados, porque los hay, seguramente, pero también saber si nuestros seres queridos siguen vivos.
Somos unas quince personas de la oficina reunidas en la plaza. Nuestra redactora Yemeli Ortega avisa a la mesa de Montevideo que inmediatamente escribe la alerta: “Fuerte sismo sacude la Ciudad de México”. Joshua Berger, el jefe de redacción, no consigue contactar a su familia. La red telefónica no funciona y hará falta un interminable cuarto de hora para saber que su mujer, su hijo de corta edad y su pequeña, que se encontraba en ese instante en la escuela, están todos sanos y salvos al igual que una amiga que llegó a México de vacaciones… Su departamento está gravemente dañado y el edificio ha tenido que ser evacuado.
Del lado de la cobertura de vídeo, la situación se ve muy comprometida. No tenemos a ningún miembro del equipo en el país. José Osorio ha sido enviado como refuerzo para cubrir un huracán en Puerto Rico. Paula Vilella está de vacaciones en los fiordos de Noruega. Entonces, una sorpresa feliz: WhatsApp funciona. Podemos enviar mensajes y también videos…
Organizamos la cobertura montando una oficina rudimentaria con dos mesas y sillas habitualmente destinadas a los paseantes de la plaza. Los fotógrafos se dispersan a los alrededores, una de las ventajas de que la oficina esté en Roma-Condesa, un bohemio barrio terriblemente vulnerable a los sismos.
Los heridos son evacuados. Una escuela se habría colapsado no muy lejos de ahí. Yuri y Jean Luis Arce, un redactor, parten en esa dirección. Nos indican que imágenes aéreas de la cadena Televisa muestran numerosas nubes de polvo elevándose sobre la ciudad, sugiriendo que más inmuebles se han derrumbado. Los daños deben ser importantes.
Pedro Pardo, uno de nuestros fotógrafos, y yo mismo hacemos imágenes cerca de nuestra oficina de bloques de la fachada de un edificio parcialmente desplomado. Por todas partes en el pavimento, bajo nuestros pies, trozos de vidrios y escombros. Es necesario vigilar permanentemente las alturas pues, a veces, caen todavía pedazos de piedra o las ventanas terminan de romperse.
Nuestra redactora Sofía Miselem, que trabajaba más tarde aquel día, nos alcanza pronto en el punto de encuentro fijado por nuestro protocolo. Como ella cuenta con energía eléctrica en su casa, decidimos que regrese para centralizar desde allí la información y alertarnos sobre las zonas afectadas mientras redacta la Nota Central.
Parto con Ronaldo Schemidt, fotógrafo, hacia una avenida cercana donde un inmueble se habría desplomado. Arribamos a un cruce familiar a cinco minutos, pero al voltear mi cabeza hacia mi izquierda descubro un impresionante amasijo de hormigón. Los seis pisos de un imponente edificio se han desplomado unos sobre otros.
Tomamos las imágenes de los primeros heridos siendo evacuados. La policía acaba de llegar al lugar y se despliega en torno a este inmueble que devendrá rápidamente en punto de atención de todos los medios internacionales. Ignoramos cuántas personas se encuentran todavía en el interior, pero intuimos que habrá muchas víctimas (unos cincuenta muertos al final).
Gracias a un sistema WT-7, Ronaldo, como los otros fotógrafos, envía directamente sus fotos a Montevideo desde su equipo. Una ventaja tecnológica crucial que nos permitirá enviar imágenes una hora antes que la competencia y justo antes de los cierres de edición en Europa.
Otro fotógrafo, Alfredo Estrella, hace imágenes espectaculares de vehículos aplastados bajo los escombros. Envío, por mi lado, vídeos grabados con mi teléfono vía WhatsApp, siguiendo el método utilizado por nuestra redactora Yemeli durante el sismo precedente doce días antes en Oaxaca y que había rendido frutos. La mesa de vídeo de Montevideo está movilizada y recibirá durante la noche la producción de redactores y fotógrafos, pero también de nuestros tres editores de vídeo, Sara, Claudia y Fernando. En paro técnico en ese momento debido al corte de la electricidad, se convirtieron espontáneamente en indispensables vídeo reporteros. Durante una semana, cumplieron una labor excepcional Silvia Barrera, secretaría y veterana de AFP México, lo mismo que las comerciales Claudia Castillo y Rosy Cedillo, se convierten en improvisadas reporteras que colaboran enviando información.
Vamos a una calle adyacente donde hay rumores de que habría más daños. Una casa se ha desplomado y habría gente atrapada en ella. Un potente olor a gas nos envuelve. Policías y vecinos gritan: “¡Fuga de gas!” y nos ordenan alejarnos rápidamente. Un cordón de seguridad se establece. Hacemos algunas imágenes y partimos, cruzándonos con una ambulancia que llega con la sirena ululando.
Sobre las avenidas, millares de personas caminan, los autobuses y los autos no circulan. La ciudad está bloqueada, mientras helicópteros sobrevuelan regularmente. Me reúno con Pedro y partimos juntos hacia otra calle donde un inmueble que alberga un centro de atención telefónica no habría resistido la violenta sacudida. En el lugar, el espectáculo es dantesco.
Un inmueble se desplomó sobre la calle bastante estrecha, unos minutos después del final del terremoto aplastando a las personas que habían evacuado los edificios circundantes y se creían a salvo.
Los rescatistas aún no han llegado y la gente comienza a limpiar con las manos desnudas en medio de llamadas, gritos y llantos. Una cadena humana se forma espontáneamente para remover los escombros. Un buldócer arriba a toda velocidad en medio de la multitud. De pronto alguien grita “¡gas, gas!”. Cunde el pánico, la gente huye ante la amenaza de una explosión que finalmente no ocurrirá, antes de regresar de inmediato para ayudar.
Donaciano Dávila, nuestro técnico, ha ido a recuperar la mochila que contiene el equipo satelital que se quedó dentro de la oficina después del simulacro de la mañana, así como el grupo electrógeno. Yo debo igualmente recuperar mi computadora.
Dentro de la vieja casona de dos pisos, todavía de pie, los objetos se han movido, las persianas metálicas se han desplegado solas, una caja de metal caída impide el paso, un muro está un poco dañado. No hay electricidad como en el 40% de la ciudad.
Regreso al lugar donde pensamos instalar nuestra mesa de edición temporal, pero entendemos rápidamente que no podremos quedarnos allí. A causa de las fugas de gas, los policías nos prohíben encender el grupo electrógeno, pero necesitaremos imperiosamente la electricidad en las próximas horas para hacer funcionar el Bgan y recargar nuestros teléfonos y computadoras móviles.
Nos instalamos en un estacionamiento en frente de la oficina, nuestro plan B en caso de sismo. El lugar está despejado, no tiene ningún edificio demasiado cerca y está protegido de las miradas y de posibles saqueadores. Desplegamos la antena parabólica y nos quedaremos a trabajar aquí buena parte de la noche.
Ingrid Tello, nuestra administradora, nos ayuda con la logística. Intenta desesperadamente contactar a la empresa de motociclistas con la que hicimos contacto ante la posibilidad de un terremoto. En tanto, tiene la buena idea de reclutar a los tres hijos de nuestro recepcionista Ricardo Zamorano, todos propietarios de motocicletas. Ellos llegaron a toda velocidad al estacionamiento y llevaron a nuestros periodistas por toda la ciudad en busca de los lugares más devastados.
Durante cinco días, trabajaremos permanentemente con siete motociclistas, un elemento indispensable en una ciudad como México donde el tráfico, incluso en tiempos ordinarios, puede tornarse infernal. Después de muchos intentos, logro contactar por mi lado a nuestro free lance y operador de dron Mario Vázquez quien vive en Toluca, a una hora de la capital. Parte de inmediato y registra durante la noche imágenes impactantes de edificaciones y una escuela colapsadas que fueron retomadas por cadenas del mundo entero.
Joshua logró llegar a su casa y reencontrarse con su familia. Ya en el estacionamiento, intenta recopilar informaciones por teléfono mientras carga a su hijo en un canguro. Como él, varios de nuestros colaboradores no pueden regresar a sus casas. El choque emocional ha sido rudo, pero todos estamos absorbidos por el trabajo.
La noche ha caído, trabajamos en la oscuridad con la ayuda del grupo electrógeno y del transmisor satelital, pero hará falta una solución más adecuada. Nuestro plan C, la embajada de Francia, con la que tenemos un acuerdo para albergarnos en caso de destrucción de nuestras oficinas, es difícilmente accesible a esta hora tan avanzada. Queda el plan D, mi departamento en el barrio de Polanco, un poco más alejado pero intacto tras el sismo y donde la electricidad ya regresó, según el vigilante. Un grupo electrógeno ha sido instalado en el garaje unos meses antes en caso de…
Objetos por el suelo, cajones abiertos, un mueble movido: parece un robo, pero es “sólo” un sismo de 7,1. Desde la sala, redactamos con Joshua las alertas y coordinamos la producción, con la televisión encendida y la valiosa ayuda de las mesas de Washington, Montevideo y Paris, sin olvidar a Sofía, desde su casa. Una escuela se habría desplomado en el sur de la ciudad y el saldo llega: 19 niños muertos. Un equipo parte hacia allá. Marc Burleigh, que acaba de llegar en un avión desde la oficina de San José, se les une.
El ritmo de la noche lo marcan las llamadas telefónicas y los mensajes de WhatsApp del grupo que hemos creado, “Emergencia Sismo”, que reúne a todos, secretarias y personal comercial incluido, y que ofrecen regularmente su ayuda y hasta alojamiento.
Una nueva angustia: Sara Aguilar, nuestra editora de vídeo devenida en reportera, no da noticias. Ella cubría la búsqueda de sobrevivientes con Ronaldo en una zona potencialmente peligrosa de la ciudad a una hora tan avanzada, pero no llega al lugar donde han convenido reencontrarse. Son las 4 de la mañana. Ronaldo decide salir a buscarla en una moto. Finalmente, Sara reaparecerá algunas horas más tarde: su celular se había descargado.
Algunos intentan descansar en la sala sobre un sofá o incluso en el suelo antes de regresar al terreno. Durante esa semana, un poco “agitada”, no dormiremos más que un puñado de horas, siempre vestidos, en caso de que una violenta replica se produjera.
A partir de ahora hace falta organizar rotaciones de día y de noche en los lugares donde se rescatan de sobrevivientes, especialmente en la escuela donde la búsqueda de la pequeña Frida Sofía mantendrá en vilo a todos los medios de comunicación, incluidos nosotros. Un suboficial de la Marina da detalles sobre ella. Rescatistas y medios locales lo replican: “ha movido los dedos”, “dice que está muy cansada”. Finalmente, otro oficial lo desmiente al día siguiente: la niña nunca existió.
Refuerzos de texto y vídeo llegan desde Washington, Bogotá y Montevideo, como Daphné Lemelin que hizo un importante trabajo de coordinación de video. Ingrid negocia con los propietarios de nuestras futuras oficinas, que ponen felizmente a nuestra disposición un local dentro de ese edificio moderno, antisísmico y equipado con wi-fi. Un lujo.
Hace falta ahora buscar historias humanas para relatar la tragedia, pero también para testimoniar la formidable movilización ciudadana de los mexicanos que, por miles, están listos para buscar sobrevivientes dentro de los escombros. La plaza Cibeles, entre muchas otras, se transforma en una base de movilización donde se reúnen voluntarios, equipos de construcción y víveres.
Todo el equipo de la oficina se lanza incansable y consigue testimonios muy fuertes como aquel obtenido por nuestra redactora Jennifer González de una mujer que sobrevivió después de 32 horas bajo las ruinas de un edificio o el de la actriz y clown de 87 años que una vez salida de los escombros recibió de parte de los rescatistas “los más bellos aplausos de su carrera”. Sin olvidar la historia de Frida, perra rescatista que se convirtió en la mascota de todo un país.
Han pasado 72 horas, plazo a partir del cual las autoridades pueden quitar los escombros utilizando maquinaria pesada. En medio de una ola de falsos rumores de que se removerán los escombros y protestas de familiares que acampan cerca de las ruinas, el gobierno se compromete, y cumple, a que las maquinarias se echaran a andar solo cuando se recupere el último cuerpo.
Elodie Cuzin, llegada desde la mesa de Washington, cuenta el trabajo de las brigadas de psicólogos voluntarios desplegados para escuchar a quien lo necesite. Yussel Gonzalez va a entrevistar a refugiados en los albergues.
Los rescatistas no bajan los brazos, esperando siempre encontrar a sobrevivientes. Los famosos “topos” mexicanos están presentes, unos voluntarios que se organizaron después del sismo de 1985 y que desarrollaron su propia técnica de excavación de túneles horizontales aprovechando las aberturas para esculcar en los escombros. Es un trabajo agotador y peligroso.
Omar Torres, encargado de proyectos especiales, instala su estudio cerca del edificio de Ciudad de México donde más se prolonga la búsqueda de sobrevivientes y realiza una galería de retratos a manera de homenaje a estos rescatistas. La serie es ampliamente publicada en medios internacionales y será portada del diario mexicano La Jornada.
Muy cerca, un oficial se presenta ante nosotros. Viene en busca de un pequeño grupo de periodistas para llevarlos a los escombros de otro inmueble donde dice que los rescatistas podrían sacar a un sobreviviente.
Allí, un colchón emerge de la montaña de desechos y efectos personales. Un lavabo aún se mantiene colgado de una pared de unos 20 metros de altura, vestigio irrisorio de una cocina reducida a polvo. El apacible barrio Condesa, de calles pletóricas de árboles generosos, cafés y galerías de arte, donde es habitual salir a dar un grato paseo, luce desfigurado.
Los rescatistas golpean con mazos varas de fierro para fragmentar las placas de hormigón y levantar los bloques. Se escucha el ruido mecánico de obras, un hormigueo efervescente enfrascado en una lucha contra el reloj. Se activa una retroexcavadora y una grúa levanta por momentos enormes piezas de lo que queda de la estructura de un edificio de cinco pisos.
Y de pronto, bajo la luz del fin de la tarde, difractada por el polvo suspendido en el aire, los rescatistas piden silencio con el puño al aire. Más de 300 hombres y mujeres, con cascos de colores sobre la cabeza, se enderezan y se congelan. Un rescatista grita en dirección a ese caos: “¿Me escuchas?”. Un voluntario, con el casco sobre las orejas, sumerge un micrófono sostenido del extremo de una vara dentro del temible amasijo de chatarra retorcida y bloques de piedra.
Se hace un silencio de catedral, el tiempo se suspende. Trescientas personas contienen la respiración, esperan una respuesta, un sonido, que significaría que alguien allí abajo sigue vivo, un milagro. Los minutos pasan.
Nada. Solo el silencio que se prolonga. El silencio de la tragedia. Y luego, de repente, casi reconfortante, el canto de unos pájaros.